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– Sí. He recuperado los recuerdos.

Raquel la miraba entornando los párpados, las cejas unidas en el ceño. En su actitud, Rulfo no solo percibió un intenso desprecio: también repugnancia, como si estuviese contemplando un insecto repulsivo a escasa distancia de su rostro.

– Lástima… A veces, lo más hermoso es el misterio de olvidar.

– En efecto. Particularmente, todo lo que me hiciste.

Quedaron mirándose en silencio, la joven sin perder su sonrisa ni Raquel aquella expresión de su ceño, como dos adolescentes que se guardaran rencor por algún tipo de trastada inolvidable. Entonces Rulfo se fijó en el medallón en forma de espejito redondo que brillaba sobre el escote de la joven: era el símbolo de Saga, la número doce, según Los poetas y sus damas. Ella era, pues, «la peor de todas». Pero no lo parecía ni de lejos. Se mostraba incluso algo tímida, como una aspirante a actriz que tuviera la oportunidad de interpretar un gran papel debido a enfermedad de la protagonista.

– Si te parece, hablemos del presente -propuso la joven-. ¿Por qué no consigo ver la imago, Raquel?

Hubo una pausa. La muchacha no contestó.

– Explícame por qué no consigo verla y te dejaré libre.

Nueva pausa. Nuevo silencio. En el cenador nadie se movía. Las damas parecían piezas de un juego incomprensible. Solo la joven gesticulaba discretamente al hablar.

– No imaginas lo que nos desconcierta esto. Sabemos que la has ocultado, pero no quiero que me digas por qué, ni siquiera dónde está… Solo quiero que me expliques eso de que no logremos verla… Un gran… ¿Cómo decirlo…? Un gran vacío, una mancha ciega la rodea, los versos no la alcanzan. ¿Qué ocurre?

– ¿Dónde está mi hijo? -preguntó Raquel a su vez.

– Oh, ahora duerme, pero vendrá enseguida. Estaba muy cansado.

– Déjalo libre.

– No te preocupes por él. No vamos a hacerle nada: ya lo decidimos en su momento, ¿recuerdas?

– Entonces, déjalo libre.

– Está libre. Pero tú aún sigues aquí. ¿Quieres que se marche solo? Cuando te vayas tú, se irá él. Es lo correcto, ¿no?

– Quiero verlo, por favor…

– Lo verás. Ahora está descansando en una habitación apartada para que no lo molesten los ruidos de la fiesta.

– Te diré dónde escondí la imago si me aseguras que mi hijo…

– ¿Es que no has entendido nada? -cortó la joven. Por primera vez, Rulfo percibió en sus palabras algo semejante a una fría irritación, tan ligera como el aleteo de las mariposas que embarazaban el aire-. Por supuesto que queremos saber dónde está, pero no es eso lo que más importa… Por favor, sé que estás nerviosa, Raquel, pero concéntrate: queremos averiguar por qué no podemos verla. Dicho de otra forma: ¿quién está haciendo que no la veamos…?

– No lo sé.

– ¿Quién te ayuda?

– Nadie. Estoy sola.

– ¿Y Lidia?

De repente las palabras se aglomeraron en la boca de la muchacha. Las soltó con fría rapidez, como si le resultara insoportable retenerlas.

– No me preguntes por ella. Sabes bien lo que le hiciste. Te introdujiste en un ajeno cualquiera, lo manejaste y entraste en su casa, la obligaste a entregarte la imago, la hundiste en ese acuario con una filacteria de Anulación, llevaste el acuario al desván y la torturaste hasta matarla… Ya sé que esos juegos son tus preferidas, Jacqueline… Has estado impulsando a ese ajeno, Patricio, para que me humillara todo lo posible… Y has adoptado otras formas, ¿verdad…? Has sido el hombre de las gafas negras… ¿Cuántos más, Saga…? ¿Con cuántos has disfrutado personalmente de mí…?

– Olvida los detalles, por favor…

– Ciertas cosas no se olvidan nunca.

– Las sentencias deben ser ejecutadas.

– Es una tarea que te encanta.

La joven ignoró el comentario y siguió hablando sin perder la sonrisa.

– Luego tuviste esos sueños… Lidia te los inspiró con varias filacterias que se activaron después de su muerte… Fuiste a su casa, sacaste la imago del agua, donde debía permanecer hasta esta reunión para ser destruida, y la ocultaste. Sus versos nos impedían recobrarla a menos que tú nos la entregaras… Nada de eso nos sorprendió: era el típico intento de supervivencia de una vieja araña. Pero aquí empiezan los problemas. ¿Por qué has recobrado tus recuerdos? ¿Por qué no podemos ver la imago? ¿Cómo lograste salir de este cuerpo prosaico al que te condenamos y matar a Patricio?

