Arañó las baldosas mientras aquel peso se hundía dentro de ella.
la figura. allí. en una esquina.
En esa tumba, en esa cámara clausurada de su imaginación, se refugiaba para soportar el dolor. En su interior seguía siendo ella, pero se volvía indestructible.
Abrió los ojos a ras del suelo un instante. Y la vio.
La figura. Allí. En una esquina.
– Recuerda: si me has mentido, volveré…
Díselo y que se la lleve. Díselo.
No, no se lo digas.
El hombre había añadido algo. Una amenaza precisa. Comprendió, aturdida, que había descubierto lo que había en la habitación cerrada. Debo ir y ver. Debo ir y ver. Escuchó el sonido de la puerta. Luego el silencio. Siguió inmóvil.
¿Por qué no se lo has dicho? ¿Por qué?
Debo ir y ver. Debo.
La frialdad de las baldosas entumecía su vientre y sus pechos, anestesiándola como un gélido ungüento. Sabía que debía levantarse, pero un vértigo de dolor y fatiga la mantenía quieta.
Antes de cerrar de nuevo los ojos volvió a mirar hacia la pared del fondo. No había sido una alucinación: allí estaba, tirada en el suelo.
Parpadeó en medio de una helada y dispersa penumbra, una taxonomía de distintos matices de sombra, y advirtió la presencia de una de sus botas a escasa distancia de su ojo derecho.
Una media. Su ropa por el suelo.
Se incorporó. Un alambre cayó a las baldosas: una horquilla. Se quitó las demás con furiosos ademanes. Su pelo increíblemente negro y largo llovió sobre sus hombros y espalda. Entonces se tambaleó hacia el cuarto de baño, tanteó a oscuras hasta levantar la tapa del retrete y vomitó. Un sabor acre la anegó. El mundo era un carrusel de sombras que daba vueltas a su alrededor.
Se quedó sentada en el suelo, jadeando, hasta recobrar la calma, la estabilidad, la obligación de permanecer tranquila.
Lo único malo era que siempre terminaba recuperándose. Su cuerpo, ese saco muscular de arena firme, nunca cedía, nunca le ofrecía la capitulación final, como ella ansiaba. Estaba diseñado, sin duda, por algún tipo de dios cruel, alguna divinidad sádica y calculadora. Ella lo odiaba. Le repugnaba cada una de sus fibras.
Se puso en pie y abrió el grifo de la ducha. El agua helada terminó de despejarla. Se lavó una y otra vez, intentando desprenderse hasta el último resto de la presencia de aquel tipo. Con todo, el hombre de las gafas negras nunca dejaba otras huellas sobre su piel que los golpes y una sensación de despreciable humillación. Ella sospechaba, incluso, que ni siquiera sentía verdaderos deseos de poseerla. Cuando la penetraba, como esa noche, se comportaba como un simple mecanismo, un instrumento que parecía destinado únicamente a vejarla una y otra vez. Pero el agua le hacía creer, al menos, que parte de su nauseabundo recuerdo desaparecía para siempre.
Cayó en la cuenta de que era preciso comprobar algo. Se secó rápidamente con una toalla y salió del baño. El frío la atacó como una punzada imprevista, pero no quiso perder tiempo vistiéndose. Abrió sigilosamente la puerta de la habitación del pasillo y entró. Era un lugar mínimo y oscuro con un camastro en el suelo y algunos objetos diseminados, el más llamativo de los cuales era un plato con restos de comida. Se agachó y observó el bulto cubierto por las mantas. Estuvo contemplándolo largo rato, como si no supiera muy bien qué hacer.
Al fin, levantó un poco las mantas y se cercioró de que nada malo parecía haber ocurrido. Duerme. Luego las dejó como estaban y salió.
Se envolvió en una toalla y regresó al saloncito, donde la lámpara aún se esforzaba por iluminar. Se agachó y recogió la figura de cera.
Akelos.
No entendía bien por qué no le había dicho al hombre que la figura estaba allí, que, sin duda, se había caído de la mesa la noche anterior, cuando Rulfo y ella se acariciaban (ahora recordaba que también se había caído la lata de comida), y había rodado hasta esa esquina. Si hubiera obrado así, el problema ya estaría resuelto.
