– Soy todo oídos.
– En una mujer solitaria, temerosa y excéntrica. Una ermitaña, una acomplejada… Una Dafne obsesivamente virgen, transformada en el «laurel» de sus éxitos literarios. -Anoté todo aquello. La inspiración se había desatado en mi cerebro, había roto los diques. Movía el bolígrafo al mismo tiempo que hablaba-. Y cuando su madre murió, ella…
Cara Fofa, que estaba apuntando algo en su libreta, se detuvo y dijo:
– Ah. ¿Su madre murió?
– ¡Sí! ¡Cuando Natalia tenía 17 años!… ¿No es usted viudo? ¡Pues pongamos que la madre murió!
– Muy bien.
Hubo un silencio muy puro mientras ambos apuntábamos aquel dato.
– Cuando su madre murió, ella supo que nada la ataba a la casa de sus padres. Y vino a Madrid. Sola. A estudiar filología y abrirse paso en una afición que le había gustado desde siempre: escribir.
En aquel momento Cara Fofa abrió desmesuradamente los ojos. El repentino cambio de su actitud casi me asustó. Un súbito maquillaje adornaba sus redondas mejillas.
– ¡Oh! ¡Abandonó a su padre, que en aquel momento estaba solo! -exclamó.
– ¡Sí! ¡Porque hubiera sido incapaz de convivir con él! ¡Se había hartado de su silencio! ¿Es que no lo entiende?
Cara Fofa se secaba el sudor con un pañuelo doblado.
– Es difícil de entender… ¿Y después?
«Soledad, vacío, depresión», recordé. Y se hizo la luz en mi interior. Las piezas empezaron a encajar con pavorosa sencillez.
– Él murió -dije sin la menor vacilación, mirándolo fijamente a los ojos-. Agonizó en un hospital de Ciudad Real. Ella no fue a verlo ni siquiera entonces.
– ¿Cuándo ocurrió eso? -preguntó Cara Fofa con expresión agonizante.
– En diciembre de 1998.
«Y de esta forma, el rompecabezas queda listo», razoné. Añadí:
– Y ella se deprimió después.
– ¡Y qué! -Adán Nadal había pronunciado esto en un tono muy amargo. Nos retamos con la mirada durante un instante-. ¡Y qué, si se deprimió! ¡Abandonó a su padre cuando él más la necesitaba!… ¡No fue a verlo al hospital mientras agonizaba!… -Su furia me sorprendía. Se había erguido en el asiento. Expulsaba cristales de saliva con las palabras. Bizqueaba hasta extremos inconcebibles: como si sus ojos pugnaran por fundirse en uno solo, inmenso, teológico, en el centro de aquel ceño bañado de sangre-. ¡Eso es un error!… ¡Eso está mal!… ¡Debe usted cambiarlo!…
«Tiene razón», pensé. Revisé mis notas rápidamente, buscando alguna explicación que ofrecerle. Al fin dije:
– Ella hizo mal, es cierto. Pero saldó sus cuentas con el intento de suicidio.
Cara Fofa se calmó de inmediato.
– ¿Intento de suicidio?
– Natalia se deprimió tras la muerte de su padre. Quiso quitarse la vida en abril de este año.
– ¿De qué forma?
– Se estrelló con su coche.
«Oh», dibujaron los labios de Cara Fofa, pero no escuché sonido alguno.
– ¿Sobrevivió? -dijo mientras escribía.
– Sí. -Y, tras una pausa, pregunté-: ¿Qué cree usted? ¿Él sería capaz de perdonarla?
Se encogió de hombros.
– No lo sé. Le repito que me resulta muy difícil inventar. ¿Y ella? ¿Lo ha perdonado a él?
– Sí -dije, y lo anoté-. Lo ha perdonado muchas veces, en el silencio del insomnio y la inspiración, frente al teclado del ordenador, por boca de sus personajes, una y otra vez… No ha podido comprenderlo, pero lo perdona. Perdona su frialdad, su distancia, su carácter siempre enigmático… Sigue viendo sus ojos grandes y fijos, percibe aún la misma falta de cariño que sufrió durante toda su vida por parte de… de… -Y el nombre surgió de repente, como un vómito-: Adán Guerrero, empresario… -Me detuve y observé a Cara Fofa-. Natalia estaba sola y era una niña. Su padre no fue capaz de comprender eso.
