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– ¿Y si van a matarnos, por qué no lo han hecho ya? Te aseguro que, en lo que a mí respecta, hubieran podido eliminarme anoche: mi cuello es muy frágil, lo he comprobado.

– Quieren la imago.

– Sí, ya lo sé. Pero ¿por qué no nos la quitan?

– No pueden -repuso ella-. Algo ocurrió cuando la sacamos del agua. Ahora solo la tendrán si nosotros se la entregamos voluntariamente.

– ¿También has soñado eso?

– Sí.

– Pues ahí te equivocas. Registraron mi apartamento. Quieren robarla.

La muchacha sacudió la cabeza.

– No pueden robarla. Registraron tu apartamento porque yo les dije que tú la tenías. En aquel momento creía eso. Pero lo único que deseaban era asegurarse de que uno de los dos la tenía. Ahora ya lo saben. Por eso les interesa que acudamos a esa cita y se la entreguemos. Si no vamos, no podrán recuperarla. Si la encontraran por casualidad, ni siquiera podrían cogerla. -De repente suavizó el tono de voz-. Estoy segura de lo que digo. No me preguntes por qué, pero es así… No pueden coger la imago, por eso nos han dejado con vida. En cuanto se la entreguemos, nos matarán.

Lo que ella decía podía sonar ilógico, pero Rulfo supo que era la verdad. Ni por un momento se le ocurrió dudar de sus palabras, y pensó que aquella confianza se debía, en parte, al tono de sinceridad con que las había pronunciado. Sin embargo, la conclusión a extraer no era la que la muchacha suponía, y decidió explicárselo.

– Estoy de acuerdo con que tú no acudas a esa cita: tienes que huir, ocultarte, aunque solo sea por él. -Cabeceó señalando al niño-. Si nos encuentran juntos, ninguno de los dos tendrá la menor posibilidad. Pero, si voy solo y les doy lo que quieren, quizá… quizá lleguen a olvidarte…

– No me olvidarán -replicó la muchacha con inmensa seguridad-. Han insistido en eso, ¿no te das cuenta? Quieren que vayamos los dos. No piensan dejarme con vida.

– En cualquier caso, puedes tener la posibilidad de…

– ¿Y tú?

¿Acaso le importo? se preguntó él.

– Estoy seguro de que, si les doy a elegir entre mi vida o la figura, optarán por recuperarla y dejarme en paz.

La muchacha lo miraba con sus quietos y extraños ojos oscuros.

– Es absurdo. Si les sigues el juego, te matarán, Salomón. Y lo sabes.

– Dime cuál es la otra opción, Raquel.

– Huir juntos -replicó ella en un susurro tan leve que, por un instante, él creyó que era un beso-. A cualquier sitio. Ocultarnos. Quizá terminen encontrándonos, pero no les resultará fácil… Y, con la figura en nuestro poder, no se atreverán a hacernos daño…

– Raquel… -Rulfo tomó aliento y midió con cuidado lo que iba a decir. No deseaba dejarse llevar por sentimentalismos, por absurdas ideas de sacrificio. Sabía, además, que ella no lo aceptaría. Decidió mostrarse natural, implacablemente lógico-. ¿Hasta cuándo podríamos vivir así? -Volvió a señalar al niño y se dio cuenta de que también parecía pendiente de sus palabras-. ¿Hasta cuándo podría él vivir así…? Tanto si vamos los dos a la cita como si huimos, estaremos en el punto de mira para ellas. Nuestra única posibilidad estriba en separamos. -De repente, mientras hablaba, comprendió algo: estaba pronunciando otro discurso de despedida. Recordó el instante en que había mirado a Ballesteros al salir de su coche, casi pudo verlo sentado tras el volante, oyéndole decir que, a partir de entonces, caminaría solo, descendería solo, entraría solo en el mundo de las cosas extrañas. Pero ahora existía una gran diferencia que le hacía pensar que tomaba la decisión correcta: ya no se trataba únicamente de su propia vida-. Debes esconderte durante un tiempo -prosiguió-. No olvidemos lo ocurrido con Patricio. Quizá la policía no haya encontrado su cadáver todavía, pero cuando lo hagan, te buscarán. Mi casa no es el lugar idóneo, y tampoco sería seguro que te quedaras en Madrid, de modo que ya veremos… -Contempló la oscuridad estelar de los ojos de la muchacha. Apretó su mano, fría, tersa-. Falta una semana para el treinta y uno de octubre: con un poco de suerte, saldré con vida y me reuniré con vosotros cuando pase todo.

