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– ¿Quién le dijo? -pregunté yo.

– Yo le dije al Fincho cuando me lo contó -dijo Lezama.

– ¿La noche del entierro de tu padre?

– En el Motel Valle Grande -precisó Lezama. -Le dije que su coartada había servido, que mi padre me lo había contado antes de morir, que le había salvado la vida.

Vi sus ojos llenarse de lágrimas. Lo atribuí al humo del atestado bar del Hotel Ancira y al conocido efecto acuoso de las cubas libres.

– ¿Qué pasó con Cordelia? -pregunté.

– ¿La mujer de mi papá en Mazatlán?

– La mujer con la que huyó.

– Nada. Vive en Mazatlán. Es de las buenas familias mazatlecas todavía.

– ¿No huyó con él?

– No, qué va a huir -dijo Lezama.

Por primera vez en el relato de todo el día, hubo en su voz un agravio personal a cuenta del pasado pendiente de su padre: el rencor y el amor de haber sido abandonado él mismo por Cordelia, en la figura de su padre, Lezamita.

– Ahí hay una novela -le dije.

– ¿Una novela paterna? -bromeó Lezama.

– No, en lo de Cordelia -dije.

– ¿Y en todo lo que te he contado no hay una novela, cabrón? – respondió airadamente Lezama.

– Mucho más que una novela -le dije.

– ¿Te gustó? -me dijo.

– Me devolvió a mi padre -le dije.

– A mí también, cabrón -dijo Lezama. El insistente humo del bar volvió a nublar sus ojos con algo semejante a un llanto masculinamente retenido. El conocido efecto acuoso de los wisquis, nubló también los míos. Pero ninguno goteó.

Sin compañía

Cuando me divorcié en el 75 tuve, como todos, mi gajo de epopeya amorosa. Las más locas caricias soñadas sin esperanza a la vera de mi lazo conyugal, las más jugosas transgresiones, los más tiernos amores me fueron concedidos por el cielo, y por el celo incesante y ecuménico de mi recién adquirida soltería. Nadie es tan ávido soltero en busca del tiempo perdido y del amor ocasional, como el divorciado novel. Es el verdadero Don Juan, el hombre que corre sin riendas huyendo de la cárcel de la costumbre marital, hacia la insaciable intemperie de la libertad que exige cada noche un cuerpo nuevo.

Recuerdo haberme empeñado en llevar a la cama a las más increíbles mujeres por las más dispares y mitómanas de las razones: porque la hubiera traído a la fiesta mi mejor amigo, porque hubiera entonado bien un verso firme de Guantanamera, porque osara gritarme "macho" debido sólo a que, acabando de conocerla, le hubiera pedido sin más pasar al cuarto, y otras audacias típicas del estado práctico y genérico de divorcio.

A mi excompañera de la Ibero, Ana Martignoni, intenté seducirla por razones, si cabe, menos caprichosas: porque era la hija apetecible, comunista y réproba, de uno de los hombres más ricos y anticomunistas de México, y porque quería saber por ella misma si se había acostado en efecto, como todos decían, con el legendario padre Felipe Alatorre, el jesuita dorado, profeta de la vida personal, que la Compañía de Jesús desempacó en la ciudad de México a principios de los sesentas, guapo y aristocrático, graduado en Lovaina, la frente amplia y los ojos ardientes, dispuestos como ningunos a amar y perdonar.

Tras el fulgor sabio y sufriente de esos ojos y tras las palabras existenciales, honestas y dolorosas de Felipe Alatorre S. J., se habían ido los suspiros y los corazones de la mitad de las niñas ricas de la Ibero, que se ataron a él por la doble cadena inexperta de la búsqueda de la verdad en sus vidas y el pálpito no buscado de la verdad de sus sexos.

Unos años después de aquellas iniciaciones, prófugos ya los dos del mundo de la Ibero, fue acaso inevitable que me encontrara con Ana Martignoni en una rumbeada universitaria del Pedregal. Más escandalosa y sobreactuada que borracha, en medio de la euforia sindicalista y tropical del ágape, bailaba sola a media pista, con maña y saña pélvica que hubiera ruborizado a Ninón Sevilla. Y cantaba, gritando, los versos imposibles de Amalia Batista:

A mí no me agarras tú,
porque no me da la gana
porque te tiro te tiro la palangana
a ritmo de guapachá.

