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Regresamos a ver a Cosme Estrada al día siguiente.

– Quiere ver el retrato de mi tía -le dijo Álvaro López, señalándome.

Nos pasó Cosme Estrada por los corredores de su casa, hasta el comedor, donde ya no comía. Olía a encierro y a iglesia. Tras la cabecera de la mesa labrada, había un óleo mal hecho de una mujer que miraba hacia el frente con los ojos inyectados y ardientes, espejos imprecisables del calor de su alma o de la impericia amarilla del pintor, mal mezclador de blancos y fulgores. Tenía los labios carnosos y un pelo azul que caía en gruesas trenzas sobre sus hombros, con una liberalidad voluptuosa que desmentía el cuello blanco, ceñido, protector de la intimidad monogámica de hombros y pechos.

– ¿Cómo se llamaba? -dije yo, susurrando sin necesidad, como en un templo.

– Armida -musitó Cosme Estrada, aceptando mi tono.

– Armida Miramontes -completó Álvaro López, su sobrino.

– De todos nuestros respetos -murmuré yo para mí, antes de escabullirme al corredor y a la calle, donde seguían esperando, impasibles y eternos, el cielo y la tierra de Atolinga, que no sabían del reino de su luz ni recordaban nuestros nombres.

La noche que mataron a Pedro Pérez

La política es lo que los hombres han inventado para dar rienda suelta a sus más bajas pasiones -dijo doña Emma, mi madre, desde su indisputable trono verbal en la sobremesa familiar de los sábados. -Eso decía tu abuelo Camín, y tenía razón. Todo lo que el hombre no se atrevería a confesarle en voz baja a su mejor amigo, es capaz de hacerlo en público si sus actos tienen según él una justificación política. Mentir, robar, matar: las peores cosas parecen justificadas, y hasta valientes, si se hacen por una razón política. Y si no, mira la historia de Pedro Pérez. Verás las miserias de que el hombre es capaz por la política.

– Cuéntanos la historia de Pedro Pérez -suplicó Luis Miguel, mi hermano, que la había oído mil veces y no se cansaba de oírla de nuevo.

– La has oído mil veces -dijo mi madre, con altivez propiamente materna, sintiendo que su cachorro hacía mofa de ella.

– Pero esta vez la vamos a grabar para siempre -dijo Luis Miguel, admitiendo y diluyendo la sorna que había percibido doña Emma.

– Cuéntala, mamá Emma -pidió mi hija Rosario, que no había escuchado nunca la historia de Pedro Pérez, o la había escuchado siendo niña y no la llevaba en la mochila de su inquieta memoria adolescente.

– Te la voy a contar a ti, mi amor, no al badulaque burlón de tu tío -le dijo doña Emma a mi hija Rosario, atacando todavía la infidencia filial de mi hermano.

– Cuéntala ya, Emma -apoyó sonriendo doña Luisa, con hastío cómplice de la infidencia de Luis Miguel, su sobrino.

– La voy a contar cuando a mí me dé la gana -definió doña Emma, escobeteando todavía la ofensiva en su contra. Pero a inmediata continuación, incapaz como siempre de rehusar una ocasión narrativa, empezó la historia reclamada: -Pedro Pérez fue siempre un político que estuvo en contra del gobierno.

– Pedro Pérez fue sobre todo una excelente persona -interrumpió doña Luisa, mi tía, para iniciar sin desórdenes la narración. -Lo quería papá, su abuelo de ustedes, el abuelo Camín. Papá le disculpaba a Pedro Pérez su gran debilidad de ser bebedor, porque lo juzgó siempre una excelente persona, de la buena cepa mexicana. Papá se quejaba mucho de los vicios de México, pero decía que cuando la cepa mexicana da un buen hombre, no hay mejor hombre en el mundo. Eso decía papá.

– Pero eso no tiene que ver con la historia de Pedro Pérez -contraatacó doña Emma, en busca del mando narrativo. -Porque no lo mataron por sus buenas cualidades, sino por estar en contra del gobierno.

– Verdad -admitió doña Luisa, resignándose ante la lógica exultante y abrumadora de su hermana. -Pero era un hombre bueno también, bueno como el mejor, y por eso lo querían tanto en Chetumal.

– Fue un hombre bueno y querido, que estuvo siempre en contra del gobierno -aceptó y refrendó doña Emma, dueña al fin de su narración. -Y un hombre con sus ideas descabelladas, también. Por ejemplo: era germanófilo como el más ario de los germanos, teniendo él la facha más veracruzana que pudiera verse, moreno, morocho, con los labios gruesos y morados, como de cabeza olmeca. Le puso a una hija suya Alemania y a otro, que murió, le había puesto Sigfrido, por aquello de los nibelungos. Esa era la época en que medio México le iba a Hitler en la guerra contra los americanos. Adorar a los alemanes era una forma, idiota digo yo, pero muy extendida entonces, de pensar que así se fregaba a los gringos. Bueno, Pedro Pérez era jefe de aduanas en Chetumal.