Ella no contestó, y Rulfo agradeció su silencio. La vio levantarse y dirigirse al dormitorio, vestida aún con aquel impropio albornoz. Se levantó y fue tras ella. La halló acostada en la cama.

– Quiero dormir -dijo la muchacha.

– Muy bien.

Rulfo cogió la chaqueta del respaldo de la silla y salió cerrando la puerta. Se cercioró de que la imago seguía en el bolsillo. Pensó que, a partir de entonces, tendría que custodiar bien aquella figura.

Hasta el día de la cita.

Mientras Raquel dormía, Rulfo se acercó al niño y le acarició el pelo. El pequeño no se dio por enterado: mantenía las flacas piernas flexionadas sobre el tresillo mientras contemplaba, en la penumbra del comedor, sus soldaditos esparcidos sobre el cojín.

– No hablas mucho, que digamos.

– No -convino el niño.

Su voz, sorprendentemente diáfana, revelaba la misma seguridad de su mirada. No había alzado la cabeza para contestar. Seguía concentrado en sus figuritas. Al contemplar su pálido semblante de cerca, Rulfo pensó que podía tener anemia. Se sentó a su lado y sonrió.

– ¿Sabes? Creo que eres un niño muy listo…

Su pequeño interlocutor hizo caso omiso al comentario. Apenas reaccionó con un leve parpadeo, como si Rulfo, en vez de hablar, le hubiera echado un poco de humo al rostro. Siguió alineando los soldados encima del tresillo. Luego deslizó el dedo por encima de sus cabezas, como si los contara, aunque Rulfo no creyó que supiera contar. La manita, de uñas demasiado largas y sucias, se detuvo en el último. Lo cogió y se volvió hacia Rulfo.

– Ésta es la peor -dijo.

– ¿La peor?

El niño asintió.

– La peor de todas.

Su rostro infinitamente triste contenía, ahora, un matiz de aprensión. Al principio, Rulfo no entendió qué quería decir. Entonces contó los soldados: eran doce. El niño sostenía entre sus dedos el último. ¿Saga? ¿La que Conoce?

– ¿Quieres decir que ésta es la más malvada?

Nuevo asentimiento de la cabecita.

– ¿Te refieres a las damas?

El niño no respondió.

– ¿Las conoces, Laszlo? ¿Conoces a las damas?

Tampoco esta vez recibió respuesta.

– Falta una -dijo el niño entonces.

Rulfo sintió un escalofrío. La número trece.

Recordó a aquel profesor austriaco del que les había hablado César, y cómo había insistido en informarle sobre esa dama. «La más importante, la que nunca se menciona.» Ignoraba si se estaba dejando llevar por una absurda fantasía causada por el anárquico lenguaje del niño, pero sospechaba que ése era justo el camino (las fantasías absurdas) para alcanzar la verdad. Decidió atreverse a hacerle la pregunta que le inquietaba.

– ¿Dónde está, Laszlo? ¿Dónde está la número trece?

El niño volvió a observar sus soldados.

– No sé -dijo.

El motel se hallaba en una desviación de la carretera principal, en la provincia de Toledo. Lo eligió sin saber exactamente el motivo, quizá porque no estaba ni demasiado cerca ni demasiado lejos de Madrid. Era un edificio de ladrillo rojo de dos plantas con ventanas de marcos blancos, y parecía bastante moderno. Contaba con un pequeño restaurante en la planta baja, un modesto aparcamiento y lo más importante de todo: el número apropiado de huéspedes, ni excesivo ni escaso, a juzgar por los coches estacionados. Rulfo se inscribió con su nombre y dejó el carnet de identidad a una mujer gruesa de llamativo traje azul. Le dieron una habitación espaciosa con una cama de matrimonio y otra plegable. Se aseguró de que el lugar era cómodo y limpio, y luego se volvió hacia ellos.

– Aquí estaréis bien.

Se hallaban casi irreconocibles con la nueva ropa que les había comprado por la mañana. Él mismo había decidido prescindir de su atuendo de costumbre para vestir una cazadora y una camisa vaquera. Quería dar la impresión de una familia que, en el curso de un viaje, se detiene a reponer fuerzas. Por ese motivo había esperado al anochecer para llegar.

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