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– No es nada atribuible a Pemán -explicó Rulfo-. Según me contó César, solo unos cuantos poetas a lo largo de la historia han compuesto versos de poder inspirados por las damas. La inmensa mayoría ha creado únicamente poemas bellos pero inofensivos.

– Pues, entonces, no voy a poder ayudaros.

– No te preocupes. En casa tengo una buena colección. Iremos mañana, Raquel. Dispondrás de toda la tarde para seleccionar los libros. Y, cuando me ayudes a entrar en esa clínica, Eugenio, podrás acompañar a Raquel y me esperaréis allí. ¿Os parece bien? -Ambos asintieron y, por un instante, hubo silencio. Rulfo los observó: estaban tan cansados, o más, que él, pero no quería dejar ningún cabo suelto, particularmente un detalle que le parecía vital. Se dirigió a la muchacha-. ¿De cuánto tiempo crees que disponemos?

Ella meditó un momento.

– Primero, deben reunirse para realizar un ritual llamado de «Conjunción Final» y destruir la imago, y eso ha de ser en una fecha concreta… Si piensan dejarnos con vida hasta entonces… Bueno, quizá con mucha suerte nos queden tres semanas, hasta el próximo solsticio de invierno.

Rulfo y Ballesteros se removieron inquietos.

– Tres semanas -dijo el médico-. No es mucho tiempo para encontrar a esa… esa dama número trece. Si es que la encontramos…

– La encontraremos -afirmó Rulfo-. Ahora debemos intentar descansar. Es muy importante que recuperemos fuerzas.

La reunión se disolvió de inmediato.

El vestíbulo del Centro Mondragón se les antojó pequeño y gélido como una tumba. Había cuadros modernos, plantas decorativas y sofás de piel. Rulfo estaba completamente seguro de no haber visitado aquel lugar en su vida, lo cual reafirmó su hipótesis de que los sueños le indicaban una pista importante.

Una mujer se sentaba ante un ordenador en el mostrador de recepción. Habían decidido ya lo que iban a hacer, y Ballesteros fue el único que habló. Mostró su carnet de colegiado y su mejor sonrisa, y citó el nombre de un supuesto paciente que recibía atención psicológica en el centro. Se acodaba en el mostrador para hablar y apenas pronunciaba dos palabras seguidas sin sonreír. La mujer, de pelo rizado y teñido de caoba, le devolvía las sonrisas al tiempo que le ofrecía información. No, aquel centro no tenía ningún paciente ingresado, y no había médicos, solo psicólogos. Tampoco existían habitaciones con el número trece. Lamentablemente, no podía permitir que Ballesteros lo recorriera en aquel momento: había pacientes en terapia. Quizá, si viniera mañana a última hora… Pero se ofrecía a explicarle todo lo que necesitara, por supuesto. De vez en cuando, él le hacía una pregunta que la obligaba a mirar el ordenador. En un momento dado la mujer levantó la vista de la pantalla y no le pareció que hubiese cambiado nada.

Ni siquiera se había percatado de que el joven barbudo que acompañaba al médico había desaparecido.

Rulfo se deslizó por uno de los pasillos. En un recodo había una sala de espera ocupada por cinco o seis personas sumidas en su particular soledad. Por alguna razón, lo observaron con acritud. Siguió caminando sin detenerse y encontró un cuarto de aseo cuya puerta no daba a aquella sala. La abrió y entró.

Parecía diseñado para enfermos modernos. Sombras tajantes y rectangulares dividían las paredes, creadas por luces minimalistas. El aire se hallaba enriquecido con ambientadores caros. Estaba vacío. Escogió el último de los retretes de la hilera, entró y cerró la puerta con pestillo. Comprobó que aquel mecanismo ponía en marcha la luz y el extractor, de modo que prefirió no usar el pestillo y permanecer en la oscuridad. Si alguien intentaba abrir, siempre podía advertirle que estaba ocupado.

Ahora, todo consistía en esperar.

En el vestíbulo ocurrió por fin lo que Ballesteros deseaba: otro individuo abordó a la recepcionista. Le cedió el puesto gustoso. No quería finalizar aquella apasionante cháchara y dejar que la mujer tuviese tiempo de acordarse de su compañero, pero, sometida a un nuevo interrogatorio, pensó que no había riesgo de que tal cosa sucediera. Deseó mentalmente a Rulfo toda la suerte del mundo y se marchó.

