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A su izquierda se encontraba la sala de espera; a la derecha, un rellano y unas escaleras. El pasillo continuaba hacia el fondo mostrando a ambos lados varias puertas como posibilidades cerradas. Apuntó la linterna hacia los letreros. El tramo que descendía estaba señalado con una flecha y una palabra: «Archivos». Las escaleras de subida mostraban otra indicación: «Salas de terapia E y O». Despreció ambas direcciones, avanzó un poco más por el pasillo y enfocó la primera puerta: «A1». Probó a abrirla. Cerrada.

Se detuvo un instante a reflexionar.

¿Y ahora qué, Lidia? ¿Bajo a los «Archivos»? ¿Subo a las «Salas de terapia»?

De repente quedó boquiabierto.

lidia

Dios mío.

Era casi inconcebible que no lo hubiese recordado hasta ese instante. Hasta ese mismo instante.

lidia garetti

Retrocedió sobre sus pasos y encontró la escalera que llevaba a los «Archivos». Doblaba en ángulo recto y finalizaba en un pequeño corredor con tres puertas cerradas. Sin embargo, cuando las enfocó con la linterna, la primera de ellas, suave y silenciosamente como el destello de una idea, se abrió.

Fue casi un déjà vu: revivió el momento en que la puerta metálica de la parcela de la joven italiana se había comportado igual. Sintiendo que el corazón le latía con fuerza, empuñó la linterna y entró. Era una habitación estrecha, sin ventanas, repleta de archivadores clasificados. Abrió el cajón de la letra «g» y le bastaron unos cuantos segundos para hallar lo que deseaba.

Sostuvo la tarjeta frente a la luz.

Lidia Garetti.

Su ficha. Su foto.

Recordaba nítidamente a Susana refiriéndole lo que aquella periodista le había contado. Lidia Garetti había recibido «tratamiento psicológico». Pero Susana no le había dicho dónde y él no le había preguntado. Naturalmente, en el Centro Mondragón, ¿verdad, Lidia? Era otra pista para mí.

En la tarjeta había una nota manuscrita, seguramente del terapeuta: «Solo dos sesiones. Abandonó la terapia». Abandonaste la terapia porque no habías venido a eso, ¿no es cierto? En realidad, viniste a dejar una filacteria. Visitaste este lugar hace años para dejarme otra pista, como las del abuelo de César o Rauschen. Otra pista. Pero ¿cuál?

Siguió leyendo. Las dos sesiones las había recibido en una única sala: la E 1.

La E 1.

Dejó la ficha en su sitio, cerró el cajón, salió del cuarto y cerró la puerta. Subió las escaleras hasta la planta baja, llegó a la encrucijada y ascendió por el tramo que llevaba a las salas de terapia.

En el rellano de la segunda planta encontró otra sala de espera y otro pasillo. Se introdujo en él. Pero, al llegar al recodo, se paró en seco. Alguien se acercaba apuntándolo con una linterna. Durante unos segundos permaneció conteniendo la respiración, asustado, intentando improvisar alguna excusa creíble. Entonces comprendió que se trataba de un espejo. El espacio en aquel corredor se prolongaba mediante espejos que reflejaban las puertas frente a ellos. En el reflejo de la primera leyó:

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Se volvió hacia el original, cuya placa ostentaba: E1.

Aquélla era, pues, la habitación número trece.

En ese preciso instante la puerta se abrió con el mismo silencio enigmático que la de los archivos del sótano.

Rulfo la empujó con suavidad y se asomó al oscuro interior. La linterna reveló un diván, una pared con diplomas, una orla universitaria, un escritorio, dos sillas enfrentadas. Por un instante se quedó allí plantado. Algo le impulsaba a detenerse, a no entrar. (Lasciate.) No sabía lo que era, quizá el mismo temor que le había hecho titubear en casa de Lidia, frente al acuario, o en la puerta del almacén abandonado. (Lasciate ogne speranza.)

