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Meseta en llamas

En agosto de 1969, un mes antes de que entráramos a fatigar los deberes anticuarios de la historia en El Colegio de México, Álvaro López Miramontes, conversador impune de las madrugadas en la casa de estudiantes que mi madre sostenía, me guió por vez primera al territorio físico de su infancia: la utópica planicie campirana en que había nacido y crecido, alzada como un milagro sobre el laberinto de barrancas tenaces que dividen los estados de Jalisco y Zacatecas. El viaje que emprendimos aún navega en mi recuerdo con los fulgores de un sueño. No obstante, a semejanza del viajero de Wells que trajo de su ida al futuro la prueba involuntaria de dos flores, así yo puedo probar ahora que estuve en la Meseta de Atolinga porque conservo, de su hechizo, la historia de Antonio Bugarín.

Viajamos a Guadalajara haciendo escala en San José de Gracia, el pueblo michoacano del historiador Luis González y González, que habría de ser nuestro maestro en El Colegio de México y por el resto de nuestros días. En la última semana de agosto, salimos de Guadalajara a Tlaltenango por una carretera cacariza y de ahí, en otro autobús, por una brecha lodosa, hacia el pueblo de Colotlán, centro económico del norte de Jalisco en la Colonia y ahora un punto perdido de la geografía, que ni siquiera aparece en los mapas federales: una población fantasmal, de casas tapiadas y tradiciones dichas en voz baja, alegrada apenas los días de tianguis con un eco maltrecho de sus antiguas dichas agrícolas y comerciales.

Dormimos un viernes ahí, sometidos a una oscuridad rulfiana, claramente propicia a las conversaciones de los muertos. Todavía rodeados de fantasmas y murmullos, con el amanecer resplandeciente, iniciamos la ascensión a la Meseta de Atolinga, unos mil metros arriba, por una larga cuesta cortada sobre el farallón del desfiladero de Bolaños. De pronto, el autobús destartalado y tuberculoso que nos llevaba, entre jaulas de gallinas y rancheros blancos con barbas erizadas de tres días, sorteó una última curva y nos topamos sin aviso previo, como sucede también en Machu Pichu, con la insólita llanura junto al cielo.

Casi veinte años después de nuestro viaje, mi memoria se empeña en recordar ese lugar como el más hermoso de la tierra. Sólo la pampa puede ofrecer un espectáculo de infinitud y grandeza equivalente al de esa meseta, alzada sobre dos cañones profundos, dispuesta a encontrarse, donde se pierde la vista, con un cielo igual de terso y límpido que la planicie paralela de tierra verde, lisa, fina como un gigantesca mesa de billar, sobre la que prosperan dormitando, diminutos, casi invisibles, hombres y animales, potreros, rancherías y las rectas cercas de piedra apiladas a mano, una a una, por largas generaciones de propietarios intransigentes y apacibles.

En el extremo poniente de la Llanura, dormita también el pueblo de Atolinga, con sus calles empedradas y su altiva parroquia de cúpulas amarillas y triunfales. Las muescas de tiros que ostenta la parroquia, recuerdan los tiempos en que el cielo y la tierra de Atolinga pelearon a muerte por su vida. Hasta esas alturas seráficas, casi inhumanas, llegó en los años veinte de este siglo el grito destemplado de la rebelión cristera; y hasta estas tierras apacibles y feraces, dignas como ninguna de su quietud y su silencio, subió la lengua de fuego de la religión agraviada, clamando venganza y muerte, en nombre de Cristo Rey.

– Ahora te darás mejor una idea de lo que fue -dijo Álvaro López Miramontes, mientras saltábamos en los asientos duros del camión rumbo al pueblo de Atolinga. -Iban y venían partidas armadas de un lado a otro de la meseta. Los cristeros buscaban agraristas, callistas o "pelones", como siguen llamando por aquí a los soldados federales. Los del gobierno buscaban cristeros y curas, rebeldes "robavacas" o "infidentes", como llamaban, absurdamente, a estos rancheros que se habían levantado en defensa de su fe. Dondequiera se hincaban a rezar unos, antes de colgar y destripar a sus cautivos; y dondequiera colgaban los otros a cristianos rasos y sacerdotes guerrilleros. A lado y lado, toda la meseta se hizo el infierno. Los cristeros cortaban orejas y lenguas de maestros rurales; los agraristas rebanaban dedos de sacerdotes y gargantas cantadoras del Ángelus. Unos meses apenas duró ese incendio aquí. Allá abajo duró años; aquí en la meseta, nomás unos meses. Pero todavía en los años cincuenta, que yo recuerdo, tres decenios después de aquellos meses, había que mirar a los lados antes de persignarse y se pagaba con la hostilidad de medio pueblo cualquier trato formal con el gobierno. Se mataron primos con primos, familias con familias. Fue el Apocalipsis en el potrero. "Una pesadilla en medio de la siesta", como decía mi papá. Eso es lo que tenemos que aprender aquí: cómo, lueguito debajo de la siesta, puede estar el infierno. Vas a ver.

