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– ¿Y entonces? -preguntó mi hija Rosario, sacudida todavía por la nitidez de los disparos.

– Entonces empezó la infamia, hija. -dijo doña Emma. -Al día siguiente, muy tempranito, en el avión de un comerciante de ahí, sacaron a Arreóla de Quintana Roo, y empezaron a correr la voz de que Arreóla había matado a Pedro Pérez por motivos políticos, como justificando el crimen por haber tenido móviles políticos. Como si el crimen político fuera justificable y los otros no. Así, tranquilamente, te decían en Chetumal: "El gobierno ayudó a Arreóla a huir, porque lo suyo con Pedro Pérez fue una cuestión política", como queriendo decir que entre gitanos no se leen la malaventura y que todo lo que pasa entre políticos está justificado. Al día siguiente, fue el entierro de Pedro Pérez. Esa fue la otra infamia: hubo consigna del gobierno entre la gente bien de Chetumal, la gente acomodada, la gente con dinero, que no se le hiciera mucho eco al entierro para no darle un cariz político. Con lo cual, ya era la infamia redonda: el asesinato de Pedro Pérez había tenido un carácter político, pero su entierro no debía tener un cariz político. Por eso digo yo que la política es lo que los hombres han inventado para justificar sus peores aberraciones. Bueno, el caso es que, de la gente de significación de Chetumal, sólo tu abuelo Camín marchó con el cortejo de Pedro Pérez, junto con Jesús Santa María y Pepe Almudena, los españoles del lugar, que habían ayudado siempre a Pedro y no renegaron de él a la hora de su muerte.

– La gente bien no fue -acotó doña Luisa. -Pero del pueblo acudió todo el mundo al entierro de Pedro Pérez. Estaba el cementerio que no cabía nadie. En medio del calor, estaba toda la gente ahí, porque Pedro era un hombre querido del pueblo.

– Tribuno del Pueblo -insistió mi hija Rosario. – ¿Y qué pasó con la familia?

– Te puedes imaginar -dijo doña Emma. -Pedro y mi comadre Mercedes tenían cinco hijos, y estaba mi comadre esperando el sexto cuando mataron a su marido. Mucha gente los ayudó y hasta el gobierno quiso darles un apoyo para tratar de lavar un poco lo de Arreóla. Pero mi comadre no aceptó nada. Se puso a trabajar y a hacer la lucha por todos lados. Los dos hijos mayores, varones, que eran unos niños de diez y ocho años, salieron a vender. Y ahí se fue levantando la familia de Pedro, a puro pulmón. La última ironía del asunto, fue un ejemplo de eso que decía Antonino que a Dios le gustan los golpes bajos. Van a ver: a Pedro lo mataron en octubre, estando Mercedes, su mujer, embarazada. Bueno, pues Mercedes dio a luz una niña que vino a nacer nada menos que el 28 de diciembre, precisamente el día del santo de Inocencio Arreóla, como para que recordara toda su vida que había nacido el mismo día que el hombre que mató a su padre.

– Eso es lo que se llama un final redondo -dijo Luis Miguel.

– Es un final como fue -dijo doña Emma.

– Pero falta el epílogo -recordó Luis Miguel.

– Qué epílogo ni qué ocho cuartos -rehusó doña Emma.

– Tiene un epílogo, madre -porfió Luis Miguel. -La única y verdadera historia de la noche que mataron a Pedro Pérez, tiene un epílogo. Yo lo sé. No en balde llevo media vida escuchándola.

– ¿Cuál epílogo? -preguntó doña Emma, entre divertida y desconcertada.

– Lo que pasó con Margarito después -dijo sin titubear Luis Miguel. -Y lo que pasó con la hija de Arreóla.

– Ah, eso -dijo doña Emma. -De acuerdo. Lo que pasó es esto: Margarito salió de Quintana Roo, creo que a fines de los años cincuenta, y se regresó a vivir a Jalisco, donde uno de sus hijos, el mayor, llegó a ser un político muy importante, siendo muy joven todavía. Bueno, pues Margarito alcanzó a vivir para ver que a ese muchacho lo mataran en la calle, a tiros, por razones políticas. Nunca se supo quién lo mató. Alguien protegió a los asesinos, como antes las gentes de Margarito habían protegido a Inocencio Arreóla.

