En aquella ciudad perdida y provinciana, Lobo y Melón encarnaron unos años fugaces el clímax de la furia tropical y romántica que por décadas, y aun por siglos, había llegado a México proveniente de Cuba. Al irse petrificando, la Revolución Cubana se llevó los sueños revolucionarios de mi generación, pero secuestró también algo más imperdonable y fundamental: la extraordinaria música cubana, su inmensa capacidad de alegría sensual, pegada a los humores fundamentales de la tierra, a la risa y al baile, al deseo y la urgencia del otro, a la comunión sudorosa de los cuerpos, devueltos por la música a la pulsión adánica de buscarse sin impedimenta, ligeros e inocentes en su vocación de excitarse al golpe de cadera de un danzón, de ayuntarse al ritmo frenético de un guaguancó, de añorarse más tarde en los vaivenes melancólicos de una habanera. "Llegó el Comandante y mandó parar", recuerda un orgulloso estribillo musical de la Revolución Cubana, aludiendo al fin de las miserias y los abusos en la isla. Entre las cosas que pararon se contó también la música viva de Cuba, la música de siglos, venida del principio de los tiempos, la música loca y profunda que parecía manar sin cortapisa del alma impura y creativa de la isla.
El crecimiento absurdo de la ciudad de México, por su parte, se llevó aquella nuestra ciudad de las fiestas ecuménicas, abiertas a los modestos intrusos que abusábamos de ellas; cerró las puertas de nuestras casas y volvió nuestras celebraciones un ritual endógeno, una colección de encierros familiares con recelosos derechos de admisión, impuestos por una vida urbana demasiado sacudida por la inseguridad, el crimen y la desconfianza, como para entregarse a sus ingenuos impulsos comunitarios de solidaridad y convivio.
También nosotros nos fuimos secuestrando y perdiendo en esos años -mi generación quiero decir, los nacidos entre 1940 y 1950. Fuimos perdiendo la soltería y la línea, el pelo y los sueños de una pronta solución a la injusticia esencial del mundo. Fuimos ganando peso, responsabilidades, familia, paciencia e ilusiones perdidas. Conservamos, sin embargo, al menos yo, a los amigos que aquella adolescencia fértil y extravagante nos legó, entre pleitos y desencuentros, como el mayor de sus dones.
Pienso ahora, particularmente, en Luis Linares, quien suplió, sin proponérselo ni saberlo, mis urgencias de un hermano mayor o un padre sustituto o un simple modelo a quien querer parecerse en la vida, mientras la propia vida nos enseña, irremediablemente, que no hemos de parecemos sino a nosotros mismos. Con Linares aprendí a fumar cigarrillos sin filtro y a beber sin perder el conocimiento; aprendí a adorar a las mujeres, a discutir y a leer no como un entretenimiento, sino como parte de la ingeniería de la propia vida; en su complicidad obtuve mi primer bienaventuranza sexual, y una larga pedagogía terrena sobre los bienes laicos de la vida: el amor y el desmadre, la libertad y el orgullo, la contención sentimental, la adicción a la fiesta, el valor de tener un punto de vista propio y defenderlo.
En la cercanía de Linares, obtuve también el conocimiento personal de Lobo y Melón, durante una de las célebres rumbeadas que se organizaban entonces en El Limonal, una casona del barrio de Coyoacán, propiedad de un viejo francés que combatía la evidencia entrecana de sus años llenando su casa de rumberos y licor, que a su vez atraían, como un imán, a racimos de muchachas encendidas y toda clase de especimenes de la golfería.
Recuerdo esa fiesta con peculiar precisión, porque no hice en ella otra cosa que mirar cantar a Lobo casi una hora, antes de que se fuera, con el conjunto, a cumplir su trabajo nocturno en el cabaret Run Run, que estaba en la Reforma, junto al Cine Roble, en un local que el terremoto de 1985 demolió y en donde, desde el cierre del Run Run, en los setentas, habían fracasado todos los negocios imaginables: un restaurante chino, un ristorante italiano, un lote de coches y cuatro centros nocturnos. Como si el declive de la rumba y de Lobo y Melón en la ciudad, hubiera creado su propio vacío irrellenable.
