– Ahí está nuestra botella -dije, al oír que tocaban en la puerta. Recogí el servicio y serví: -Te estoy escuchando, sigue.
– Ay, me da erisipela -dijo Ana. -Lo recuerdo y me vuelvo a enervar. Hace años que no pensaba en eso. Con detalle, quiero decir. Y ahora que lo reviso me vuelvo a dar cuenta del horror que fue. Una porquería.
– ¿Qué le dijo tu papá al miserable? -pregunté, llevándole con diligencia servil un wisqui bien servido y tratando de volver a los hechos, que tienen sobre nosotros la ventaja moral de no saber cómo los juzgamos.
– Eso por lo menos estuvo bien -dijo Ana, riendo. -Su primera reacción fue contra el miserable. Hizo como los emperadores chinos que mandaban matar al mensajero que les traía malas noticias. Pues así: le dio un puñetazo en pleno hocico al miserable, que fue a caer por allá con un diente menos. Por lo menos, carajo. Pero luego, claro, mi papá vio el informe que le traían, y ahí venía todo. En ese asunto me di cuenta, pero más tarde, claro, no en el momento, de quién era en verdad mi papá, de su capacidad de cálculo, su frialdad, su dureza. Porque a mí no me dijo nada, ni una palabra. Tan cariñoso y tan neurótico como siempre. Miento: encantador y cariñoso como nunca. Pero mandó verificar con sus propios investigadores el informe del miserable y cuando lo hubo verificado, mandó llamar a Felipe. Lo tenía agarrado por todos lados, pero aun así lo sentó enfrente, eso me lo contó Felipe después, y le dijo: "Tengo informes de que anda usted en flirteos y coqueteos con mi hija Ana. Quiero preguntarle a usted, de hombre a hombre, si eso es cierto, en el entendido de que esto quedará estrictamente entre nosotros, de hombre a hombre. He visto muchas cosas en la vida. No me escandaliza la realidad. Creo que todo puede arreglarse si hay pantalones y carácter para enfrentar los hechos. Así que le pregunto a usted, de hombre a hombre: ¿Tiene usted relaciones con Ana mi hija?".
– ¿Y qué dijo Alatorre? -pregunté.
– ¿Qué crees que dijo? -me devolvió Ana, mirándome con sus ojos extravagantes, risueños y enternecidos ahora.
– Que no, obviamente -grité yo, recordando la vieja consigna del maestro Linares: Niega, aunque te encuentren en la sala de tu casa con la otra.
– Le dijo que sí -murmuró Ana, con aire melancólico y maternal. – ¡Le dijo que sí! Porque no sabía mentir. Más aún. Le dijo que era un alivio para él confesarlo finalmente, reconocerlo, porque era una tortura que no podía cargar más dentro de sí y también una alegría que no le cabía más tiempo en el pecho. ¡A mi papá! -dijo Ana, revolviéndose en la cama. – ¡Le fue a decir eso, a mi papa!
– ¿Y qué hizo tu papá?
– Le agradeció su sinceridad -dijo Ana, sentada ahora sobre la cama, en posición de loto. -Le palmeó la espalda, le reconoció sus pantalones, le dijo que iban a arreglar el asunto del mismo modo que lo habían hablado: como hombrecitos. Pero no bien salió Felipe de su despacho, ya mi papá le estaba telefoneando al provincial de la Compañía de Jesús para pedirle el traslado de Felipe Alatorre. ¿Y a dónde crees que lo trasladaron?
– A Chiapas -dije.
– ¿Sabías?
– Se supo entonces -dije. -Mandaron a Felipe Alatorre a Chiapas, para que le fuera a hablar de Jacques Maritain y Teilhard de Chardin a los chontales. Es decir, para joderlo.
– Para eso, sí. Pero no fue eso lo que lo jodió -dijo Ana, haciendo brillar sus ojos húmedos, otra vez abiertos y fijos en la noche, como dos faroles perdidos. -Felipe Alatorre era un jesuita cosmopolita. Un lujo teórico y práctico de la Compañía. Hablaba francés, alemán, italiano, inglés y sus especialidades eran la teología, la historia de la Iglesia, el derecho vaticano. No tenía nada que hacer en los Altos de Chiapas. Pero era también un hombre disciplinado y sensible, capaz de ver la mano de Dios en cada minucia de su vida y dispuesto a aceptar el veredicto de Dios. Dispuesto también, desde luego, a aceptar la disciplina militar de la Compañía. Así que si le pedían ir a desperdiciarse entre los chontales, él decidía aprovechar en ellos y bajar de la teología a la medicina preventiva, del derecho vaticano a la antropología chontal y de la historia eclesiástica al litigio agrario por los derechos chontales a la tierra. Ése era Felipe Alatorre. Lo que lo jodió no fue su traslado a Chiapas. No. Lo que lo jodió es que yo me fui tras él, a perturbar su vida y a volver insoportable su castigo.
