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– Pide unos tragos -dijo. Para distraerme, supongo.

Los pedí y me distraje esperándolos, recibiéndolos, llevándolos a la cama.

– Te has dejado engordar -me dijo.

– Voy a hacer ejercicio.

– No, estás bien -dijo Ana. -Pero no te dejes más. Yo te doy un masaje, ven. -Empezó a frotarme las lonjas, echado boca arriba, desnudo. -No necesitas más de un centímetro. Con un mes de masajes para reducir te quito lo que te sobra. Me gustabas en la Ibero por flaco. Eras alto, moreno, muy atractivo.

– Eso me hubieras dicho entonces -le dije.

– Con un guiño que me hubieras hecho, habría bastado compañerito. Mira que me cansé de echarte lazos.

– Tú estabas como en otro mundo -le dije. -Ana Martignoni era como una fantasía, un sueño encarnado por casualidad en una mujer. Era como tener enfrente a Grace Kelly.

– Pues no era más que una niña idiota ansiosa de ser querida.

– Además eras mi escándalo -le dije. -Vivía tu proximidad como la de una mujer que estuviera apartada. Eras la mujer de otro.

– Cuál otro, mi rey. No me salgas tú también con lo de Felipe Alatorre, porque te dejo de dar el masaje.

– Cuéntame de Felipe Alatorre -le dije.

– No te cuento. Es mi historia secreta.

– No me cuentes -le dije. -Nada más dime: ¿te acostaste con Felipe Alatorre?

– ¿Tú qué crees?

– Yo creo que no. Por supuesto que es una calumnia -dije.

– Por supuesto que no es una calumnia -dijo Ana, riendo. -Yo soy una mujer seria, compañerito. No ando esparciendo rumores, ni ejerzo amores platónicos.

– Cuéntame entonces -dije yo.

– Me acosté con él, mi amor. ¿Qué más quieres saber? -dijo Ana Martignoni, repicando de amor y de malicia.

– Todo.

– Todo, no.

– La primera vez -dije.

– La primera vez lo agarré en curva -dijo Ana, alzando la cabeza como un hermoso animal sediento que otea la proximidad del agua. -Fuimos a cenar a casa de Toni Pérez, en el Pedregal. Él puso como condición que nos acompañara Tere Alessio. Es decir: que yo fuera con Tere Alessio a buscarlo a él y con Tere Alessio a dejarlo después de la cena. Felipe vivía en la calle de Zaragoza, en la casa de la Compañía de Jesús, donde vivían todos, por Taxqueña. Pedía que fuéramos Tere Alessio y yo juntas por precaución, decía él, para no dar lugar a rumores. Pero con Toñeta Barrio iba solo a todos lados, sin acompañante. ¿Por qué? Porque Toñeta Barrios era fea como pegarle a Dios y no le inspiraba ni un pecado venial. Así que yo sabía.

– ¿Te halagaban sus precauciones?

– Me excitaban -dijo Ana, olvidando el masaje y sentándose en la cama, junto a mí. -Me prendían de una forma que no he vuelto a sentir. Perdón que te lo diga aquí y a ti. No estoy comparando. Pero no se siente otra vez como en esos años idiotas y aparatosos, ¿verdad? Un roce de la rodilla podía bastar para un orgasmo de días. Quiero decir: la comezón, el pálpito, la humedad cada vez que te acordabas, ¿verdad? Entonces yo sabía. Sabía que él estaba cuidándose de más, cuidándose de mí, y que eso también lo excitaba, ¿no? Entre más trancas me ponía, más ganas acumulaba de saltárselas, ¿no? Bueno. Pero esa vez sucedieron dos cosas maravillosas. La primera, perdón por la indiscreción, pero así fue: la primera, fue que esa noche, ya cuando estábamos en la cena, le bajó la regla a Tere Alessio. Dirás: ¿qué hay de maravilloso en eso? Bueno, nada, en realidad fue tremendo, porque le bajaba de una forma increíble a la pobre, con unos dolores y unos flujos que tenía que echarse en cama y ponerse a llorar. Lo maravilloso fue que, ya en la cena, cuando sintió venir sobre ella el desastre, sin decir nada Tere mandó llamar al chofer de su casa y, antes de que la cena se sirviera, mi chaperona ya estaba de regreso en su cuarto, tomando calmantes y con bolsas de agua sobre la panza para apaciguar sus cólicos. Desde su casa le llamó a Toni Pérez, la anfitriona, para explicarle la situación y Toni inventó entonces que le había dado un vahído. La segunda cosa maravillosa que pasó esa noche es que, ya al final de la cena, Felipe fue al baño y Toni me pidió, segundos después, que le trajera de la biblioteca un álbum de familia, para que viéramos sus fotos. A la biblioteca se llegaba por un pasillo estrecho, al que, además, le habían puesto mesitas y jarrones a los lados, de modo que apenas pasaba una persona. Pues cuando voy entrando a ese pasillo, descubro que Felipe viene a la mitad de él, porque en lugar de ir al baño de la sala había ido al de la biblioteca. Y ahí nos cruzamos. Pudo retroceder, pero no lo hizo. Yo tampoco: caminé hasta él; tratamos de esquivarnos en el pasillo, pero no pudimos. Quedamos frente a frente, pegados de perfil, los dos en el pasillo. Y así nos quedamos unos segundos, respirando como si hubiéramos corrido la maratón. Lo abracé para poder seguir caminando sin derribar un jarrón o atropellar una mesita. Entonces sentí. Sentí su erección y a inmediata continuación la vi en sus ojos. Me asusté. No te rías: me asusté como la virgen que no era, mordí mi rebozo de pena y seguí a la biblioteca. Me acuerdo que llegué a la biblioteca casi desmayándome, con un bochorno, un sofocón, de novela de Corín Tellado. Pero me repuse, me hablé a mí misma y regresé a la reunión. Hice como que nada pasaba, pero mientras veíamos las fotos del álbum de Toni, supe que iba a tener a Felipe esa noche, y ya no pensé más.

