– ¿Dónde están los archivos que te llevaste de casa de Rauschen?
– Los he leído. Todos.
– He venido para que me hables de eso. ¿Dónde están?
– Aquí. -Se señaló la cabeza.
– Pero el CD, ¿dónde está?
– Destruido. El ordenador también…
– ¿Cómo…?
– ¡Chist…! No grites. No grites, por favor. Me duele la cabeza. Además, vas a despertarla. Susana está arriba. Es increíble lo que me cuenta todas las noches.
Rulfo cerró los ojos, pero en esta ocasión no perdió los estribos. Estaba intentando razonar.
– ¿Susana te habla… por las noches?
– Claro, no te fastidia. A ver si te crees que todo va a ser «follar como chiquillos», como decía Rimbaud… Tiene la piel tan fría que no tendrías que echarle hielo al whisky si lo dejaras un rato entre sus tetas. Pero sigue siendo un placer estar con ella… Es una chica escalofriante… ¡Escalofriante, ésa es la palabra!
Pensó, estremecido, que César podía estar hablando de Baccularia, o quizá de Lamia. O puede que solo fuera una proyección de ellas en su pobre cerebro. Ahora le dolía horriblemente haberlo golpeado.
– ¿Qué es lo que te dice?
– Oh, demasiadas cosas… Me la pone tiesa oírla hablar, diga lo que diga. Pero me ha quitado la poesía. Eso es lo peor. La ha barrido del todo, zas. He quemado mis libros. Bueno, estoy en ello… Selecciono, y arrojo al fuego… Soy Don Quijote y el cura a la vez. Pero no sirve de nada, porque me estoy volviendo poesía. ¿Sabes cómo es…? Una sensación muy rara… Como si tuvieras las ventanas de la cabeza abiertas y los pájaros pudieran atravesarte de aquí a aquí. -Se señaló ambas sienes-. Como un disparo, ¿entiendes…? De modo que… es muy difícil… destruirlas… porque ellas te convierten en lo que son. Lo peor es que rechazar la poesía también es poesía. Bricht das matte Herz noch immer… Pasa igual con el amor. La poesía es la enfermedad del mundo, Salomón, la fiebre de la realidad. Acecha al hombre en una esquina. Vas caminando tan tranquilo un día, y, cuando menos te lo esperas, la poesía salta y… te come.
– César…
– Son trece. Como las trece últimas líneas de un soneto… Los sonetos tienen catorce versos, pero, en la simbología que ellas utilizan, el primer verso carece de número: somos los humanos; y el último, carece de nombre: es la número trece.
– Dime dónde está la número trece.
– En el vacío…
Ahora César parecía medio dormido. Lanzando un grito de frustración, Rulfo se levantó y salió de la habitación sin preocuparse de cerrar la puerta.
El CD. Quizá lo conserve todavía.
Recorrió el salón y advirtió el ordenador portátil de César en el suelo. Tenía la pantalla destrozada y carecía de disco duro. Apartó las pilas de libros a patadas. En la chimenea descubrió una ingente masa de papel carbonizado y restos de hollín en la alfombra. Olía fuertemente a quemado y algunos lugares de la alfombra habían ardido. Fue vagamente consciente del peligro que ello representaba, pero en aquel momento no podía preocuparse por eso. Revolvió entre la hojarasca negra sin encontrar nada. Fue a la cocina y registró en vano la basura, que, curiosamente, se hallaba pulcra, casi vacía: apenas había unas cuantas servilletas de papel arrugadas.
– ¿Sabes que mi abuelo fue un puñetero pederasta? -César seguía hablándole desde el cuarto.
– Sí -dijo Rulfo sin escuchar y salió de la cocina.
El dormitorio.
– En serio, Leticia Milano lo volvió loco proporcionándole niños en París… Te confieso que… ¡Eh! ¿Adónde vas…? ¡Despertarás a Susana…!
Rulfo subía las escaleras en dirección al dormitorio abuhardillado. Era el último lugar que le quedaba por registrar.
Sintió el espantoso hedor a mitad de camino. Era mucho peor que en la planta baja.
– No hagas ruido… Si se despierta, se enfadará… Ya la conoces…
Con una mano tapándose la nariz, empujó la puerta.