– Jefe de migración -precisó doña Luisa.

– De migración -aceptó doña Emma. -Y, como dice tu tía Luisa, a cada rato estaba en el mostrador con papá conversando horas y horas. Hablaban sin parar de política, de la guerra, de los males de México y todo eso. Pero la obsesión de Pedro Pérez era la plaga bíblica, así decía él: "la plaga bíblica" que había caído sobre Chetumal con el gobierno de Margarito Ramírez. Margarito Ramírez era un hombre de Jalisco cuyo mérito había sido salvarle la vida al general Obregón, en los años veintes, y matar no sé cuántos cristeros en la guerra religiosa de los años que siguieron. No encontraron en el gobierno mejor manera de deshacerse de Margarito, que mandarlo a gobernar Quintana Roo. Y como nadie lo quería de regreso en la capital, mucho menos en Jalisco, lo fueron dejando como gobernador del territorio, que entonces era una parte de México que había que hacer esfuerzo para recordar que existía. Quintana Roo era entonces parte de la selva, no de México. Margarito se quedó catorce años, dueño de aquella selva, montado en los quintanarroenses sin haberse quitado las espuelas, como decía papá, el abuelo Camín.

– Manejaba el territorio como si fuera su hacienda -confirmó doña Luisa.

– El corral de la hacienda -precisó doña Emma.

– Es verdad. Sin compasión alguna -admitió doña Luisa. -Y eso a Pedro Pérez lo fue poniendo loco de rabia, por la afrenta contra Quintana Roo, como él decía. Porque él era veracruzano, pero no ha visto Quintana Roo un quintanarroense como él. No había causa quintanarroense que no levantara Pedro Pérez. Una obsesión era para él Quintana Roo.

– Quintana Roo, y llevar la contra -reingresó doña Emma. -Cuando Cárdenas fue a Quintana Roo y era gobernador Rafael Melgar, ahí mismo en el muelle, Pedro Pérez empezó a gritarle a Cárdenas que ya le había devuelto la identidad a Quintana Roo, pero ahora tenía que devolver Quintana Roo a los quintanarroenses. Porque Cárdenas volvió a hacer territorio federal a Quintana Roo, luego de varios años que fue parte del estado de Campeche. El caso es que se lanza Pedro Pérez una filípica contra Melgar, por haberse rodeado de colaboradores yucatecos, que según Pedro Pérez eran unos vendepatrias, abusivos y ladrones. Efectivamente, Melgar tenía como secretario de Gobierno a un yucateco, un licenciado Cámara que había sido asistente de Carrillo Puerto y se había salvado de milagro cuando emboscaron y mataron a Carrillo. Este licenciado Cámara era un hombre excelente, había organizado las cooperativas en el estado y era la persona de confianza de Melgar. Pero se había traído con él, al gobierno de Melgar, a otros yucatecos paisanos suyos, que andaban metidos en todo, inspeccionando todo. Bueno, todo ahí en Quintana Roo estaba por organizarse o reorganizarse. Melgar le había encomendado al licenciado Cámara que supervisara todo, y éste, a su vez, había construido un equipo, pues, como de contralores, que en todo metían la nariz. Verdad es que tenían irritado a medio Chetumal con sus intromisiones, y Pedro Pérez aprovechó la presencia de Cárdenas para gritar lo que medio pueblo gritaba: "Este gobierno está lleno de yucatecos". Cárdenas lo oyó sin parpadear y luego, ya camino a Palacio, que estaba enfrente del muelle, le pregunta a Melgar: "¿Quién es ese licenciado Cámara del que tanto se quejan?" Y le contesta Melgar: "Es el hombre que ha organizado las cooperativas, aquí. Fue ayudante de Carrillo Puerto". "¿Y quién es ése quintanarroense que está tan molesto con él por ser yucateco?", pregunta el cabresto de Cárdenas, que estaba en todo. "Es un veracruzano", respondió con malicia Melgar. "Entonces ya entiendo lo que necesita este lugar para volverse próspero", dijo Cárdenas. "¿Qué necesita, general?", le preguntó Melgar. "Más yucatecos como el licenciado Cámara y más veracruzanos como el gritón del muelle", respondió Cárdenas. "¿Y algunos oaxaqueños, mi general?", preguntó Melgar. "Con el que tienen basta y sobra", respondió Cárdenas.

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