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En un momento dado sucedió algo. Cauno dejó de responder a mis comentarios, ella dejó de escribirlos. El diálogo me exceptuó y prosiguió entre ambos. Era como si yo no existiera, como si yo no estuviera ya en la habitación. Lo único que podía hacer era inclinarme y leer.

– ¿Quieres matarme, vieja tonta? -dijo Braulio.

– No, no quiero, Braulio -dije.

– No quieres pero sí quiero, no quiero pero sí quieres: porque yo hablo cuando tú hablas y tú hablas cuando yo hablo.

– Sí, Braulio -dije.

– ¿A qué disimular, vieja estúpida? ¡Estos guiones que colocas para separar nuestras frases son un engaño! ¡En realidad, esto es un monólogo, y lo sabes!

– Sí, Braulio -dije.

– «Dije», «dijo»… ¡Eres tú la que dices siempre, vieja idiota!

– Sí, Braulio. ¡Vieja idiota!

– Sí, Braulio. ¿Lo ves? Somos intercambiables.

– Es cierto, vieja idiota, Braulio.

– ¿Te das cuenta, Braulio? Podemos compartir guión, vieja imbécil, igual que los matrimonios comparten cama. Es verdad, Braulio. ¿Por qué no dices a solas lo que piensas? ¿Para qué me necesitas? No sé, Braulio. No sé, vieja idiota. Soy una vieja idiota, ¿verdad Rosa? Sí, Rosa. Soy sólo Rosa, una vieja idiota. Lo que digo lo dice Rosa, lo piensa Rosa. Sí, Rosa.

– Sin embargo, tú prefieres el guión.

– Sí, Braulio.

– ¿Por qué, Braulio?

– Porque así Rosa puede amarte, Rosa.

Y tus manos me aferraron su cuello, y Braulio empecé Rosa a estrangularla a Braulio Rosa BrauliorosabrauliorosaBrauliorosarosabraulioro sabrauliorosarosabrauliorosabrauliorosarosabrauliorosabrauliorosabrauliorosabrauliorosa

Contemplaba fascinado cómo Rosalía Guerrero desovillaba su interminable, incoherente locura, cuando sentí que alguien me tocaba en el hombro. Era Neirs. Sostenía un cuaderno.

– Ya lo tenemos -dijo en voz baja-. Vamos.

A mí me resultaba cruel abandonar a la anciana en aquel momento, pero Neirs desestimó mis reparos. «Vamos», repitió, apretándome el brazo. Había algo en su expresión que me alarmaba, como si el hallazgo que había realizado fuera particularmente valioso, y decidí obedecer. Salimos en silencio de la habitación y mientras lo hacíamos miré hacia atrás: Rosalía Guerrero continuaba, imperturbable, golpeando con sus índices las teclas de la máquina naranja, el mentón apoyado en el pecho, los ojos cerrados. Cuando pienso en ella, ésta es la imagen que una y otra vez acude a mi memoria. Y vuelvo a escuchar el inexorable picoteo del teclado, y sueño que Rosalía sigue desafiando la eternidad con su palabra impronunciable -BRAULIOROSABRAULIOROSAYOÉLYO ELLAYOÉLYOELLA-, con ese puente lento tendido entre ella y su amor sobre el vacío de la hoja, ese devenir inútil, el esfuerzo vacuo de la escritura, que a mí mismo, ahora, mientras narro esto (que no es novela, ni crónica real, ni diario, ni nada que se le parezca, ya encontraré algún nombre que lo defina), me espanta y desespera.

– Ah, pero algo debemos agradecerle a la señora Guerrero -dijo Neirs mientras nos dirigíamos al ascensor-. Ya lo tenemos, señor Cabo, por fin. Aquí está. Diminuta, pero aquí está.

– ¿Qué? -pregunté, confundido.

Los dos detectives hablaban a la vez, entusiasmados. «Un esbozo de solapa.» «Una solapa minúscula.» «Apenas una sombra, pero aquí está.»

– Léalo. -Neirs me entregó el cuaderno abierto por una de las hojas-. Ahora se comprende por qué la señora Guerrero no publicó las horas siguientes.