– ¿Lo tuviste esa noche? -pregunté.

– Esa noche -dijo Ana, iluminada de pronto por el recuerdo.

Tenía unos extraños ojos azules, enormes, separados, naturalmente irónicos y atentos, como los de Julio Cortázar y los gatos de angora.

– ¿Cómo lo tuviste? -pregunté.

– Eso es parte del archivo confidencial, compañerito -dijo Ana, riendo. -¿Para qué quieres saber cómo?

– Para escribir un relato y denunciar tu lascivia sacrílega -dije.

– Esa es la mejor lascivia de todas -dijo Ana. -La única -agregó, volviendo a irse por el canal metafísico de sus ojos. -¿Por qué no me pides otros tragos?

– ¿Cuántos tragos? -dije.

– Puede ser que dos -dijo Ana Martignoni.

Pedí una botella de wisqui etiqueta negra y pensé que al fin le estaba invitando el trago caro que había soñado invitarle durante todos los años de la Ibero. Recordé o inventé una cita de Proust, según la cual nuestros sueños se cumplen, pero se cumplen demasiado tarde, cuando se ha ido de nosotros la pasión que nos hizo engendrarlos y la ingenuidad que nos hizo confundirlos con el sentido mismo de nuestra vida.

– ¿Y luego? -dije.

– Y luego la gloria, compañerito -dijo Ana. -¿Qué quieres saber?

– Todo -le dije.

– Todo, nada más lo sé yo -dijo Ana. -Ni siquiera Felipe sabe bien lo que pasó. Eso es lo peor. Le jodieron la vida y ni siquiera entendió bien nunca cómo.

– Cuéntame la parte de gloria -pedí.

– Fue rapidísima, apenas me acuerdo -accedió Ana, con vivacidad. -Quiero decir: recuerdo eso como un relámpago, una fiesta de fuegos artificiales. Fue una ráfaga de dicha, de alegría, de juventud. Así la recuerdo. Pero no podría decir pasó esto, me dijo aquello. Nada. Tengo nada más escenas como de película. Lo veo venir por un pasillo desierto de la Ibero, muy tarde en la noche y abrazarme sin prudencia alguna. O lo veo acostado en la cama, el pecho desnudo, el vello rizado, leyendo un libro de Jacques Maritain, con sus espejuelos de viejito que usaba para leer. Guapo, guapísimo. Digo, sin agraviar lo presente.

– ¿Y qué pasó después de la ráfaga?

– Felipe floreció -dijo Ana, floreciendo a su vez. -Floreció como nunca. Llenaba auditorios de estudiantes ávidos de escuchar sus clases, llenaba iglesias de fieles ansiosos de escuchar sus sermones. Cuando lo nuestro empezó, Felipe Alatorre ya era la gran promesa jesuita de su generación. Tenía veintiocho años y era el asesor latinoamericano del padre Arrupe, el general de la Compañía. Era también candidato a la rectoría de la Ibero y el seguro sucesor del provincial de la Compañía en México. Era un dios, sobre todo comparado con la recua de jesuitas españoles franquistas que mandaban de Europa a la América Latina y comparado con la caterva de niños bien, engatusados en los colegios jesuitas para que entraran a la Compañía. Naturalmente, prosperó la envidia. Y atrás de la envidia, la típica intriga jesuita. Nos espiaron, nos vieron, nos fotografiaron, nos apuntaron días, horas, lugares. Y un miserable cuyo nombre no te voy a decir, un miserable cuya existencia bastaría para que volvieran a expulsar a los jesuitas de México y de la faz de la tierra, ese miserable fue a ver a mi papá, otro miserable de su calaña, a mostrarle el archivo de mis "relaciones" con Felipe Alatorre. Como tú sabes, mi papá es el fundador de la Ibero, él puso el dinero inicial del patronato y luego invitó a sus amigos a que aportaran; él construyó por su cuenta el primer edificio de la Universidad Iberoamericana en la Campestre Churubusco y creo que hasta él llamó a los jesuitas para invitarlos a lanzarse a la tarea. En algún discurso tuvo el cinismo o la cursilería de decir por qué hizo todo eso. Viendo crecer a su hija mayor, dijo en ese discurso, su hija mayor, o sea yo, pensó un día, con preocupación, dónde haría sus estudios profesionales esa hija suya. Y se le hizo evidente entonces, ante el desastre ideológico y educativo de la Universidad Nacional, que no había para las nuevas generaciones dirigentes de México una universidad apropiada, de alto nivel académico y adecuada fisonomía moral. Mi padre hablando de moral: ¡el burro hablando de orejas, carajo!

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