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Su aspecto físico estuvo listo a las 4 de la tarde.

Pero aún quedaba su biografía, su personalidad, sus sentimientos. Y los minutos pasaban. Necesitaba una familia. La historia de cualquier individuo comienza (y a veces termina) con su familia. Por supuesto, no podía extraer los datos de la mía, a la que no recordaba. De modo que hice lo mismo que antes: volví a barajar todos los papeles de «Personas» y escogí otros 6. Al anotarlos, exceptué las palabras «descriptivas», que ya no me servían:

6. Modesto: «abuelo bondadoso».

7. 6. Gaspar Parra: lascivo.

2. Ninfa: materna.

13. Rosalía Guerrero: alcohólica.

7. El desconocido: me mira.

8. Grisardo: nunca lo conocí.

Los leí de nuevo, varias veces. Aquello era más complicado. «¿Y si barajo otra vez?», pensé. La figura de Modesto Fárrago como abuelo y de mi criada Ninfa como madre parecían obvias, pero ¿acaso eran verosímiles? Un abuelo «bondadoso» y una madre «materna» eran dos enormes tópicos. Al mismo tiempo, no podía dejar de pensar en ellos como encarnación de tales personajes. Resolví el problema introduciendo una variación: mezclaría dos caracteres y rebautizaría el conjunto (como había hecho Cara Fofa). «¿Acaso no ocurre siempre así? -pensaba-. Un abuelo es bondadoso para su nieto y, al mismo tiempo, es otras muchas cosas.» Decidí utilizar el rectángulo inmediatamente inferior: el abuelo de Natalia sería un hombre como Modesto, calvo, de cabeza amelonada, miope… pero también delgado, demacrado y un poco lascivo, como Gaspar Parra. Un bondadoso viejo verde, portero jubilado, oriundo de Ciudad Real, aficionado a observar a la gente (sobre todo a las mujeres) y a escribir.

Con el mismo sistema emergió la madre. Sería tan «materna» como Ninfa y tan alcohólica como Rosalía Guerrero. Temerosa como Ninfa, enamorada de un hombre inquietante como Rosalía. De ojos grandes y asustados, envejecida. Sus labios delatarían olor a alcohol.

«Y el azar me favorece -reflexioné-. Porque ella ha salido al abuelo en la delgadez y la miopía y a la madre en los ojos grandes y asustados.»

Usé los nombres inferiores y trastoqué los apellidos: el abuelo se llamaría Gaspar Guerrero; la madre, Rosalía Parra. Abuelo paterno y madre: el comienzo de una familia cualquiera.

¿Quién faltaba?… El padre. Pero el desconocido y Grisardo me sugerían un padre absurdo: que «me miraba» y a quien «no conocí».

He ahí el dilema.

Al pronto pensé en desechar los dos últimos papeles y escoger otros, pero enseguida opté por respetar las leyes del juego. Ahora bien, ¿qué clase de hombre podía elaborarse con aquellas dos tenues circunstancias? «Quizá el padre había muerto cuando ella nació», pensé. Pero no era cuestión de matarlo tan rápido. No podía matar al padre antes de inventarlo. «Quizá se había divorciado de su madre, y ella nunca lo conoció: casos así son muy frecuentes». Pero entonces, ¿cómo utilizaría lo de «me miraba»? Un padre muerto o desconocido no miraba a nadie. Medité en el curioso problema. Sherlock Holmes acostumbraba a decir: «Cuando has eliminado todo lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca…».

La única solución que se me ocurría era absurda, pero era la única. «El padre estaba en casa, convivía con ellas, pero era un desconocido. Miraba y callaba. Miraba y escribía. Ni su propia hija lo había conocido jamás.» Una conclusión un poco confusa, pero allí estaba.

El nombre también se resistía. «Grisardo» era un simple apodo, y si bien yo sabía que Cara Fofa se llamaba Adán, no me parecía correcto utilizar aquella información de buenas a primeras. El papel decía simplemente «El desconocido», y así se debía quedar, si es que deseaba respetar al máximo mis propias reglas y evitar en lo posible mis intromisiones.

