– Lo sabrás, Salomón -repitió el cadáver de la muchacha-. Más pronto de lo que piensas. Y César y yo nos alegraremos cuando lo sepas. Cuando sepas la verdad sobre los muertos…
Entonces todo estalló.
rojiza, la luz del alba
Era como si un cuerpo hubiese reventado allí dentro: paredes, suelo y techo se hallaban cubiertos de manchurrones de sangre fresca. La muchacha gritaba desde la cama con el rostro y los cabellos formando grumos de color rojo. La explosión de sangre había alcanzado a Ballesteros y Rulfo, salpicándoles el rostro y la ropa. El médico ya no veía a Julia: en su lugar, había otra criatura, una niña rubia, la más hermosa que había contemplado jamás. Estaba desnuda, llevaba un pequeño adorno de oro colgado del cuello y permanecía erguida en el centro de la habitación como un soldado satisfecho de su trabajo. Sus muslos y espinillas relucían de sangre. Miraba a Ballesteros con ojos tan azules y abiertos como el cielo sobre el océano.
Y sonreía.
– ¡No te acerques! -exclamó Rulfo sujetándolo-. ¡No te acerques a ella…!
Pero Ballesteros le desobedeció. No sabía bien qué era lo que pretendía hacer, quizá nada, porque tampoco deseaba dañar a una niña, pero empezó a manotear desesperadamente como si se enfrentara a un insecto repulsivo.
Entonces la oyó decir algo, una frase suave y rápida similar a «Beber muerte copa rubí», y se encontró atenazando el aire. Miró a sus pies justo a tiempo de ver escurrirse bajo la cama, como sabandijas rosadas, dos delgadas piernas.
Rojiza, la luz del alba penetraba por los cristales de la terraza. Ninguno de los tres había descansado aquella noche. Sentían una fatiga extrema, pero también esa clase de ansiedad que concede un amplio crédito de fuerzas a los cuerpos extenuados.
– El mensaje ha sido claro: nos han dejado con vida porque siguen pensando que hay otra traidora. Cuando destruyan la imago de Akelos, se encargarán de nosotros. Tenemos de plazo hasta entonces.
Ballesteros intentaba escuchar a Rulfo, aunque, de vez en cuando, los ojos se le cerraban y daba una cabezada imprevista. Su cuerpo le pedía dormir, pero él no estaba dispuesto a complacerlo todavía. Y, desde luego, cuando lo hiciera, no iba a acostarse en ninguna cama Se echaría en el tresillo y le dejaría la cama a Rulfo. Después de haber visto a aquella cosa desaparecer bajo una de ellas, las camas de su apartamento le producían náuseas.
Recordó una vez, de niño, en que su padre había perseguido a una rata por los rincones de la vieja casa familiar hasta acorralarla bajo un lecho, y cómo había tomado aliento antes de agacharse enarbolando el atizador de la chimenea. Él había hecho lo mismo ahora: había tomado aliento antes de agacharse y mirar.
La única diferencia: su padre había matado a la rata; él, no. Pero había logrado ver, antes de que desaparecieran, una fina columna vertebral, apretadas y pequeñas nalgas y un par de piernecitas como látigos brillantes.
No era una rata, era una niña sin ropa. Y había desaparecido dejando tras de sí una habitación chorreante de sangre.
Rulfo le había explicado que no debía darle demasiada importancia a lo que habían visto, o creído ver: se trataba de imágenes que las damas elaboraban con versos, falsas proyecciones creadas para atemorizarles. Sin embargo, no todo había sido una alucinación: la sangre era muy real, aunque, por fortuna, no pertenecía a Raquel, que no estaba herida, solo cubierta de cabeza a pies por aquella sustancia y sumida en una crisis de nervios. Una ducha tibia había arreglado a medias ambos problemas. Ballesteros y Rulfo también se habían lavado y cambiado de ropa. Ahora, la muchacha vestía un albornoz de Ballesteros (que le quedaba como un desmesurado abrigo de piel) y encogía las largas piernas sobre un sofá. Estaba pálida y, por supuesto, extenuada, pero parecía más pendiente de las palabras de Rulfo que nunca.
– Lo recordé hace un momento. Solo había doce damas en la mansión. Estuve pensando en eso todo el tiempo. La número trece permanece oculta, pero no porque sea la más fuerte sino por todo lo contrario. Quien la encuentre, puede destruir al grupo entero. Propongo que lo intentemos. Es la única posibilidad que tenemos de luchar.
