Todo en Antonio Bugarín, de hecho, no sólo la mirada, recusaba la evidencia de sus años; sus mismas ropas, ceñidas y como juveniles, la coquetería galante del paliacate rojo que envolvía su cuello curtido, el brillo de las espuelas que ornaban los talones de sus bien pulidas botas. Las espaldas anchas y los muslos fuertes, reposaban en el banco no para reparar el cansancio, sino en espera de la voz de marcha; no como el anciano que calienta al sol sus huesos, sino como el joven que vela, dispuesto, la inminencia fugaz de su destino.
– Pregúntale de la Cristera -me dijo Álvaro, cuando nos acercamos a ese anciano, tocado en su alma por la gana de la eterna juventud. Lo saludó después, con un beso en la mano, llamándolo tío y me presentó sin más preámbulo, amarrando los hilos de la conversación que buscaba: -Un amigo de México. Quiere estudiar la Cristera en esta zona. Le dije que usted puede contarle lo que sabe.
– De la Cristera, tú sabes todo lo que hay que saber -dijo Antonio Bugarín a su sobrino, luego de saludarme. – ¿Qué puedo agregar yo que no se sepa?
– Ahora hay nuevas disciplinas en el estudio de la historia en México -respondió Álvaro. -Interesan los dichos de los testigos presenciales, más que lo escrito en documentos.
– ¿Qué se puede agregar a lo cierto? -alegó Bugarín, imponiendo a nuestros trucos la mesura altiva y como intemporal de sus frases. -Nomás mentiras.
– Se pueden agregar versiones -dije yo. -Formas distintas de contar lo mismo.
– Un buey es un buey desde donde lo vea -dijo Bugarín, riendo apenas, con sus labios delgados y blancos, dibujados por el bigote. -Pero estoy a sus órdenes. Si piensan que algo agrega lo que yo pueda decir, los leídos son ustedes, ustedes sabrán.
– Cuéntenos de la Cristera en la Meseta -dijo Álvaro. – ¿Cómo empezó?
– Con el cura de Colotlán empezó -dijo Antonio Bugarín. -Cuando el gobierno prohibió los cultos en las iglesias, el cura de Colotlán empezó aquí abajo a hacer su guerra.
– El culto en las iglesias lo suspendieron los sacerdotes – dije yo.
En efecto, los obispos, indignados, habían respondido con esa decisión a una ley de cultos limitativa y jacobina del gobierno.
– Eso habrá sido donde usted leyó -me dijo Antonio Bugarín. -En toda esta región, los cultos los suspendió el gobierno. Por eso la gente se fue al llano con su escopeta, a buscar lo que decían "una nueva casa" para Cristo Rey.
– Pero el culto lo suspendieron los curas -dijo Álvaro.
– Ellos fueron -admitió Antonio Bugarín. -Y lo sé yo mejor que nadie en esta parte del mundo. Lo que quiero decir, es que no hubo cristiano leal o improvisado de esta zona que no pensara entonces, y piense todavía, que fue Calles quien cerró la casa del Divino. Discutiéndoles eso fue que nos dimos de balazos cuatro meses. Les ganamos tres a uno, pero ni así se convencieron. ¿Qué quieren saber de ese jaleo?
– Todo lo que usted recuerde -dijo Álvaro.
– Entonces ha de ser muy poco, sobrino -dijo Antonio Bugarín. -Porque recuerdo la misma historia con unos pocos cambios. Aquí, bajo ese huizache que ahí se ve, mataron a Ramón Fernández. Bajo aquel otro, ajustaron a su primo Donaciano. Y uno estaba en nuestro bando y el otro en el bando de ellos. Eso fue todo: un perseguirnos de acá para allá, unos a otros, y luego de regreso. Y los muertos y los gritos de las mujeres, las jaculatorias y las mentadas. Lo único que recuerdo mejor es cuando les pusimos el retén a los que subían de abajo con refuerzos para los cristeros de acá arriba. Ya estaba todo en paz acá arriba, les habíamos ganado tres a uno, como les digo, y supimos que venían de Colotlán con el cura al frente para incendiar de nuevo la meseta. Dije entre mí: "Eso no". Y así fue. Una partida montada subía por el sendero de Juchipila y otros a pie trepaban como monos por la escarpa del ojo de agua, allá del lado de Jalisco. No habían alcanzado la mitad del camino, cuando en un recodo encañoné de frente al cura de Colotlán.
– Cuéntenos del cura de Colotlán -dijo Álvaro, sabedor del guión de la memoria de su tío.