Contenía un largo párrafo. Me detuve en la calle a leerlo. La letra era azul y nerviosa. (Sin duda, Rosalía no había tenido tiempo de pasarlo a máquina.) Ya nunca más volví a ser el mismo después de descifrar aquel texto. Todas mis sospechas de los últimos días se veían horriblemente confirmadas. En mi interior se hizo la luz: pero fue el fulgor súbito y mortal de un rayo.

Son las once y media. Acaba de salir del restaurante la mujer del vestido negro, no la que parece una modelo sino la otra. Lleva en la mano algo blanco: una rama artificial de laurel. Cruza la calle, se dirige a su coche… ¡Oh! ¡Ha sucedido muy rápido! ¡El hombre ha salido de la oscuridad, como una pantera, le ha tapado la boca y la ha empujado al interior del coche tras un rápido forcejeo!… La calle está vacía, nadie lo ve… ¡Sí! ¡Alguien más ha salido del restaurante y lo ha visto todo! Es el individuo barbudo de las gafas… Grita algo, intenta impedir que el secuestro se produzca, pero en vano… El coche arranca y se aleja, conducido por el hombre… El barbudo de las gafas se dirige entonces a su propio vehículo… Al parecer, ha decidido perseguir al secuestrador… Pronto, la calle queda en silencio… ¡Dios mío! ¿Quién va a creer a una vieja borracha como yo cuando decida contar todo esto? ¡No, no debo seguir!

Al terminar de leer sentí frío. Mis dientes castañeteaban. Me apoyé en una pared, dominado por el vértigo.

– Ahora lo entiendo todo -balbucí-. Yo vi a esa mujer en el restaurante… Quise seguirla cuando se marchó, por eso interrumpí el párrafo donde la describía… Pero al salir, observé cómo ese tipo la secuestraba… Entonces lo perseguí… y tuve el accidente.

– ¿Recuerda algo por fin? -preguntó Neirs. Me esforcé en vano. Mi cerebro era una bruma. Las imágenes que distinguía -ELLA saliendo del restaurante; ELLA, golpeada y arrojada a su propio coche; el misterioso secuestrador- eran las mismas, lector, que tú podrías invocar con la lectura. Moví la cabeza.

– No, aún nada. Pero es fácil deducirlo, ¿no cree?…

Neirs lanzó un suspiro.

– Bueno, lo del secuestro es una posibilidad -convino-, pero ya ha visto usted el estado en que se encontraba la señora Guerrero… No podemos fiarnos por completo de lo que escribió…

– Además, yo he leído algunas de las novelas de Cauno -terció Virgilio, desdeñoso-: el tópico de la mujer secuestrada es uno de sus preferidos.

– ¡Pero ustedes decían que aquí hay una solapa! -protesté.

– Y la hay, o puede haberla -asintió Neirs-. Muy pequeña, desde luego.

– La rama de laurel -dijo Virgilio.

– ¿Qué?

– ¿No se da cuenta? -exclamó Neirs-. ¡El adorno de la mesa 15! Rosalía dice que la mujer llevaba una de las ramas de laurel en la mano al salir de La Floresta. Sin duda se la regalaron, o ella la pidió como recuerdo.

Los dos detectives se disponían a cruzar la calle en dirección al restaurante. Parecían muy animados.

– Comprobaremos si falta alguna de las ramas de la mesa 15 -dijo Neirs-. No creo que las repongan con frecuencia, y la ausencia de un ejemplar se descubrirá enseguida, porque entre todos componen el texto de un autor clásico cualquiera… Fíjese qué coincidencia más afortunada. -Se detuvo y me miró fijamente-. Si faltara alguna, ello significaría que lo que escribió Rosalía Guerrero tiene muchas probabilidades de ser cierto… Lo cual equivaldría a decir, señor Cabo, que su teoría es correcta: que alguien ha secuestrado a esa mujer, falsificado los párrafos que la mencionan y asesinado al poeta… Un plan fríamente calculado, casi perfecto… pero la rama de laurel lo delatará.

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