Hölderlin. No podía olvidar a Hölderlin. Por fortuna, Rulfo poseía una edición original de sus Poemas de la locura. Ninguna traducción le habría servido.

Sacó el libro del estante, bajó de la silla sosteniéndolo con las dos manos y lo dejó cuidadosamente sobre la mesa, junto a los otros. Luego se detuvo a valorar su siguiente elección.

La noche anterior, Rulfo le había dicho a Ballesteros que los poetas que habían compuesto versos de poder eran relativamente escasos. A grandes rasgos, tenía razón. Pero existían grados muy sutiles, y ella empezaba a recordarlos. Omar Jayyam tenía un solo verso de poder en todo el Rubbaiyat, pero su efecto era tal que compensaba con creces aquella escasez. Pedro Salinas y Jorge Guillén, que nunca habían sido inspirados por las damas, albergaban auténticas bombas devastadoras en el espacio de dos o tres líneas. Byron había escrito una estrofa de incalculable destrucción, pero era preciso recitarla al revés.

Sin embargo, pensó que no podía perder el tiempo con los más débiles. Tenía que acudir directamente a los peligrosos.

El joven y enfermizo Isidore Ducasse, por ejemplo, célebre por su seudónimo de conde de Lautréamont, y sus Cantos de Maldoror. Había tanto poder en aquellos poemas en prosa que, según recordaba, una sola vida humana no bastaba para utilizarlo todo. Encontró una edición original en rústica y la depositó sobre la mesa. Junto a ella vio un ejemplar de The tower and other poems de Yeats. Recordó que Yeats había sido inspirado por Incantátrix, a quien había visto por primera vez en un sueño infantil, en Sligo, y luego, de adolescente, de pie sobre un farallón atacado por las olas, mortecina y vaporosa como la espuma del mar. También debía llevarse a Lorca. Supuso que Rulfo poseería una buena edición del Romancero gitano.

Senda un nudo en la garganta y tenía deseos de llorar. Todos aquellos nombres la visitaban acompañados de misteriosos recuerdos.

Se veía a sí misma mirando a través de los ojos de un gato mientras T. S. Eliot componía La tierra baldía. Recordaba haber hablado con el ciego Borges y el ciego Homero. Mantenía una vaga reminiscencia de túnicas y antorchas durante un ceremonial con Horacio. Alguna vez, John Donne había querido besarla. En cierta ocasión, había observado a Vicente Aleixandre mientras dormía, y, en otro tiempo y lugar, descubierto los ojos de Wordsworth entre una multitud de chiquillos que jugaban al aire libre.

Alguna vez había sido de otra forma. Pero nada de eso importaba ahora. ¿Acaso no lo había abandonado todo por una sola cosa?

No pienses en él.

Esa cosa intraducible, esa carne incapaz de escribirse, de recitarse, de contarse. Esa vida que, de repente, la había hecho sentirse también poderosa, pero de una forma que ningún poema hubiese podido otorgarle…

Sí, Rulfo tenía razón: la venganza era necesaria. Cuando solo era una ajena, se había vengado de la tiranía de Patricio. Ahora había recuperado la memoria y sabía quién era su verdadera enemiga. Ya me habías destrozado, Saga, ya habías acabado conmigo… Pero has cometido el error de pisotear los trozos Ya basta. Te lo haré pagar. Voy a por ti.

Escuchó el sonido de la puerta y se pasó la mano por las mejillas, secándose las lágrimas.

– Ya está -dijo Ballesteros entrando en el comedor-. Salomón se ha quedado en esa clínica… Ojalá tenga suerte. ¿Qué te pasa?

– Nada.

El médico la miraba desde el umbral con sus bondadosos y cansados ojos grises.

– ¿Te sientes bien?

– Sí… Es que… todo esto es muy complicado.

Él asintió, comprendiéndola. La muchacha volvía a vestir su ropa de costumbre. Tras varios pasos por la lavadora las prendas se habían convertido poco menos que en trapos descoloridos y ajustados con vestigios indelebles de manchas de sangre, pero a Ballesteros le pareció, al verla subida en aquella silla con los pies de puntillas, que no podía estar más atractiva. Echó un vistazo a su alrededor, algo avergonzado, y vio los libros apilados sobre la mesa.

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