– Cállate.
– … lo ha torturado y asesinado delante de tus ojos, y ahora se ríe de tu sufrimiento mientras tú te arrodillas ante ella y gimes: «¡No podemos hacer nada, es imposible, es imposible…!».
De repente sucedió algo. Ambos hombres lo sintieron a la vez. Fue como si la temperatura de la habitación descendiera varios grados. Rulfo, que se disponía a hablar de nuevo, se interrumpió bruscamente.
– Sea -dijo ella. Su voz no sonaba distinta: era la de una mujer joven, la de Raquel. Pero ambos hombres se estremecieron al oírla-. Sea -repitió, en un tono más bajo.
– ¿Nos ayudarás? -preguntó Rulfo, casi implorante.
La muchacha asintió con la cabeza una sola vez. Ni Rulfo ni Ballesteros albergaron dudas sobre la sinceridad de sus intenciones.
– La última dama es la que otorga cohesión al coven, y por eso mismo es la más débil… Nunca aparece con las otras: permanece oculta en algún lugar y, desde él, interviene uniendo al grupo. Su identidad y el lugar donde se esconde son las primeras informaciones que te borran cuando te expulsan.
– ¿Tiene también una imago?
– Su imago es, justamente, el lugar donde se oculta Se llama receptáculo. No es necesariamente una figura de cera, cómo en el caso de las otras: puede ser cualquier cosa, incluso un ser vivo. Hallarlo es casi imposible.
– Pero, si diéramos con eso y lo destruyéramos…
– El receptáculo no puede ser destruido… Sin embargo, el solo hecho de encontrarlo y hacerla salir, pondría en peligro al coven Pero eso solo sería el primer punto a nuestro favor: luego tendríamos que enfrentarnos al coven.
La muchacha calló, aguardando una nueva pregunta. Mientras valoraba aquella información, Rulfo recordó sus últimos sueños: las puertas de cristal adornadas con abetos, la habitación con el número trece en la puerta y la enigmática frase de Akelos: «El paciente de la habitación número trece lo sabe». Pero ¿qué significaba eso? ¿Era una pista para hallar el receptáculo…? Y, si era así, ¿cómo interpretarla? ¿Se trataba, acaso, de un lugar real? Ballesteros no había sabido relacionar su descripción con ninguna clínica que él conociera.
Entonces recordó otra cosa.
– Esperad: las investigaciones de Herbert Rauschen… César sospechaba que sus informes sobre alumnos y profesores tenían como objeto hallar a esa dama. Me pregunto si estaba buscando el receptáculo, y si llegó a encontrarlo…
– Pero ellas eliminaron a Rauschen -objetó Ballesteros-. Tú mismo me lo dijiste.
– Sí, pero César se llevó sus archivos y los estuvo examinando… No responde al teléfono, pero intentaré entrar en su casa sea como sea y encontrar esos archivos. Es nuestra única posibilidad.
– Es buena idea -admitió Ballesteros-. ¿Y nosotros?
– Mejor que permanezcáis juntos hasta que regrese.
Se volvieron hacia ella. La muchacha parecía pensativa, con las piernas flexionadas sobre el sofá bajo el albornoz de Ballesteros, las rodillas ribeteadas por la luz del amanecer. Su cabello negro le pintaba sombras en el rostro. Era increíblemente hermosa. Tan hermosa que parecía prohibida. Ballesteros la miraba con un interés no exento de ciertos matices en los que no deseaba pensar y que su conciencia le reprochaba.
– De acuerdo -dijo ella por fin. Y repitió-: De acuerdo.
Llegó ese mismo día, al atardecer. Es nuestra única posibilidad, pensaba mientras subía en el viejo ascensor. Si los archivos no están y han eliminado a César… Pero no deseaba enfrentarse a eso. Aún no.
La puerta del ático se hallaba cerrada y silenciosa. Recordó la vez que los había visitado, semanas antes, para involucrarlos en aquel horror. Supo que solo había una forma de expiar su culpa. Llamó y esperó. Llamó otra vez. Y otra. Se disponía a intentar forzar la cerradura cuando percibió ligeros ruidos en el interior. Bendito seas, César, estás vivo.