– ¿Qué quieres decir con que te fuiste tras él?
– Eso -dijo Ana, extendiendo su vaso en solicitud de otro trago. -Eso: que me presenté un día en San Cristóbal a buscar sus amores y a meterlo otra vez en el infierno de su amor por mí. Suena cursi y grandilocuente, pero así fue. Otra vez tuvimos el amor, sí, y otra vez provocamos el escándalo y la venganza de la Compañía en su cachorro dorado, otra vez la tortura de la averiguación y el juicio interno de la Compañía por su conducta. Y otra vez su confesión palmaria, detallada, que lo absolvía por dentro y lo condenaba por fuera. Confesar nuestros amores liberaba su sentimiento de culpa, su necesidad de expiación, pero lo condenaba al destierro y al desdén, al castigo, al desprecio. Fue entonces cuando empezó a beber. Creo que no había tomado una copa en su vida, aparte del vino para consagrar. Pero entonces empezó a tomar.
– A propósito -dije. -Salud.
Le tendí a Ana su nuevo wisqui y repuse el mío.
– Salud, compañerito.
Se acercó y me dio un beso húmedo, frío, metiendo su lengua entre mis labios primero, en mi oreja después.
– ¿Por qué te estoy contando esto, mh?
– Porque quieres que te denuncie en el periódico -dije.
– Porque me estás escuchando -me dijo. -Puede ser que por eso. Eres la primera persona que me escucha en años. Hubiera querido encontrarte antes.
– Nos encontramos antes -le dije.
– Digo, así como ahora.
– Nos encontramos ahora -dije.
– No es igual -dijo. -Pero no importa. Es decir, sí importa. Las cosas tardan demasiado en llegar. A veces llegan cuando ya no importan, eso es lo que quería decir.
– Lo dices mejor que Proust -dije.
– ¿Proust, el escritor?
– No, Proust un invento que me traigo yo.
– No te entiendo.
– No importa. Eso sí no importa. ¿Qué pasó después?
Dejó escapar un suspiro resignado e irónico:
– Lo trasladaron a la Tarahumara, en Chihuahua.
– ¿Y fuiste tras él a la Tarahumara?
– En cuanto supe que estaba allá. No me daba cuenta. Iba corriendo tras mi amor, tras mi felicidad. No me daba cuenta de las dificultades del asunto, de su cárcel sacerdotal, de su cárcel profesional, de su atadura a ese mundo. De lo que sí me di cuenta cuando llegué a la Tarahumara, es de que ya era otro. Bebía más de lo normal y de una manera, no como tú y yo, que vamos bebiendo mucho y hablando. Sino de una manera fea, como quien se toma la medicina amarga porque se la tiene que tomar. ¿Has tomado quinina?
– No.
– Yo tomé en Chiapas una vez, quesque contra el paludismo. Es amarga como no tienes una idea. Felipe tomaba aguardiente de la sierra como yo la quinina. Como una purga infecta pero necesaria. Y no se ponía alegre, hablador, o simplemente borracho. Se ponía huraño y torvo, sombrío, amargo como la quinina. Lo encontré estragado, con arrugas, a sus veintinueve años. ¡Y gordo! Gordo como un señor abandonado, con una barriga de pulquero, él, que era el mejor talle de la Compañía, Gordo. Me dijo que no quería verme más, que después de meditarlo hondamente, había decidido entregarse nuevamente a Dios y nada más a Dios. Pero el Dios que lo llamaba entonces era el Dios horrible del bacanora, la soledad amarga de la quinina en la boca y en el alma. ¿Me entiendes?
– Hubiera tomado wisqui -le dije. -Es lo mejor para ese tipo de penas.
– No te burles, compañerito.
– La otra es que me ponga a llorar -le dije.