Digo "mirar" a Lobo, porque de oírlo me había cansado en fiestas y discos, y porque su presencia era visible como pocas cosas: añadía un toque de veracidad rumbera a la música, un "toque santo", como sólo encontré después en Daniel Santos o en Celia Cruz. También, lo recuerdo ahora, en Omara Portuondo, a quien escuché una triste noche del 85, desarreglada y en chanclas chinas, en un triste bar de una Habana deteriorada y triste, el bar de donde salió caminando años más tarde José Antonio Méndez, para perder la vida, atropellado, en la capital latinoamericana donde menos automóviles hay. (Aclaro que nunca vi en persona a ninguno de los otros monstruos: ni a Pérez Prado ni al Trío Matamoros ni a Benny Moré, ni a Olga Guillot, ni a La Lupe, aunque sí a Silvestre Méndez, que durante años hizo en el Bar Cartier de la avenida Juárez, la más eléctrica y orgásmica versión imaginable de Chivo que rompe tambó).
Lobo era moreno y delgado, de perfectas orejas, barba cerrada y unos labios gruesos, sensuales, en medio del rostro largo y fino; tenía las cuencas profundas y los ojos grandes, subrayados en su expresión melancólica por unas pestañas tan largas y rizadas, que le sombreaban los pómulos. Melón era blanco, con una pinta amateur que no se borraba de su apariencia ni cuando cobraba, pero era el arreglista del conjunto, el compositor y el empresario, la parte sobria, madrugadora, de aquel barco nocturno, borracho de rumba y fandango.
Lobo cantaba, tocaba las claves, rascaba el güiro, golpeaba las tumbadoras, ritmaba el cencerro con un palo de batería. Pero era mucho más que eso, era la cara pública y la frescura del grupo, su ángel magnético capaz de todos los registros, de la nostalgia arrabalera del bolero al frenesí liberador del guaguancó. El timbre cambiante de su voz, podía imponer igual los ritmos afros del batey o las nobles evocaciones del bohío, en una conjunción de fiesta y brisa que traía a la audiencia, casi físicamente, todas las cosas que el joven Carpentier había reconocido y recordado desde París en esta música: el paisaje cubano, "bañado por una luz de perenne incendio"; el "ritmo seco, obsesionante, todopoderoso" de la rumba; las tonadas que saben, según los casos, a "patio de solar" y "puesto de chinos", a "fiesta ñañiga" o a "pirulí premiado". Y el son que debe amarse, por encima de las buenas costumbres, como hay que amar, en la memoria irrevocable de Cuba, "el solar bullanguero y el güiro, la décima, la litografía de la caja de puros, el pregón pintoresco, la mulata con sus anillas de oro, la chancleta ligera del rumbero, la bronca barriotera, el boniatillo y la alegría de coco". *
Lo vi cantar una hora y atender los ofrecimientos, bastante explícitos, de un trío de apetitosas locas que le pedían canciones en servilletas pintadas con bilé. Al final de su tocada, sin embargo, antes de irse al cabaret, Lobo no buscó en ellas su compañía de la noche, sino que las rodeó y fue al fondo de la fiesta, en caza de su propia elección. Poco después pasó junto a mí, riendo y hablando en el cuello de una mujer de melena negra y bronceados hombros desnudos. Enfundaba la perfecta exhuberancia de su cuerpo en un vestido rojo que cortaba a la mitad las redondeces generosas de su busto y sus muslos. "Me la tenían escondida", dijo Lobo al pasar, dirigiéndose a mí, campechanamente, como si me conociera de años, riendo su atractiva sonrisa de labios gruesos y dientes blancos, parejos y luminosos, como el propio fulgor de su vida.
Lo escuché entonces, frente a mí, decirle en el oído:
– Esta noche no duerme Caperucita Roja. ¿Sabes por qué?
– No -dijo la muchacha, meciéndose en él, como si le hiciera cosquillas.