La escena le recordó lo ocurrido en casa de Ballesteros la noche previa. Toda la habitación parecía un matadero. La sangre hacía ya mucho tiempo que se había secado en las paredes. Pero, en el suelo, a los pies de la cama, en medio de un mar inmóvil y espeso color rojo oscuro, había algo más. Al pronto no supo qué podía ser. Una bola húmeda, un animal retorcido. Entonces distinguió las líneas de una columna vertebral doblada, unas piernas flexionadas y roídas hasta las rodillas, muñones de brazos, el cabello pajizo sucio y pegado al cráneo y (cuando dio la vuelta alrededor de aquella cosa)
Ouroboros
la boca abierta, fracturada, adosada a una de las piernas,
Es Ouroboros
paralizada por fin.
Había pensado en matar a César antes de irse, pero al final le había faltado valor. No había descubierto ningún verso en su vientre, pero sospechaba que, con su antiguo profesor y amigo, las damas habían hecho gala de una gran sutileza. Lo habían enloquecido, simplemente, haciendo que Susana regresara junto a él.
¿Verdad? De regreso a casa. Una gran sutileza, Saga. Te felicito.
Conducía en medio de luces parpadeantes y húmedas, con toda la rabia de que era capaz el acelerador. Ya solo les quedaba una oportunidad: que Raquel recordase algo importante.
Un coche le bloqueó el paso en un cruce y Rulfo hizo sonar el claxon como una trompeta destrozada. Escuchó insultos pero siguió adelante.
Raquel era la única esperanza que poseían. Pero ¿qué otra cosa iba a recordar que no hubiese recordado ya?
O bien Lidia. Que Lidia volviese a comunicarse con ellos. Pero estaba seguro de que los sueños ya habían finalizado. ¿Acaso sería cierto que otra dama en el coven estaba intentando ayudarles…?
Un semáforo lo amenazó con su luz amarilla. Pensó que podía pasar, pero el coche que tenía delante frenó y, maldiciendo entre dientes, él se vio obligado a hacer lo mismo.
¿Qué iba a decirles a Ballesteros y a la muchacha, que aguardaban su regreso anhelantes? Lo siento. Pista falsa. No podemos contar con los archivos de Rauschen.
El semáforo demoraba en cambiar. Impaciente, desvió la vista hacia la acera.
Y vio una puerta corredera de cristal flanqueada por dos pequeños abetos.
La joven Jacqueline contemplaba el paisaje desde un diván de la terraza de su villa de la Costa Azul, construida sobre un acantilado. A decenas de metros a sus pies rugía la incansable maquinaria del mar. Era de noche, y a lo lejos había estallado una muda tormenta eléctrica. Una brisa fría, pero aún soportable en esa latitud, agitaba los pliegues de su albornoz a rayas.
Estaba rodeada de sensaciones gratas, pero se habría sentido igual de bien encerrada en un ataúd bajo tierra o en medio de las llamas. Sus profundos y cuidadosos placeres no tenían nada que ver con la realidad que la ceñía. Eran felicidades de otro tipo, goces íntimos que la sumergían en un paraíso de sensaciones cuya duración podía dilatar a su capricho.
Jacqueline existía solo desde hacía veintidós años. Era una jovencita vivaracha, delgada, menuda, de pelo corto y ojos castaños. Había nacido en París, era rica, vivía sola, carecía de familia y amigos, parecía feliz. Y era muy amable. Así la consideraba la tropa de inmigrantes que atendía su lujosa residencia. Siempre sonriente, siempre alegre, mademoiselle. Muy amable.
En cuanto a aquello que había dentro de ella, la otra, la que habitaba en su mirada y nunca parpadeaba, era más antigua que muchas de las cosas que en aquel momento contemplaba. A veces, Jacqueline se divertía pensando qué opinarían sus doncellas, sus criados, todos los ajenos que se afanaban diariamente en cuidar de su casa y su persona, sobre la otra. Qué dirían si pudieran verla y ser capaces, después,
de pensar
o respirar.
Sus labios se curvaron en una dulce sonrisa. En comunión con aquel suave gesto, el horizonte se iluminó con un relámpago.