– Yo estoy de acuerdo -dijo Ballesteros de inmediato-. No sé qué es todo esto, pero sé que han usado… la imagen de mi mujer para amenazar a mis hijos… -Se detuvo. Sentía escalofríos al recordarlo-. Quiero hacerles daño.
Rulfo miró a Raquel. Su colaboración le parecía imprescindible. Si la muchacha no los ayudaba, estaba seguro de que no iban a conseguir nada.
– Es absurdo -dijo ella por fin. Hablaba con lentitud. Parecía esforzarse en pronunciar cada frase-. Os oigo decir cosas… No sabéis… -Movió la cabeza, como harta de constatar aquella profunda ignorancia-. Es un coven… No tenemos la menor posibilidad contra un coven. Ni siquiera la tendríamos contra una sola de ellas… Sois… Somos simples humanos, ellas no.
– ¿Qué son? -preguntó Ballesteros-. ¿Qué diablos era esa niña? ¿Qué son todas?
– Brujas -replicó la muchacha.
El médico sonrió tras una pausa, pero sus ojos habían perdido cualquier rastro de humor.
– ¿Mujeres montadas en escobas que bailan en aquelarres…? Eso no existe.
– Tienes razón. Eso no existe. Pero las brujas sí. No montan en escobas ni bailan en aquelarres: recitan versos. Son las damas. Su poder es la poesía, el mayor de todos. Nada ni nadie puede hacerles nada. Nada ni nadie puede enfrentarse a ellas.
Rulfo se estremeció al percibir el orgullo soterrado pero evidente que revelaba aquel tono de voz.
– En cualquier caso -intervino con renovado énfasis-, nada de esto nos hubiera ocurrido de no haber sido por los sueños. Seguiríamos llevando nuestra vida normal y probablemente habríamos muerto ignorando la existencia de las damas, como la mayoría de las personas… Ellas nunca se mezclan directamente en las cosas. Inspiran a los poetas y luego usan sus versos, pero están acostumbradas a hacerlo tras los bastidores desde hace siglos. Lo que nos ha ocurrido es, simplemente, que nos hemos cruzado en su camino. Y lo hemos hecho porque una de ellas, Akelos, nos ha llamado, nos ha pedido ayuda. Ahora estoy seguro de que los planes de Akelos fueron largos y complejos: Leticia Milano, el abuelo de César, el retrato y el papel con la lista de las damas que encontré en casa de Lidia Garetti… Creo que Akelos ha ido dejándonos pistas en el pasado para que llegáramos a este punto. Eso significa que aún podemos hacer más. Podemos dañarlas encontrando a la dama número trece…
– Es imposible hallarla, Salomón. -La muchacha sacudió la cabeza-. Imposible.
– ¿Por qué estás tan segura?
– Lo estoy.
– Entonces -dijo Rulfo con fría rabia-, la solución es más fácil. Sigamos aguardando con los brazos cruzados a que Saga envíe a Baccularia para torturarnos otra vez con imágenes de nuestros seres queridos. Quizá ocurra esta tarde, esta noche, mañana, la semana que viene o dentro de un mes… Y cuando se harte, esperaremos a que acabe con nosotros como hizo con tu hijo…
– No lo menciones.
La advertencia, pronunciada con idéntica suavidad a todo lo que ella había dicho hasta entonces, tenía cierta cualidad de amenaza que hizo que Rulfo se envarara. Por un instante contempló sus fríos ojos tras la espesura del cabello húmedo. Presiónala. Hazla reaccionar. Tomó aire y prosiguió, alzando la voz.
– ¿Sabes qué me gustaría, Raquel…? Me gustaría que miraras de esa forma a la verdadera culpable. Pero, claro, Saga es demasiado poderosa, ¿no…? ¿En qué te ha convertido, a base de darte latigazos…? -Vio que sus gruesos labios temblaban. Pero solo sus labios. Los ojos lo miraban con terrible y negra dureza-. ¿Qué ha hecho de la poderosa Saga que fuiste…? Después de pisotearte, hundirte en el fango, hacerte vivir en completa humillación… ¿Qué más te ha hecho…? Voy a decírtelo. Te ha despojado de lo único que amabas, de lo único que has amado de verdad…