– ¡Pero una mujer está siendo torturada en estos momentos y va a morir dentro de 3 días! ¡Y usted está ahí, fumando tranquilamente y hablando de problemas literarios!
Manteniendo la calma, Neirs repuso:
– No perdamos la cabeza. A fin de cuentas, sólo es un libro. Nada nos prueba que las amenazas que promete sean reales. Si no me equivoco, nos enfrentamos a un psicópata literario. El placer de Ovidio es idéntico al de cualquier otro escritor: le gusta presumir impunemente de sus obsesiones, que la gente las lea y las comparta. La diferencia estriba en que él ha secuestrado a una mujer real, y goza pensando que puede hacerle todo lo que ha escrito…
– ¡No olvide que ya ha asesinado a un hombre! -indiqué.
– No lo olvido. -Neirs proyectó los labios y expulsó un denso cono de humo-. De hecho, pienso que usted sigue con vida, señor Cabo, porque ha perdido la memoria, y Ovidio lo sabe… No le interesa dejar testigos que puedan recordar a esa mujer. -Y sacudió sobre el cenicero una débil colina grisácea, el polvo de un cadáver de embrión.
– ¡Tiene que haber alguna forma de que las autoridades nos crean! ¡Con esto! -Cogí las cuartillas del restaurante, el poema de Grisardo, el texto de Rosalía Guerrero…-. ¡Si lo presentamos todo como prueba, quizá…!
Neirs movía la cabeza.
– Quizá alguien lo aprovechara para escribir una novela, nada más. La única prueba con la que contamos es la ausencia de la rama de laurel del restaurante. Sólo esa simple ausencia vale mucho más que todos los textos que tiene en la mano. -Y, asegurándose de que su blanco peinado seguía intocable, añadió-: Literatura y realidad son términos incompatibles.
Hubo otro silencio. Yo seguía paseando por la habitación y torturando la dolorida pirámide de mi nariz con el pulgar. Virgilio miraba fijamente hacia la nada; parecía un muñeco olvidado por un ventrílocuo en la butaca de mi despacho: brazos cruzados, ojos de pupilas puntiformes y gélidas. Neirs fumaba, pensativo. De pronto sentí que mis fuerzas flaqueaban. Me dejé caer en una silla, trémulo.
– Debemos hacer algo… -dije-. Debo hacer algo… Ella, sea quien fuere, no merece morir así… -Mi mirada se emborronó. Me quité las gafas, me froté los ojos-. No la conozco, no sé quién es, pero… a lo largo de estos días… he llegado a imaginármela… y a apreciarla… Sé que no es nadie especial, tan sólo un ser humano normal y corriente, con sus culpas y frustraciones… Pero les juro que no dejaré que muera de esta forma… -Mis lágrimas, liberadas, correteaban como niños pequeños. Los detectives me miraban en absoluto silencio-. ¡No sé qué voy a hacer, pero sé que no voy a quedarme esperando cómo este monstruo publica su último libro!
Neirs contemplaba la sinuosa columna de humo de su cigarrillo.
– ¿Dice usted que ha llegado a imaginarse a esa mujer? -preguntó.
– Sí… ¿Por qué?
Extendió sus largos dedos y cogió el relato de Ovidio. Lo hojeó durante un instante, en silencio.
– Quizá nos quede una posibilidad -dijo-. Nuestro hombre ha intentado neutralizar a su víctima, borrarla de la realidad, convertirla en un personaje de ficción… ¿Y si usted hiciera todo lo contrario?
Alcé la cabeza y miré al detective. Virgilio también lo interrogaba con ojos sorprendidos.
– ¿A qué se refiere? -inquirí.
– Ovidio pretende negar su existencia, disolverla… ¿Y si usted la creara de nuevo, señor Cabo? ¿Y si escribiera sobre ella, sobre su vida, su apariencia, sus sentimientos…?
– ¿Y eso de qué serviría, Horacio? -preguntó su ayudante.
– Se me ha ocurrido ahora mismo. Puede que nos ayudara a ganar tiempo. El señor Cabo escribiría sobre ella, nosotros intentaríamos que su texto se publicara de inmediato y… y quizá Ovidio lo leyera y decidiera retrasar la aparición del último libro, por ejemplo, o cambiara de planes… En cualquier caso, dispondríamos de unos días de plazo.
– O quizá eliminara a esa mujer mucho antes de lo previsto -repuso el enano-. ¿Cómo saberlo?