– Hombre vanidoso el señor cura -dijo Antonio Bugarín, sonriendo. -Subía esa noche de luna montando un caballo blanco. Pude verlo de lejos y atajarlo con premeditación. Lo apercollé del cogote y le dije: "Viva Cristo yo", para que supiera a qué atenerse con el blasfemo que le había tocado. Supo. No sé si por el apretón o por la blasfemia. El caso es que se quedó blandito entre mis brazos, rendido, arrepentido a lo mejor de haber usado su caballo blanco. Luego les grité a los que seguían escarpando: "Aquí tengo al cura. Si se mueven lo mando al otro mundo. Les habla Antonio Bugarín." Entonces mi nombre valía algo entre esa gente porque les habíamos matado tres a uno acá arriba, y eso cuenta cuando se anda de guerra. Pararon su ascensión y les dije: "Si quieren ver vivo otra vez al señor cura, acá no suban. Hagan su guerra abajo. Cuando acabe el incendio de su Cristo, les devuelvo a su cura intacto. Y hasta bien comido". Eso fue con los que venían a caballo. Los que venían a pie, por el otro lado del desfiladero, esos murieron o huyeron, de modo que les fue peor. El caso es que yo me llevé al cura y ellos dejaron de subir. Cada semana les escribía el señor cura a sus fieles de allá abajo. "Estoy bien con Bugarín". Y muy bien estaba el vividor, aunque siempre queriéndose escapar. Se sentía Miguel Hidalgo, el nuevo padre de la patria. Y algo se parecía en lo necio, digo yo. ¿Qué más quieren saber?
– ¿Usted era ateo, tío? -preguntó Álvaro.
– Católico como el que más -respondió Antonio Bugarín.
– ¿Por qué se metió entonces a pelear contra los cristeros?
– Tuve mis razones -dijo Bugarín. -Y tú las sabes mejor que nadie, de modo que si quieres contarlas no tienes más que empezar. Pero aquí, a tu amigo, puedo decirle que yo estaba en la cárcel y me fueron a ver y a proponerme que me dejaban libre y limpio si limpiaba de cristeros la meseta. Yo dije: "Bueno", y me fui por mis hombres de siempre, que también eran católicos pero no tenían cabecilla y estaban aburridos de que llevábamos años de la quietud ésta del cielo que usted ve, y ninguna otra cosa.
– Ellos pacificaron la zona luego de la revolución, en 1917 -me explicó Álvaro. -Quedaron más bandidos sueltos que hubo revolucionarios. Los pueblos aquí se defendieron solos de los bandoleros. Allá en el desfiladero de Juchipila, mi tío y su gente echaron para atrás a Inés García. ¿Te acuerdas de Inés García?
Me acordaba. Inés García había sido el bandolero más temido del Occidente, un ranchero hijo de la guerra, cruel y desalmado como sólo las guerras pueden prohijar. Su diversión favorita fue consignada magistralmente en uno de los cuentos magistrales de Juan Rulfo. Le gustaba jugar "al toreo" con sus prisioneros, casi siempre los hombres, jóvenes o viejos, de pueblos indefensos: los soltaban amarrados de manos a la espalda frente al propio Inés García que hacía las veces de "toro" con un verduguillo en la mano y les iba dando piquetes, "cornadas", hasta que los remataba.
– Era un payaso -dijo Antonio Bugarín, sin alarde ni vanidad extemporánea. -Unos cuantos tiros le echamos, nada más. Salió corriendo como ladrón de feria.
– ¿Y a los cristeros? -pregunté yo.
– Más tiros hicieron falta para esos amigos -dijo Bugarín. -Porque a ellos no les importaba morirse. Se santificaban, según esto, muriendo por Cristo Rey. Pero los barrimos de la meseta ranchería por ranchería y fuimos haciendo colección de curas presos. Aparte del de Colotlán llegué a tener aquí en la comisaría del pueblo al de Juchipila, al de Tlaltenango y desde luego al de Atolinga. Descubrimos que venían a las calladas para dar los sacramentos donde se pudiera. Y los fuimos pepenando uno por uno. Ya cuando tuvimos nuestra colección de curitas y la gente vio que no les hacíamos nada pero que estaban en nuestras manos, pasó el furor, bajó la rabia. Luego, un día, yo mismo les llevé al cura que les diera misa y comunión en la ranchería de Los Azomiates, la más dura de pelar. Y así se fue acabando la Cristera en la meseta. Pero antes de eso, como les digo: muchos tiros, muchas emboscadas, muchas barbaridades. Sangre llama sangre y aquí, en unos meses, corrió suficiente. Ahora -dijo Bugarín, volteando a mirarme con sus ojos claros, veteados por un resplandor juvenil- yo digo que hay al menos una historia en Atolinga más digna de ser contada que las matazones de la Cristera.