– ¿Y qué pasó con Arreóla? -preguntó Luis Miguel.

– Otra historia increíble -dijo doña Emma. -Tu tío Ernesto se lo encontró aquí, en la ciudad de México, por ahí de 1976. Se fueron a comer y a conversar, porque tu tío Ernesto se llevaba bien con todos ellos. Hasta la fecha, dice que Margarito fue un gran gobernante de Quintana Roo. Y tiene sus buenas razones, no creas, sólo que nosotros recordamos otras cosas. Bueno, pues ¿qué crees que le había pasado a este hombre, Inocencio Arreóla? Esto: su hija monja se había hecho guerrillera, se había puesto a asaltar bancos y a secuestrar gente importante. Y en uno de esos asaltos, durante un tiroteo, la habían matado unos policías en Guadalajara, luego de una persecución. Y ¿dónde creen ustedes que cayó muerta? Frente a la Catedral, a media plaza, acribillada por la espalda, igual que Pedro Pérez.

– Ahí está el epílogo -dijo Luis Miguel. -Ni modo que nos fuéramos sin el epílogo.

– Se los cuento como fue -dijo doña Emma. -Y yo insisto en que esa es la realidad de la política: regar por el mundo la basura que hay en el corazón de los hombres.

Hubo entonces un silencio viejo, perfecto, como los de Chetumal, interrumpido sólo por el rasguido de la uña melancólica y exhausta de doña Emma, que espulgaba las migajas del mantel frente a ella. Nadie habló ni se movió de la mesa, y en medio de ese silencio antiguo, apartado por un momento de la historia, creímos escuchar de nuevo los tiros que mataron pero hicieron vivir para siempre, entre nosotros, a Pedro Pérez.

Los motivos de Lobo

Aunque nací en la década de los cuarentas y apenas había cumplido veintidós años en 1968, el conjunto musical legendario de mi adolescencia no fueron los ubicuos Beatles, sino los ya olvidados Lobo y Melón. Es posible que, dentro de veinte años, Los Beatles le resulten al cambiante mundo tan desconocidos como Lobo y Melón son hoy para la humanidad bailante de su patria. Pero hubo una época de la ciudad de México en que ese desconocimiento hubiera sonado a estupidez o herejía. En aquel tiempo, las casas de la ciudad abrían sus puertas generosas a la celebración de cumpleaños y graduaciones, con tal fruición y frecuencia que era posible ir a fiestas todo el fin de semana, de viernes a domingo y de la tarde a la madrugada, sin haber sido invitado, mediante el simple recurso de ponerse traje y corbata, echarse a la calle y escurrirse con discreción en la primera fiesta que se cruzara, preguntando: "¿Ya llegó Roberto?".

Naturalmente, Roberto no existía, salvo para facilitar la impresión de que nos había citado por él en ese sitio y, por tanto, teníamos una especie de derecho natural a deslizamos hasta la cocina, pedir una cuba libre, inspeccionar las viandas y pasar luego al recinto propiamente dancístico para medir la intensidad y el atractivo de la fiesta, que podía consistir sólo en la mirada de alguna muchacha de buena familia, decidida, como uno, a dejar de serlo en cuanto lo permitieran las circunstancias. Si el alcohol era escaso, si las viandas eran pobres, si las muchachas eran tan decentes como uno, entonces uno podía seguir a la siguiente casa enfiestada, que solía estar en la misma manzana, para preguntar nuevamente por Roberto y reiniciar la inspección. Y así, hasta dar con la fiesta idónea a los caprichos de la caravana.

Bueno: en cada una de esas casas abiertas a la fiesta, en las divertidas y en las gazmoñas, en las ricas y en las pobres, en las alegres y en las taciturnas, en todas y cada una, como si uno pasara por diferentes canciones del mismo long play, los momentos culminantes del baile, de la sensualidad y de la diversión verdadera, que es la que quita los disfraces y reúne a la multitud en el eufórico olvido de sus nombres, venían unidos a la música y a las voces inolvidables de Adrián Navarro, Lobo, y Luis Ángel Silva, Melón, dos cantantes que habían armado el mejor conjunto de rumba del país y lo recorrían, en persona y en disco, haciéndolo bailar como nadie lo había logrado desde Pérez Prado y el mambo, veinte años atrás.

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