En el padre, hasta el nombre era un problema. No sucedía lo mismo con el nombre de mi personaje. Incluso me parecía que el azar volvía a beneficiarme. «Cara Fofa ha inventado a una muchacha… ¿Por qué no llamar a la mía de la misma forma?» Los padres son los que bautizan a los hijos: si Cara Fofa (o una mezcla de Cara Fofa y Grisardo) era el padre de mi personaje, el «autor de sus días», como suele decirse, lo lógico era que mi personaje se llamara como él había decidido: Natalia.

Natalia Guerrero Parra. Eureka. Sonara bien o no, fuera bello o feo, nadie podría acusarme de haber inventado conscientemente aquel nombre. Me había sido impuesto por las circunstancias, sobre la base de tres o cuatro leyes no muy distintas de las que rigen la realidad.

A las 6:30 de la tarde del lunes 26 de abril, Natalia Guerrero Parra tenía ya un esbozo de biografía. Usé mi propio cumpleaños (que también era un dato inevitable) y la ciudad de su abuelo paterno para traerla al mundo.

Natalia Guerrero nació en Ciudad Real el 13 de abril de 1964. Hija única, vivió gran parte de su infancia rodeada por sus abuelos paternos (su abuela murió pronto; ella recuerda, sobre todo, a su abuelo Gaspar Guerrero) y sus padres. De su abuelo, que había sido portero, aficionado al vino, con fama de mujeriego, Natalia heredó la pasión por escribir. El anciano gustaba de redactar cuentos en los que una niña -Elisita- se comportaba como ella. Después se los leía a su nieta por las noches. Eran cuentos inocentes, llenos de ternura. Natalia los recuerda con mucho cariño. Cuando su abuelo falleció, la infancia de Natalia terminó de golpe.

Su madre, Rosa, una mujer tímida, débil y muy dependiente de su esposo…

A partir de aquel punto, todo me costó más trabajo. La niñez con el abuelo Gaspar había sido otra cosa. Pero cuando afronté el comienzo de la adolescencia, lo vi todo negro. A su modo, no había nada que reprocharle a la madre; siempre había velado por la salud de su hija, como Ninfa por la mía («¿Adónde vas, mi niña? ¿De dónde vienes?»: Natalia recuerda sus constantes preguntas, sus inagotables consejos, su disgusto cada vez que ella decidía salir fuera del nido). Pero su condición de persona dependiente (de la bebida, de un hombre que la ignoraba) la había convertido en un ser asustadizo y represivo. Era fácil deducir que Natalia había sido educada en el aprendizaje del temor, y ello había reforzado su soledad para el resto de su vida. Quizá también había heredado cierta afición a beber más de la cuenta. En todo caso, la influencia materna no representaba ningún misterio en la vida de mi personaje. Natalia podía comprender a su madre, de la misma forma que yo comprendía a la criatura elaborada con Ninfa y Rosalía Guerrero. Pero ¿y el padre?

El padre continuaba siendo un enigma.

En algún momento de la tarde, una soprano horrorizada me sobresaltó con sus gritos. Un instante después descolgué el teléfono.

– ¿Cómo va, señor Cabo? -Era Neirs.

Le conté mis progresos: había terminado la descripción física, pero la biografía presentaba el obstáculo del padre. Aún no había logrado imaginar nada al respecto.

– Mi consejo es que siga indagando en él -dijo Neirs-. No lo rehuya. Le otorgará más realismo a Natalia si profundiza en el padre.

– Veré lo que puedo hacer.

– Y no pierda tiempo: Ovidio ha publicado su segundo libro.

Lo escuché como si estuviera soñando. «Repleto de fantasía 2» era muy similar al primer volumen, apenas tres o cuatro páginas, y, en contra de lo esperado, no relataba ninguna escena sádica. Se limitaba a describir, con ligeros pormenores, un maniquí femenino.

– ¿Comprende lo que eso significa? -observó Neirs-. Está intentando convertir a esa mujer en un objeto. Usted, por el contrario, lucha por darle vida. Recuérdelo: tiene hasta la noche de hoy. A las once y media iré a su casa y recogeré todo lo que haya escrito. Ánimo.

Cuando Horacio Neirs colgó, recorté otro rectángulo de papel que uní al grupo de «Personas»:

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