Luego la sensación pasó. Tomó aire lentamente, entró y se volvió hacia el ángulo que le quedaba por contemplar, oculto tras la puerta. Apuntó hacia allí la linterna y lo que vio casi le hizo soltar un grito. Sentado en una silla, de espaldas, aguardaba un hombre.

El paciente de la habitación número trece.

Ballesteros volvió a mirar el reloj. Iban a dar las doce y media. Hacía ya más de cuatro horas que el Centro Mondragón había cerrado. ¿Cuánto tiempo necesitaría Rulfo para recorrerlo?

Le ha sucedido algo.

Se sentía inquieto. Observó la cómoda del dormitorio, donde se erguían nuevas columnas de libros cuidadosamente seleccionados. La muchacha seguía rastreando en el altillo.

Le ha pasado algo, seguro. Lo han pillado. Quizá debería acercarme por allí, aunque solo fuera…

– ¿Quién puede ser? -dijo ella de repente-. Tiene una colección entera.

Le mostraba un retrato enmarcado donde se veía a Rulfo abrazado a una joven de cabello oscuro, muy atractiva, con prodigiosos ojos verdes.

Ballesteros no la había visto jamás, pero de inmediato supo de quién se trataba.

– Debe de ser su chica… Quiero decir, esa que murió, Beatriz Dagger. ¿Salomón no te ha hablado nunca de ella…? -La muchacha negó con la cabeza. Seguía sacando retratos-. A mí me lo contó. Fue muy triste. Creo recordar que llevaban apenas dos años de relaciones, pero, al parecer, se querían mucho. Entonces ella tuvo un accidente muy estúpido y todo terminó.

Raquel había devuelto la mayoría de los retratos al altillo pero había conservado uno que mostraba únicamente el rostro de la joven. Lo sostuvo entre las manos y lo miró detenidamente, con curiosidad.

La linterna bailoteaba sobre la nuca del hombre. Parecía joven y corpulento, de anchos hombros. Tenía los cabellos negros y bastante largos. Algo en su aspecto, incluso de espaldas, le resultaba familiar, como si lo hubiese visto antes. De lo único que estaba seguro era de que aquél era el tipo con quien había venido a hablar.

Lo más raro de todo era que no parecía haberse percatado de su presencia. Continuaba sentado e inmóvil en la oscuridad. Rulfo dio un paso y se enjugó los labios resecos.

– Oiga, no tiene nada que temer… Solo quiero charlar con…

Entonces el hombre giró en el asiento.

Ballesteros se interrumpió al ver su semblante.

– ¿Qué te ocurre…? ¿Qué pasa…?

Ella miraba el retrato frunciendo el ceño, como si algo de lo que contemplaba la confundiera; luego volvía a su expresión inicial de indiferencia y movía la cabeza en sentido negativo para, instantes después, mostrar de nuevo aquel súbito interés.

– ¿La conoces? -preguntó Ballesteros.

Una alarma saltó por los aires, enloquecida, engullendo el ruido de cristales rotos. Alguien acababa de forzar las puertas de aquel centro psicológico privado, pero no para penetrar sino para salir. El culpable echó a correr desesperadamente bajo la madrugada silenciosa. Sin embargo, un hipotético testigo habría manifestado sus reservas a la hora de afirmar que aquel hombre era un ladrón. Por ejemplo: no llevaba ninguna bolsa con objetos de valor o dinero. O, por ejemplo: su expresión no mostraba la ansiedad esperanzada del ratero que confía en no ser atrapado, sino el horror absoluto de quien sabe que ya ha sido atrapado, vaya donde vaya y corra cuanto corra.

Atrapado.

Para siempre.

– No, no la conozco… Solo me ha parecido que… -Sacudió la cabeza-. No, no es nad…

En ese instante se abrió bruscamente la puerta del dormitorio.

No lo habían oído llegar y ambos se sobresaltaron. El retrato que ella sostenía escapó de sus manos, centelleó a la luz de la lámpara una fracción de segundo, se estrelló contra las baldosas

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