La puerta se abrió, pero Rulfo quedó aturdido al contemplar el rostro que lo miraba desde la abertura: un espectro de cabellos grises y revueltos y mejillas hundidas. El hedor llegó después a sus sentidos como otro pequeño e inseparable fantasma.
– ¿Salomón…? Pasa…
El interior del ático se hallaba plagado de oscuridad y olores: de la primera tenían la culpa las persianas cerradas, una de ellas oblicua y rota; de los últimos, las posibilidades se repartían entre la podredumbre, el tabaco, la marihuana, el sudor y un pungente aroma a papel quemado. Había una silla volcada, una cortina en el suelo, botellas de licor rotas, libros y revistas desparramados y enormes manchas sobre las bonitas alfombras. Nada quedaba del sofisticado lugar donde, alguna vez, César y Susana habían jugado a la felicidad.
– ¿Qué ha ocurrido, César?
Su viejo profesor lo miró como si aquélla fuera la pregunta más inesperada de todas. No vestía una de sus lujosas batas de seda sino una camisa larga que alguna vez había sido azul oscura, y pantalones de pana. Estaba en calcetines. De repente se llevó un índice tembloroso a los labios.
– ¡Chist…! No hablemos tan alto… No quiero despertarla…
Rulfo se puso rígido.
– ¿A quién?
– A quién va a ser… -César se había apartado de él y caminaba encorvado por el estropicio del salón-. A Susana.
– ¿Susana está aquí? -Rulfo sentía en la garganta el obstáculo denso del miedo.
– Claro, como siempre. En el cuarto.
Avanzaron como espectros hasta la habitación clausurada donde habían discutido durante su última visita. César cogió el pomo y lo hizo girar. La puerta se abrió milimétricamente descubriendo una franja de luz, la mullida alfombra, el televisor…
Rulfo lo miraba todo completamente tenso, con los puños apretados, esperando ver aparecer en cualquier momento Dios sabía qué. Su corazón se había convertido en un mazo manejado por un loco.
– ¿Susana? -llamó César-. ¿Susana…? Mira quién ha venido…
La puerta se abrió del todo.
No había nadie en la pequeña habitación. César pareció desconcertado.
– Debe de estar… Claro, en el dormitorio… -Entonces se volvió hacia Rulfo y le mostró los dientes-. ¿Por qué tanto interés por ella, Salomón…? ¿Es que sigues follándotela?
Siempre habían existido dos Rulfos, y el primero miraba con malos ojos el impulso irracional del segundo. En aquel momento ocurrió igual: se odió a sí mismo cuando aferró a César de la camisa y lo arrojó sobre el sofá, aquel mueble destellante del que tan orgulloso se sentía su antiguo profesor. César se dejó maltratar como un muñeco de ventrílocuo y, una vez allí, no hizo ningún intento por levantarse. Simplemente, le sonrió con una mueca de dientes devastados.
– No te preocupes… Hace tiempo que me acostumbré a lo vuestro… Además, ella te prefiere a ti… Al querido alumno… Conmigo no tiene ni para empezar…
Decidió no hacerle caso. Se ha vuelto loco. Sin duda, ellas lo han visitado. Debe de tener un verso en el cuerpo. Se encontraba exhausto y empezaba a comprender que aquel estado afectaba sus nervios. Retrocedió tambaleándose y se dejó caer en la moqueta. Ambos hombres jadearon durante un rato.
– César, ayúdame -rogó Rulfo-. Si puedes entenderme, ayúdame. Quiero destruirlas. Por lo que le han hecho a Susana… Por lo que te han hecho a ti…
– No podrás. -Alzó una mano temblorosa-. Olvídalo. No pueden ser destruidas. Son poesía. Morir non puote alcuna fata mai… Las hadas no pueden morir, lo dice Ariosto.
– Déjame que lo intente.
– No, ni se te ocurra. No, no, no. Acabarás como mi abuelo. Disfrutó mucho, el jodido viejo, pero se volvió loco de remate… Debes andarte con cuidado… La poesía no perdona. Tiene garras de milano. ¿Recuerdas a Leticia Milano…? La poesía te aferra y te lleva por los aires hasta que no puedes respirar… Hasta que el oxígeno te incendia los pulmones y el cerebro. Hay que ser… respetuoso.