Литмир - Электронная Библиотека

El coro volvió a resonar

E, frissons d'ombelles!

y hubo una silenciosa explosión de claridad. Rulfo tuvo que desviar la vista.

– Se están divirtiendo -dijo Raquel.

Ambos apartaban la cara de aquel resplandor brutal. Era un brillo casi sólido, como la fotografía de un incendio. Las risas proseguían, pero diminutas, al igual que la música. Todo permanecía sumergido en un flash interminable que alargaba las sombras de los arcos del cenador, de los mayordomos, de Rulfo y Raquel, asemejándolas a caminos de terciopelo negro. La temperatura había descendido, y el frío parecía tener el mismo origen que la luz: como si la mansión se hubiera convertido en un carámbano inmenso. «Vocales», de Arthur Rimbaud, identificó Rulfo.

No era momento, y lo sabía, para reprocharle nada a ella, pero no podía evitar pedirle algún tipo de explicación antes de que todo acabase. Sus palabras se condensaron en niebla bajo aquella luz antártica.

– ¿Por qué me diste una figura falsa?

Aunque el semblante de la muchacha estaba prohibido para sus ojos, la voz le llegó diáfana, dotada de absoluta firmeza.

– Porque me habrías obligado a entregarte la verdadera y te habrían matado ya. Además, sentí que debíamos ocultar la figura real, aunque no sé explicarte por qué…

– ¿Akelos te lo dijo en sueños?

– No. Te mentí. No he tenido más sueños. Es un presentimiento.

Él la entendía, pero le dolía que ella hubiese desconfiado.

– Nuestra única oportunidad de salir con vida es no entregarles la figura -agregó Raquel-. Cuando la tengan, nos matarán.

– Te creo.

Desde la casa se escucharon gritos. Parecían infantiles, pero Rulfo no pudo decidir si eran de alegría o terror. Se mezclaban con estallidos de carcajadas adultas.

Se están divirtiendo.

– Pero tienen a mi hijo -continuó ella-. No se atreverán a hacerle nada porque decidieron dejarlo con vida, pero lo usarán para presionarme. Y yo no voy a poder soportar esa presión. He pasado por todo, pero no pasaré por eso.

Los gritos habían cesado. Solo se percibía cierto ruido crepitante de hojarasca quemada. La luz continuaba tiranizando el aire, omnímoda, absoluta. Bajo aquel fastuoso resplandor nevaban copos negros, sombras poliédricas: un enjambre de mariposas aturdidas que, tras la cautela inicial, regresaban en masa y se sumergían en el mayestático fulgor.

– Yo me llamaba Raquel -prosiguió su voz desde la helada luminosidad-, igual que Saga es Jacqueline y la antigua Akelos era Lidia, pero mi apariencia no era ésta. Mi hijo se parece a mí tal como soy realmente: tengo el cabello de ese color y los ojos azules. La filacteria en mi espalda me convirtió en esto. -En esto. Su tono denunciaba repugnancia. Rulfo creyó comprenderla. De hecho, ¿no solía decir César que, deformado por la poesía, el recuerdo de ciertas personas se hacía falsamente hermoso?-. Jacqueline era una de mis adeptas cuando yo era Saga -continuó Raquel-. Me servía. Luego me sucedió.

I, sang craché!

La luz blanca había desaparecido devorada por un rojo voluptuoso, monárquico, aturdidor, que pintó todas las ventanas como si alguien hubiese corrido cortinas carmesíes en cada habitación. La silueta de la muchacha quedó orlada de sangre.

Su tono era pausado, casi titubeante. Al tiempo que hablaba, desandaba por el laberinto de su memoria.

Pero no se lo contó todo.

Le dijo que no lo había hecho por amor. Hubiese podido hacerlo de manera «aceptada» por el grupo, porque existen versos -le dijo- que logran hacerte sentir lo que deseas, versos que reproducen tus sueños con exactitud pero que, a su vez, no son otra cosa que nuevos sueños. Sin embargo, ella había querido sentir sin palabras. Nunca una dama había deseado algo parecido, porque sentir sin palabras era casi imposible: equivalía al silencio bajo el mar.

