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Antes de entrar en el cuarto de Rauschen se asomaron por el dintel, asegurándose de que no había nadie aparte del enfermo. Todo parecía encontrarse igual que por la mañana. Hasta el silencio, que era hondo, de cementerio, no resultaba muy distinto del que habían percibido en la visita anterior. Pero, cuando César encendió la única luz (el flexo de la mesilla), comprobaron con estupor que estaban equivocados.

No había nada igual.

– Dios mío -murmuró Rulfo.

Por un instante ninguno de los dos se acercó. Se limitaron a mirar con ojos abiertos y espantados, como intentando descifrar qué era todo aquello.

El cuerpo de Rauschen estaba descubierto y su camisón se hallaba enrollado a la altura del pubis. El delgado tubo del suero había sido arrancado de su brazo, así como los cables y ventosas de la cabeza.

Pero, si bien había objetos que ya no estaban unidos a él, muchos más habían sido agregados.

Tijeras y lancetas de distintas formas y tamaños mordían la magra carne de sus piernas. Sus espinillas habían sido horadadas varias veces. El agresor había utilizado, sin duda, un pequeño berbiquí que ahora yacía en el suelo. Quien había cometido tal atrocidad, había hundido varios clavos en aquellos orificios y taladrado, igualmente, las rótulas por diversos lugares. Pero lo peor se hallaba en su entrepierna: un sorprendente amasijo de instrumentos quirúrgicos introducidos a presión por la uretra y el ano asomaba como un ramillete de acero de los esfínteres monstruosamente hinchados y desgarrados. Lo que no había sido mutilado estaba quemado. Restos de cerillas y cigarrillos yacían, como verdugos silenciosos, esparcidos por la cama. Todo daba la impresión de haber ocurrido con siniestra lentitud, casi con paciencia: no eran heridas repentinas sino un juego moroso y sádico, un puzzle a la inversa ejecutado sobre un cuerpo indefenso.

La enfermera. El celador. Sus miradas fijas. Las risas.

Rulfo, que se había acercado al rostro del anciano, se apartó haciendo una mueca. Sintió que su estómago se erigía la víscera más importante de todas; mucho más, desde luego, que su cerebro, que se negaba a pensar.

– Creo que… le han cortado la lengua.

De pronto sintió que iba a vomitar. Tuvo frío, las palmas de las manos le sudaron. Miró a César y comprobó que su estado no era mejor.

– Salgamos un momento -dijo Sauceda con el rostro convertido en cera. En el pasillo, aconsejó-: Vamos a respirar hondo varias veces. En ocasiones surte efecto.

Lo hicieron. Privado de la visión de Rauschen, en medio del aire relativamente «distinto» del pasillo, Rulfo sintió que sus náuseas menguaban. La cabeza le daba vueltas. Experimentaba la necesidad de beber, aunque solo fuese agua, pero hubiese dado cualquier cosa por tener a su disposición una botella de whisky.

– Aún debemos comprobar algo. -César tomó aliento y lo expelió lentamente como si siguiera las precisas instrucciones de un profesor de gimnasio.

Volvieron a enfrentarse a la horrenda visión de Rauschen. César desplazó el camisón hasta descubrir el vientre. Más allá del pubis desaparecían las huellas de las vejaciones, pero había otra cosa.

– Aquí está -dijo con un tono de voz extraño.

El verso se agazapaba alrededor del ombligo dando dos vueltas casi completas en espiral. Estaba escrito en versalitas pequeñas, con caligrafía torpe pero legible, en tinta negra aún húmeda.

MIXT WITH TARTAREAN SULPHUR AND STRANGE FIRE

– Milton -dijo César-. El paraíso perdido, la obra que Herberia le inspiró. Terrible ironía. Lo reescribirían periódicamente, la tinta está fresca… Sin duda, esta filacteria era lo que le producía el estado de coma… -Se inclinó y apoyó una oreja en el pecho-. Nada. Está muerto… Todo era una patraña: los cuidados paramédicos, la «compañera» de las noches… Son sectarios, sin duda… Pero hoy han querido eliminarlo, y antes se han divertido de lo lindo con él… -Lanzó un suspiro y se apartó del cadáver-. Por lo menos, ha llegado, al fin, la paz para el pobre Rauschen… si es que existe algo que pueda denominarse «paz» en un mundo donde la poesía se ha convertido en una forma de tortura -agregó sombríamente.