Nos conocíamos de la Ibero. Yo había atestiguado sus primeras incursiones analfabetas en la psicología freudiana y en el evolucionismo teológico de Teilhard de Chardin; había admirado el color y la forma, para mí inhibitoria, de sus brazos y sus muslos; había maldecido mi temor, mis complejos, mi ropa, mi falta de dinero para invitarla a bailar, descorcharle una botella de champaña, ofrecerle una suite en Acapulco o al menos una cena en el café rojo de la propia Ibero, que costaba más que el blanco porque había luz indirecta y servían licores.

Esperé que terminara su solo de rumba en la pista y la alcancé en la barra que habían instalado al fondo. Como tantos hijos de escuelas jesuitas, yo había hecho en esos años una modesta trayectoria intelectual dentro de la izquierda mexicana y ella una escandalosa fama pública que la había vuelto accesible a mi imaginación de soltero hambriento y envanecido. Me dio besos en las mejillas y palmadas en la nuca: -Mi compañerito -dijo, imitando el coloquialismo clásico del escritor José Revueltas, que moriría ese año. -¿Cómo estás, qué te tomas?

Pedí una cuba.

– Me encantó lo que escribiste de Cosío Villegas -dijo, después de servirla. -Pinche viejo liberal.

– Era un elogio -dije. -Me gusta su liberalismo.

– Qué te va a gustar, mi rey. Chinga que le pusiste al viejo ése. O leí tan mal que ni me acuerdo.

– No, también era una crítica.

– Es lo que yo te digo. Me encanta lo que haces. Quién me iba a decir que ibas a volverte luminaria de la izquierda mexicana.

– Un firmamento restringido -dije.

– Es el que hay, mi rey. Ni modo que nos dieran la Vía Láctea. ¿Viniste solo?

– Sí, pero pretendo irme acompañado.

– I like it, sir. Yes, I do -dijo Ana Martignoni, en su perfecto inglés texano. -Advierto, por lo que puedas intentar: yo también vine sola y eres la primera cosa interesante que veo en este firmamento restringido. ¿Quieres bailar?

Bailamos.

Ana Martignoni era alta y tenía los muslos y los brazos largos. Todo su cuerpo parecía la consecuencia bronceada de una educación liberal que había incluido la equitación y el nado, inviernos de esquí, veranos de buceo, otoños de cruceros por el Caribe. Cada una de esas cosas estaba aún en su piel color de nuez, en la pulida dureza de sus músculos, en el trapecio de sus hombros, en la delicada fuerza de sus caderas y en la sal de su olor que trasminaba, impuramente, la fragancia floral de su perfume.

– Pinche viejo liberal -insistió Ana, ronroneando, mientras acomodaba ese cuerpo flexible contra mí, y su perfil soñoliento sobre mi cuello. -Me encantó la chinga que le pusiste, mi rey.

– ¿Te encantó?

– Mjm.

– ¿Sobre todo la parte donde hablo de su crítica a Stalin?

– Sobre todo esa, mi rey.

– Pero él nunca hizo una crítica a Stalin.

– Qué importa, eso qué importa -musitó, siempre contra mi cuello, la Martignoni.

– Te estás equivocando de crítico. Yo nunca escribí eso.

– Pero no me estoy equivocando de señor -dijo Ana, ciñéndose más a mi cuerpo.

– Eso no.

– Pues ya ves, compañerito. Ya lo ves -como dormida o soñolienta en mi cuello. -¿A dónde me vas a llevar, mh?

– A donde quieras.

– A donde yo quiera voy sola, mi rey. ¿A dónde vas a llevarme tú, mh?

La llevé a un hotel de Tlalpan. Ahí nos hicimos el amor como quien se da barrocamente la mano, ejerciendo sobre nuestros cuerpos toda clase de suertes externas y vanidosas audacias de manual. Estaba un poco ebria y al terminar un poco melancólica, supongo que por haber ratificado la dolorosa frigidez de su cuerpo, que iba tirando al paso de quien se cruzara por ver si en alguno de esos enganches el muro de hielo dejaba florecer la hierba dulce y rabiosa del deseo. Se tapó con la sábana hasta el pecho, púdica por primera vez desde nuestro encuentro y la vi fumar en silencio, blanqueada a medias por un cuadrángulo de luz neón que entraba de la calle por la ventana, los grandes ojos verdes, fijos en el llano de su absurda soledad.

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