Le dijo que había creído que podía hacerlo porque, aunque sabía que estaba prohibido, ella era Saga y nadie cuestionaba sus decisiones. Vivir millares de años, conocer épocas y tierras, contemplar distintos techos de estrellas: todo eso acrecienta la curiosidad, no la extingue. Los paisajes habían mudado de piel como serpientes y el planeta cambiado de rostro mientras ella perduraba habitando cuerpos fugaces. Se propuso dar vida a una nueva vida, única forma posible de enlentecer aquella fugacidad. Ella era Saga, y nada de lo que decía, hacía o deseaba podía estar prohibido. No hubo amor, le repitió.

Sin embargo, no le dijo que, cuando aquella cosa que era vida sin serlo, porque carecía de palabras (o que lo era por completo, precisamente por carecer de ellas), creció en su vientre, tuvo miedo y experimentó la tentación de destruirla, pero no lo hizo. Y tampoco quiso contarle que, cuando nació, ella permaneció largo rato en silencio, mirándola. Siempre había creído que el silencio era malo. El silencio era el vacío, ausencia de belleza y eternidad. Pero, al ver su imagen escindida y exacta en aquellos ojos que tanto se le parecían,

estalló un silencio

en sus labios.

Supo que estaba cometiendo un grave error, una falta imperdonable. Sin embargo, al mismo tiempo sentía más allá de todo verso, de una forma que no podía expresar con palabras, que nunca podría separarse de eso. Ella y aquella cosa nacida de ella afrontarían juntas la condena, fuera cual fuese.

– Akelos me ayudó a esconder al niño durante un tiempo… Aún no sé por qué lo hizo… No por compasión, estoy segura. A veces sus planes tenían objetivos lejanos. Ella era «la que Adivina», conocía bien el futuro… En cualquier caso, su ayuda fue inútil. El grupo me descubrió y decidió expulsarme: hundieron mi imago en una urna con agua, dentro de una filacteria, Anulándome. Pero a Jacqueline, que ya era la nueva Saga, le pareció un castigo muy leve y decidió refinarlo. -Hizo una pausa. Se sentía anegada de náuseas, como si los recuerdos se hubiesen convertido en materia corrompida-. Me obligó a matar al hombre con el que había yacido, un simple ajeno… Luego quiso destruir también al niño. Entonces Akelos intervino de nuevo y su voto fue decisivo a la hora de permitir que mi hijo viviera. Jacqueline se enfureció. Se aseguró de que viviría en condiciones inhumanas. Me tatuó una filacteria y creó a la Raquel que conociste: un cuerpo tentador de ajena, pero ignorante y cobarde… Me borró la memoria, me entregó a los sectarios… A mis propios adeptos. -Rulfo percibió el dolor que le provocaba este recuerdo recién llegado-. Ellos me vendieron a Patricio. Durante todos estos años el principal placer de Saga ha consistido en verme humillada cada vez más…

Espesas capas rojas seguían ocultando los cristales de las ventanas como estores líquidos. En medio de aquella pleamar, con las mariposas atormentando la luz, el coro volvió a oírse, musical, remoto.

U, vibrement divines des mers virides!

Luces verdes sustituyeron a las rojas.

– Pero Saga también odiaba a Akelos por haberme ayudado… No cesó hasta conseguir que el grupo la acusara de traición, y presionó para que la sentencia fuera aún más severa que en mi caso: la condenaron a ser destruida del todo, no solo su cuerpo, también su espíritu inmortal… Por eso buscan la imago. Pero te juro que no la he ocultado para devolverle el favor a Akelos: tan solo sé que debo hacerlo… Aún no entiendo…

El coro volvió a oírse, interrumpiéndola,

O, l'Oméga…

y la luz verde se desvaneció. En la oscuridad, brillaron dos ojos.

… rayon violet de Ses Yeux…

Eran los de Saga. A su espalda, en fila, otra vez mudas, quietas e imprevistas, el resto de las damas.

50
{"b":"100418","o":1}