Yo tenía entonces un respeto ritual por los hechos impresos y por su llana asepsia ilustrada. No había venido a Atolinga a recibir lecciones de historia de la vida -era demasiado joven para esa pedagogía elemental-, sino para completar el ciclo recíproco de mi afecto por Álvaro y mi fascinación por sus historias nocturnas. Pero la lectura del libro de Luis González, Pueblo en vilo, la historia de un invisible y anónimo pueblo michoacano, había inflamado la imaginación de Álvaro hasta el punto de creer que no tendría sentido estudiar a Toynbee o cruzar como lectores el México a través de los siglos, si no era para darle vida a la historia olvidada de nuestras tierras nativas, la suya en el Occidente, sobre las sierras mineras de Bolaños, la mía en el Sureste, junto a la dársena más lodosa que registra el litoral turquesa del Caribe mexicano.

Pasamos dos días en Atolinga visitando las minucias de aquella historia posible, reconociendo la traza española en la plaza de armas, la impronta de los patios andaluces en los huertos interiores de las casas, y el fuerte resto criollo, colonial, en las rojas pieles asturianas y en los frecuentes ojos azul siena de la mata étnica de Atolinga, detenida, como la meseta misma, en un sitio intocado de la historia.

En el pueblo de tres calles por cuatro, caminábamos sin parar todo el día, oyendo historias y probando dulces caseros, estudiando portones comidos por el tiempo, huertos de azaleas, apellidos españoles llegados a la zona en las últimas décadas del siglo XVI. Íbamos del rastro, que mostraba el ritual del sacrificio con sangrientas escenas que Goya hubiera podido pintar dos siglos antes, al mostrador de la farmacia, donde subsistían jarabes reconstituyentes de principios de siglo y vitrioleros con yerbas y caramelos como extraídos de las crónicas decimonónicas de Guillermo Prieto. Escuchábamos al cura combinar, en su sermón, las más técnicas metáforas bíblicas con los más tiernos mensajes enviados de parroquia a parroquia, sobre negocios pendientes, pollos que no habían sido entregados al criador de Colotlán, becerros que alguien podía pasar a recoger en alguna ranchería del valle de Juchipila.

Al atardecer, empapados los dos como por una llovizna en el torrente de las memorias infantiles de Álvaro, caminábamos un kilómetro hacia el mirador de la barranca, dejábamos por fin de hablar y oír, y sólo veíamos, en un recogimiento religioso, el juego de las luces del atardecer sobre los filos de la barranca, las verduras aradas del valle abajo, ondulado y húmedo como sólo pueden serlo las colinas colombianas o el perfecto ajedrez, fértil y humano, de las terrazas naturales del Piamonte italiano.

Pero nada hubiera quedado en mí de esa levitación luminosa de no habernos cruzado una mañana, en un banco ruinoso de la plaza, con la figura anciana y raída, pero imponente y melancólica, de Antonio Bugarín. Vestía calzones charros de listas marrón y una camisa de hilo con botones ovalados de hueso. Un sombrero negro, con cintillo plateado, reposaba sobre sus piernas, dejando al aire limpio y juguetón de la plaza las hebras sudadas de un cabello blanco que no había perdido el brillo, aunque empezaba a escasear, desamparando filones de sonrosado cuero cabelludo. Un bigote también blanco, finamente cortado, sostenía la curva de la nariz recta y grande, afilada por los años. Bajo las cejas pobladas del mismo color platino, ardían aún dos ojos vivos y cordiales, que nada querían saber de su vejez.

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