– De acuerdo -admitió Neirs-. Pero, como tú mismo dices, Virgilio, «continuamos metidos en el tremedal de la literatura». ¿Qué más da probar un movimiento que otro?
– Devolverle el golpe con sus mismas armas -razonó Virgilio y me miró-. Una idea MUY sorprendente, la MÁS sorprendente que he oído en mi vida, pero parece buena…
– ¿Qué opina usted, señor Cabo?
Tras un instante de reflexión, dije:
– Puedo escribir sobre ella, desde luego. Es como la rama de laurel: su ausencia ha ido cobrando forma en mi interior durante estos días. Y si ustedes creen que eso la ayudará, lo haré. Pero ¿de cuánto tiempo dispongo?
– Veinticuatro horas -replicó Neirs-. No más. Veinticuatro horas para crear, en un solo capítulo, a una mujer real. En circunstancias normales eso sería imposible, ya lo sé… Pero usted está tan emocionado, tan… inspirado, que estoy seguro de que lo logrará.
– Veinticuatro horas para narrar una vida completa -murmuré.
– Para inventar un personaje que cualquier lector pueda creerse -corrigió Neirs-. Una mujer normal y corriente, como usted mismo ha dicho, nada de criaturas sublimes. Cuando Ovidio lo lea, se intrigará. Sabrá que hay alguien que sigue recordando a su víctima, que aún existe un texto que la menciona, y no podrá cumplir su amenaza.
– Pero mi personaje siempre será diferente de la mujer que ese individuo ha secuestrado -objeté.
– ¿Y qué importa? Usted conoce su vestuario, el color de su pelo y el peinado. Lo demás será invención suya, pero un buen escritor sabe disimular sus invenciones. Suspenda la incredulidad de Ovidio. Una descripción no es una foto, recuérdelo. Si usted logra crear un personaje real, Ovidio terminará creyendo que se trata de su víctima. La literatura consiste en embaucar. Él ya nos ha engañado bastante. Ahora nos toca a nosotros. ¡Desafíelo en su terreno, señor Cabo!
– Un desafío…
– Un duelo -afirmó Neirs-. «Repleta de fantasía»… ¿No lo entiende? El motivo de esa frase, a mi parecer, queda bastante claro. Nuestro rival pretende convertir a una mujer real en unas cuantas hojas escritas y «repletas de fantasía». Usted invertirá el proceso: convertirá unas cuantas hojas escritas y «repletas de fantasía» en una mujer real. La misma metamorfosis, pero en sentido opuesto.
– Es una idea casi tan terrible como la original -decía Virgilio-. Que el lector, al terminar de leer lo que usted escriba, pueda afirmar: «He visto y conocido a una mujer».
El denso silencio fue roto por Neirs:
– Es la única posibilidad que tenemos. Por nuestra parte, rastrearemos la solapa. Intentaremos averiguar qué editorial o imprenta ha publicado esto, aunque sospecho que Ovidio posee poderosas coberturas. Esta simple edición demuestra que su infraestructura es asombrosa. En cualquier caso, no nos quedaremos de brazos cruzados. Pero tengo la impresión de que sólo lo que usted escriba podrá detenerlo, o al menos hacerlo dudar.
– ¿Y cómo lo publicaré después?
– Déjelo en mis manos -dijo Neirs-. Tiene hasta mañana lunes por la noche, a las once y media. A esa hora vendré y recogeré su manuscrito. El martes por la tarde estará publicado y distribuido. Le daremos un título que sirva de cebo. «Respuesta a Ovidio», o algo así. -Debió de notar la expresión de mi rostro, porque empleó su tono más suave para añadir-: Sólo existe una pequeña posibilidad de que todo esto salga bien, ya lo sé, pero compréndalo: nos enfrentamos a un criminal absolutamente atípico y disponemos de muy poco tiempo…
– No necesita recordármelo -dije-. Lo haré.
La noche empezaba a dominar el cielo. Los detectives se despidieron. En la puerta, siempre remoto y elegante, Horacio Neirs se volvió hacia mí. Por un momento, aquella máscara de rasgos céreos pareció disolverse y percibí un rostro tan sensible y preocupado como el mío.
– Mi opinión, ya lo sabe -dijo-, es similar a la de Ovidio: la literatura es una actividad inútil, banal, casi ficticia… -Y de repente sus ojos brillaron y sonrió-. Pero si usted lograra impedir que ese individuo consumara su amenaza… En fin, ello me convencería de que, por primera vez en la historia, escribir ha servido para algo… Por primera vez, escribir sería tan importante como nacer…