Rulfo contempló el cuerpo mil veces vejado del profesor austriaco y se volvió hacia César.

– Vamos a buscar esa biblioteca.

Era preciso encontrar alguna forma de detenerlas, pensaba. Algún modo de acabar con la secta de las damas. Y estaba convencido de que Rauschen lo había descubierto y había pagado caro por ello.

La hallaron en la segunda planta. La habitación hacía las veces de despacho. Se aseguraron de que las cortinas estaban echadas y encendieron la luz del escritorio. Estanterías repletas, un ordenador y un busto de Rauschen constituían los objetos más llamativos. César se sentó frente al primero, lo puso en marcha y sacó el disco compacto virgen que había traído consigo.

– Perfecto -dijo examinando la máquina-. Tiene grabador. -Empezó a teclear-. No espero encontrar grandes cosas, porque habrán hecho desaparecer todo lo importante, pero me gustaría disponer de algún tiempo para comprobarlo…

Rulfo, mientras tanto, echó un vistazo a los libros. Eran, sobre todo, obras de grandes poetas, como en casa de Lidia Garetti. También había ensayos de teoría de la literatura. Nada extraño, nada que oliese ni de lejos a brujería. Pero es que la brujería es esto, pensó de repente al leer los nombres de Goethe, Hölderlin, Valéry, Mallarmé, Alberti, Propercio, Machado… Tropezó con una versión de las Soledades y sintió como si recibiera un impacto en el rostro. Siguió buscando. No encontró ni un solo ejemplar de Los poetas y sus damas.

Dejó a César pendiente del ordenador y registró el resto de la planta superior: un dormitorio, un cuarto de aseo, un cuarto de huéspedes… Apenas había ropa u otros objetos personales, como si Rauschen hubiera decidido trasladarse allí casi exclusivamente con sus libros y lo que llevaba puesto. Luego regresó a las escaleras y descendió a la planta baja. Quería terminar de recorrer toda la casa. Atravesó el silencioso comedor y enfiló el pasillo donde se encontraba la habitación de Rauschen. Pero, antes de llegar a ella, se paró en seco, aturdido.

La luz del flexo seguía encendida. Sin embargo, creía recordar que César la había apagado antes de salir. Estaba casi seguro.

No. Se equivocaba. Lo pensó mejor y recordó que habían olvidado apagarla. La luz estaba encendida porque ellos mismos la habían dejado así. Lo que le ocurría era que la visión de aquel cuerpo torturado le había puesto muy nervioso. Jamás había contemplado un cadáver, menos en ese estado. Se obligó a tranquilizarse. Es solo un hombre muerto. Además, no vas a entrar ahí: vas a registrar el resto de las habitaciones. Respiró hondo, continuó avanzando, pasó frente al cuarto y echó un vistazo fugaz.

Herbert Rauschen estaba sentado en la cama con las piernas colgando por fuera.

Rulfo sofocó un grito y retrocedió hasta que la pared del pasillo le detuvo. El espanto lo petrificó frente a la entrada de la habitación, incapaz de hacer otra cosa que mirar.

Lo más horrible de todo era que le parecía evidente que Rauschen seguía estando muerto: las tijeras, lancetas y clavos continuaban incrustados en sus piernas y genitales; su boca seguía abierta y vacía; los ojos se hallaban cerrados. En la flaca garganta, pudo distinguir, incluso, el abultamiento de la lengua a medio tragar. De sus horrendas heridas no manaba sangre. Estaba muerto.

Pero alargó un brazo flaco como un alambre, se apoyó en la mesilla de noche y se levantó.

Por un momento pareció como si fuera un niño pequeño que aún no hubiese aprendido del todo el juego de las articulaciones. Dio un paso, luego otro, en línea recta, en dirección a la salida, como si avanzara a la fuerza arrastrado por una voluntad mas poderosa. Sus ojos seguían cerrados y su cabeza se bamboleaba sobre un hombro como la de un muñeco roto. Los instrumentos clavados en sus piernas producían extraños sonidos de adorno colgante.

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