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– No, no te pertenezco, Patricio, no… -musitó varias veces.

El auricular se alzó más, picudo, irritante. Lo dejó hablar. Había esperado cosas mucho peores y se sentía preparada para todo. No quería enzarzarse en una discusión. Sabía que llevaba las de perder. De repente, para su sorpresa, la voz se dulcificó.

– Estás bromeando… De cualquier otra me lo creería, pero de ti… Mira, hablemos en serio. ¿Qué ha pasado…? Anda, dímelo. Algo grave, seguro. Con un cliente, ¿no…? Confía en mí. Todo se puede arreglar…

– No ha pasado nada. Quiero irme.

– ¿Así? ¿Sin mas?

– Sí.

La cabeza le dolía. Deseaba colgar. Deseaba marcharse ya. Pero no podía hacerlo aún.

– ¿Y cuándo quieres marcharte?

– Hoy. Ahora.

– ¿Tienes dónde dormir esta noche?

– No. -Titubeó-. Ya veré.

– ¿Y ropa? ¿Tienes ropa?

– Sí. -Volvió a titubear-. La que llevo puesta. No me llevaré otra cosa.

– No irás muy lejos sin un céntimo y con eso que tú y yo conocemos, ¿lo sabías?

– Me arreglaré.

– Te arreglarás, te arreglarás… Qué estúpida eres, húngara…

En una plaza cercana jugaban algunos niños. Una niña le llamó repentinamente la atención. Vestía un traje raído de color verde oscuro, pasado de moda, como si lo hubiese robado de la guardarropía de algún teatro, y sostenía una pelota roja en la mano. Pero no jugaba como los demás: permanecía quieta mirando algo. Pese a la distancia que las separaba, la muchacha tuvo la certeza de que la miraba a ella. Y sonreía En su pecho brillaba un broche, o un medallón.

– En fin, si quieres morirte de hambre, lárgate… No soy de los que retienen a nadie contra su voluntad. Y has despertado mi lado bueno. Te daré algo de pasta… Solo para el viaje, claro, no te entusiasmes…

¿Por qué aquella niña la inquietaba tanto? ¿Es que se estaba volviendo loca? Se trataba solo de una niña, por Dios. Volvió a concentrarse en las palabras de Patricio.

– … Y no me lo agradezcas. Me has hecho una buena trastada, pero has tenido el valor de llamarme y decírmelo… Y el valor es algo que Patricio Florencio sabe agradecer, ¿me oyes…? ¿Raquel…? ¿Sigues ahí o ya te has pirado?

– Sí, pero debo colgar. Dinero se acaba.

– Claro que se acaba, húngara. Siempre se acaba. Por eso te daré un par de billetitos. De paso aprovecharé para despedirme.

Ella quiso decirle que no aceptaría su dinero, pero la conversación se interrumpió. Cuando salió de la cabina y volvió a mirar, la niña ya no estaba.

Empezó a hacer planes. No tenía nada que llevarse, y pensó que quizá sería prudente aceptar lo que le diera Patricio, solo para comprar lo más básico. Luego buscaría refugio. Iba a necesitar un nuevo techo con urgencia.

Sostenía el papel con el número de teléfono de Rulfo.

Sin embargo, titubeaba. ¿Acaso iba a confiar en alguien a quien apenas había conocido? Para el caso, se fiaba mucho más de Patricio. Era un lobo, pero los años pasados a su lado le hacían pensar que lo conocía bastante bien. Sabía que, mientras no lo dejara en desventaja, mientras no se pasara de lista, el lobo no la mordería.

Dobló el papel pero no quiso tirarlo. De algún modo, pensaba que Rulfo era distinto a todos los hombres que había conocido, y quizá más adelante pudiera acudir a él. El futuro no le daba miedo: estaba segura de que no le iba a faltar comida ni un sitio donde vivir.

Su inquietud principal era el pasado.

Existían muchos vacíos en su vida que, de repente, deseaba llenar. Por ejemplo, los lugares donde había estado antes de venir a España. Su país de nacimiento. Su familia. Un eclipse ocultaba aquellos recuerdos. Patricio la llamaba «húngara», pero él mismo reconocía que no sabía dónde había nacido en realidad. Y, dejando aparte aquellos cinco últimos y crueles años, solo imágenes dispersas habitaban su memoria: caras, momentos, anécdotas… Pero ahora todo eso le parecía confuso, como si de repente se hubiese percatado de que no eran verdaderos recuerdos, de que faltaba algo, un hilo conductor que les otorgara cohesión.