– A quien tú reviviste después -replicó Raquel.

– Oh, no, solo lo moví. Quería darte una sorpresa. Te negabas a acudir a nuestra cita, y teníamos que traerte de las orejas… Además, no queríamos que los ajenos te implicaran en un crimen. Pero olvida por un momento los detalles, Raquel. Concéntrate en lo que importa. ¿Quién te ha ayudado a ocultar la imago? ¿Quién ha depositado versos sobre ella…? Tú no puedes ser: has recobrado la memoria pero sigues Anulada. Lidia está Anulada y muerta. ¿Quién, entonces…?

– ¿Es que no ves en mi mente que no lo sé?

La joven negó con la cabeza.

– Solo veo silencio. No puedo acceder al silencio con versos. Ninguna de nosotras puede. Todo lo que se relaciona con la imago de la antigua Akelos es un silencio de agua, impenetrable. Dentro puede estar tu respuesta, pero también otras muchas cosas. -La joven hablaba en un murmullo. Rulfo tenía que hacer un esfuerzo para escucharla-. Quizá traición. Quizá engaño. Quizá una trampa…

– No, te lo juro.

La joven se echó a reír con suavidad.

– ¿Me lo juras…? -Parecía encontrar algo muy divertido en aquellas palabras-. Supongo, entonces, que habrá que creerte, porque me lo juras. -Desafió con fijeza burlona los ojos de Raquel-. La vida con los prosaicos te ha vuelto prosaica.

– Algo a lo que tú has contribuido decisivamente.

– ¿Dónde quedó la poderosa Saga de antaño?

– No importa dónde haya quedado. No me cambiaría por ti jamás.

– Estás mintiendo como una ajena -susurró Saga, cariñosamente-. Pero no negaré que me agrada oírtelo decir: si algún verso te hiciera volver, yo tendría que marcharme. No puede haber dos damas de la misma jerarquía…

– … porque la más antigua prevalece, lo sé.

– Lamentablemente, ni siquiera yo podría hacerte regresar. Los versos fueron recitados en su tiempo y has sido expulsada para siempre.

– ¿Quién habla de hacer regresar a esa zorra? -saltó la mujer obesa desde su sitio en la hilera.

– Petrus in cunctis -murmuró la dama a su izquierda, de enorme melena rubia, provocando risas.

– Oh, bien, si nadie tiene la bondad de escucharme… -La mujer obesa se puso a juguetear con su símbolo.

– Seamos prudentes -dijo la joven en voz alta-. La situación es delicada, pero lo primero de todo es la fiesta. Qué van a pensar nuestros invitados… Hoy celebramos la Noche de la Fortuna: es preciso estar alegres, bailar, reír… Tenemos mucho tiempo por delante. Sugiero calma. Lo primero es divertirnos.

El ambiente parecía repentinamente distendido. La música surgió de las ventanas con la elegancia de un ofidio: una de esas melodías de salón que sirven de fondo en muchas recepciones. La mansión sé encendió, pareció repoblarse de presencias. Las damas se dirigieron a la terraza. La última en marcharse fue Saga.

Más allá de todo lo que acababa de presenciar, Rulfo aún seguía preguntándose algo. Quizá era un detalle sin demasiada importancia Solo había contado doce.

¿Dónde estaba la número trece?

A, noir corset velu des mouches éclatantes!

Coreadas a pleno pulmón desde el interior de la casa, aquellas palabras dieron paso a otra atmósfera. La música se atenuó: quedó un fondo de violines, una base móvil y zumbante cuya intensidad se acompasó con los ruidos de la fiesta; cuando se escuchaba, resonaban también las carcajadas; luego todo se perdía para regresar poco después. La impresión total era extraña, y a ello se unieron las luces y el viento. Era como si la mansión fuese un tren que alternara el paso frente a alegres estaciones con túneles de oscuridad y silencio. Algunas velas del cenador se apagaron bajo aquellos soplos variables. Todo se asemejó a un corazón bombeante: luces, risas, valses y ráfagas de aire centelleaban como un vertiginoso ciclorama, luego venía un lapso de mudas tinieblas y otra vez la sístole festiva. A través de las ventanas se atisbaba un remolino de siluetas, rostros, manos alzando copas.

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