No. Has hecho bien.
Puso en pie una silla volcada y se sentó. Tenía la figura en la mano.
Hiciste bien en callarte.
La contempló. No pesaba nada. Apenas era nada. Sus bordes de cera emitían un ínfimo brillo de lustre. Se preguntó por qué aquella nimiedad, que casi parecía un juguete, podía ser tan importante.
Se quedó quieta, sentada en la silla, observando la figura.
El andrajo de tela que cubría la ventana empezó a clarear. La muchacha seguía inmóvil. De pronto
mediodía
fue como si hubiese tomado una decisión.
mediodía. cenit
Se levantó y se dirigió al dormitorio. En una de las esquinas había un zócalo suelto desde hacía tiempo. Lo desprendió.
Cuando lo dejó en su sitio otra vez, ya no llevaba nada en las manos.
Mediodía. Cenit.
Las lluvias recientes habían lavado el aire dejándolo pleno y puro, de un color azul que parecía simbólico. El sol la hizo parpadear cuando salió a la calle. Llevaba su vestuario de costumbre: cazadora negra, minifalda, botas y medias. Cruzó el patio entre las miradas silenciosas de los vecinos. En aquel edificio nadie conversaba con nadie, salvo con sus respectivas familias. Procedían de distintos países, hablaban diferentes idiomas. No confiaban en los demás, y hacían bien. Vivían hacinados en lugares diminutos y ocultos. Ella era de las que tenían suerte: poseía un apartamento propio. Patricio se lo decía muchas veces.
Entró en una cabina, introdujo unas monedas y marcó un número. No tenía teléfono en casa. Patricio no lo había considerado necesario, porque las citas se concertaban en el club y porque ella no iba a llamar a nadie salvo a él. El número que le había dado a Rulfo era falso. Ahora, el número de Rulfo era uno de los dos únicos que conocía.
Pero no fue ése el que marcó.
Estaba tan nerviosa que tuvo que volver a pulsar. No sabía lo que hacía. El auricular se le caía de las manos. Mientras escuchaba el remoto timbre intentó calmarse.
Un miedo como jamás había sentido la hacía estremecerse de la cabeza a los pies, pero no a las posibles represalias del hombre de las gafas negras o de Patricio. Ambos le habían hecho creer que el infierno existía y se hallaba en la Tierra, pero no era ése el miedo que ahora experimentaba. Ni siquiera se trataba del que había sentido en la casa de Lidia Garetti o en su dormitorio a oscuras, sino de un pavor mucho más hondo y antiguo, como si el temor cotidiano se hubiese arrancado la máscara de querubín y la contemplara con ojos sin pupilas y sonrisa rojiza.
En el auricular, por fin, la voz de él:
– Diga.
Se aclaró la garganta. Reunió fuerzas.
– Soy yo, Patricio.
Un silencio.
– ¿Tú? ¿Y quién eres tú?
– Raquel.
– Ah. ¿Y qué quieres ahora?
Las pocas veces que ella lo había llamado le había pedido cosas. Patricio le había concedido algunas y otras no. Era impensable que se atreviese a molestarlo para algo que no fuese una verdadera necesidad.
– ¿Vas a hablar o qué? ¿Te ha comido la lengua un cliente?
– Hoy no voy a ir al club -dijo con dificultad. Tras aquella primera frase, el resto fue más fácil-. Ni a las citas… Ni mañana tampoco… No voy a ir a nada nunca más… -Imaginaba la cara redonda de Patricio adoptando un color cada vez más oscuro. Decidió soltarlo todo-. Me marcho… Lo dejo…
– ¿Que lo dejas…? Oye, espera un momento, bonita… ¿Hay alguien contigo…?
– No. Nadie.
– ¿Quieres repetirme lo que has dicho…? Últimamente ando duro de orejas. ¿Que dejas qué…?
Ella se lo repitió. El auricular pareció estallar. Los gritos de Patricio surgían afilados y desagradables.