Cierta vez le había preguntado a Patricio por qué le costaba tanto recordar. Él le había explicado que su infancia y su primera juventud no habían sido felices, y que por eso las había olvidado. Ella le había creído. Hasta ahora.

Le interesaba conocer su pasado, pero, sobre todo, en relación con algo muy concreto. Aquello que había en la habitación cerrada. Las dudas crecían en ella como una misteriosa infección. Sentía una angustia nueva, inusitada, pero, al mismo tiempo, una energía como jamás había experimentado. Le sorprendía haber cambiado tanto en tan poco tiempo.

Se dirigió al dormitorio. No podía olvidar la figura de cera Tendría que llevársela también, eso estaba claro. No sabía por qué, pero era importante para ella. Mucho. La figura le había producido aquel cambio, le había dado fuerzas. Necesitaba guardarla, ocultarla en algún sitio seguro. Si se apresuraba, el hombre de las gafas negras no la encontraría cuando regresara. Ella ya estaría lejos, y a salvo.

Se agachó junto al zócalo. En ese instante escuchó el ruido de una llave y tuvo un sobresalto imaginando que era aquel hombre. Salió del dormitorio, asustada, y comprobó que era Patricio. Por primera vez desde que lo conocía casi se alegró de verle.

– Vengo a despedirme y a darte lo prometido -dijo Patricio sonriendo.

Alzó el puño y la golpeó.

Le habían hecho una visita, pero no le sorprendió en exceso. Casi lo esperaba.

La puerta de la calle estaba abierta, y una simple presión le permitió acceder al interior. Entró con menos cautela de la razonable. En otras circunstancias se habría preocupado mucho más, pero tras experiencias como la de aquella noche, la invasión de su hogar podía considerarse una mera anécdota. Encendió las luces y avanzó en medio del desorden. Los libros esparcidos por el suelo semejaban pájaros muertos. Sus escasos muebles habían sido destripados de cajones y éstos volcados para descubrir la infinidad de papeles inútiles que se adhieren a la existencia como excrementos. El ordenador parecía indemne.

Rulfo creía saber lo que andaban buscando.

Les interesa mucho esa figura.

Sin embargo, más que el motivo exacto del inusitado interés por una figurita de cera, le intrigaba la razón por la cual las damas (si es que se trataba de ellas, y estaba convencido de que era así) se habían visto obligadas a realizar un registro como aquél. Si eran tan poderosas, si podían materializarse en el aire o convertirse en niñas, ¿por qué no eran capaces de recobrar una cosa que les pertenecía? ¿Por qué lo habían amenazado en el teatro y escarbado de esa forma en el basurero de su vida?

Se agachó y empezó a recoger libros. Pensó que era preciso llamar a Raquel y asegurarse de que se encontraba bien. Y tendría que convencer a César de que no siguiera investigando. Se arrepentía de haberle pedido ayuda. Fueran o no una secta, las damas iban en serio, y lo habían demostrado.

De repente, bajo un volumen de Paul Celan, sorprendió unos ojos que lo miraban.

Beatriz, acostada tras un cristal, sonriéndole desde una de las numerosas fotografías que él había enmarcado y guardaba en el altillo del armario. Su repentina aparición le hizo olvidar lo sucedido en el teatro y el estado en que se encontraba todo, incluido él mismo.

Recogió aquel retrato sintiendo que la memoria se encendía en su interior. Los recuerdos nunca desaparecen: tan solo se sumen en la oscuridad; y en ese momento, para Rulfo, volvieron a iluminarse unos ojos húmedos y verdes, las medusas inofensivas de unas manos suaves y una risa como un arpegio de celesta. Tu hermoso cabello negro, tu dulce mirada verde…

Beatriz, mirándole desde su tersa eternidad.

Fingía olvidarla, pero el viejo dolor regresaba una y otra vez. ¿Qué más debía hacer? Ya le había llorado, ya se había inmolado del todo ante ella. ¿Qué más? Intuía que el dolor, mucho más poderoso que la pasión, carecía de orgasmo, de clímax, de un fastigio último tras el cual pudiera sobrevenir el alivio. La vida podía saciarse de placer, pero siempre estaba hambrienta de dolor.

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