– ¿Y ella? -dijo Cara Fofa-. ¿Se perdona a sí misma?
Lo pensé detenidamente. Era una pregunta extraña. No me la había planteado aún.
– Eso es algo que tendré que decidir -respondí. De improviso mi interlocutor recogió sus papeles y se incorporó.
– ¡Ah, señor Cabo, estoy emocionado! -Me tendió la mano-. Es la felicidad del hallazgo, ¿verdad? Ya pueden darse la mano el padre de Natalia y Natalia… Creo que han terminado comprendiéndose. Revisaré y reformaré mi novela enseguida. ¡Esta visita ha resultado muy productiva… confío en que para ambos! -Asentí con un gesto-. Nada de padres enigmáticos ni hijas ideales… ¡Seres humanos, con sus defectos y virtudes!
Se detuvo en la puerta y añadió, satisfecho:
– El padre ya puede morir en paz.
Y su figura desapareció en medio de la noche.
Adán Guerrero, el padre de Natalia, era empresario. Fue siempre un hombre taciturno, frío, poco dado a los suaves rituales del cariño. Su mirada era fija y vidriosa; su bigote, oscuro; la apariencia, robusta; su color preferido, el gris. Un vestigio de sus pálidas facciones -los rasgos fofos, el rostro redondo- persiste en la cara de Natalia, que también heredó de él la frialdad y la diamantina dureza de carácter. Cuando la madre murió, Natalia se marchó de casa. Nunca más volvió a ver a su padre. Los orgullos mutuos eran polos del mismo signo: cuando uno de ellos avanzaba, el otro retrocedía.
Adán Guerrero murió, tras encarnizado combate con su propia vida, en diciembre de 1998. Una escueta llamada de su tío paterno informó a Natalia del estado de su padre, pero ella permaneció en Madrid. Otra breve llamada…
Terminé de narrar el largo y doloroso proceso de la muerte de Adán Guerrero a las once en punto. Natalia había recibido la noticia con frialdad, pero, poco a poco, había empezado a deprimirse. Y el día de su cumpleaños había apretado el acelerador de su Opel cada vez más mientras un vago sentimiento de hastío y desprecio hacia sí misma arrasaba todos sus recuerdos. A ella le había intrigado aquella conducta, ya que siempre había pensado que su padre no le importaba. Pero ahora sabía el motivo. Su padre le había importado demasiado, y ahora lo sabía.
Mi personaje estaba listo.
«Dios mío -rogué-, haz que sirva para salvar a esa mujer. Ayúdala, Dios mío, salva su vida, sea quien sea, sálvala, te lo suplico.»
Faltaba completar algún que otro aspecto de la historia (particularmente, el estado actual de Natalia tras su intento de suicidio), pero me sentía extenuado. «Cerraré los ojos. Será sólo un momento», pensé, y eché la cabeza hacia atrás (para no dormirme sobre el teclado). Recuerdo el
sueño que
tuve: un gran
laberinto de libros cuyos pasillos recorría buscando la salida. Al fondo me aguardaba ella: con su vestido negro, su espalda desnuda, su pelo castaño claro atrapado en un moño. Pero entonces aparecía el Shakespeare del Parque Ferial, y yo descubría -por fin- el rostro que se ocultaba tras el disfraz. Grité, pero era como si lo hiciera desde la distancia y yo mismo lo escuchara tras un intervalo, como un trueno. Entonces mi grito cesó y volvió a reanudarse tras una pausa. Desperté sobresaltado y contesté al teléfono.
– ¿Señor Cabo? -una vocecilla lejana pero firme-. Soy Virgilio.
Me desperté del todo. ¿Qué hora sería? Eché un vistazo al reloj digital de la pantalla del ordenador: 23:15. Dentro de 15 minutos vendría Neirs a recoger mi trabajo. Pero lo más urgente era contar lo que acababa de recordar.
– Debemos vernos esta misma noche -dijo Virgilio-. Hay algo que usted no sabe.
– ¡Espere! -exclamé-. ¡Ayer, en el Parque Ferial, vi…! No recordaba quién era, pero ahora lo sé… ¡El poeta muerto! ¡Grisardo! ¡Estaba disfrazado como uno de los escritores, pero estoy seguro de que era él!…
Replicó, sin inmutarse:
– Y lo era. Por eso lo llamaba. Lo han estado engañando, señor Cabo. Desde el principio.