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– Les voy a cantar una para celebrar que me hicieron recordar a Amalia. Voy a cantarles la que siempre le he cantado a ella. Una de las pocas que sigo cantando como si la cantara por primera vez, porque me recuerda a la chiquita. Va para ustedes.

Le dio unas cuantas instrucciones al pianista y otras al cantante sobre los coros. En medio de los aplausos, tomó el micrófono y, sobre las primeras notas del conjunto, dijo: "Para unos amigos aquí presentes que me han hecho recordar mejores tiempos, esta canción que nos recuerda aquellos tiempos".

– Mira nada más la que va a cantar este cabrón -dijo Linares, desbordado de dicha.

Lobo empezó a cantar, efectivamente:

Turbio fondeadero donde van a recalar
barcos que en los muelles
para siempre han de quedar

– Niebla del riachuelo, cabrón -dijo Linares. -Es la que estábamos cantando en La Posta.

Cantó Lobo:

Sombras que se alargan en la
noche del dolor
náufragos del mundo que han
perdido la ilusión

La increíble melancolía de la canción manaba de su voz multiplicada, con el fulgor de una verdad densa y triste, casi voluptuosa en la desnudez nostálgica de su sufrimiento, casi celebratoria de su indigencia.

Puentes y cordajes donde el viento
viene a aullar
barcos carboneros que jamás han
de zarpar

Las riberas del Papaloapan y el ángel pluvial que custodia Tlacotalpan bajaron hacia mí por esos versos, envolviendo con la voz honda e inspirada de Lobo la imagen acuática, eternamente joven, de Amalia Sobrino.

Torvo cementerio de las naves
que al morir,
piensan, sin embargo, que hacia
el mar han de partir

– ¿Oyes la sirena de esos barcos, Linares? -le pregunté.

– Completita-dijo Linares, y cantó desde su asiento, con Lobo:

Niebla del riachuelo
amarrada al recuerdo:
yo vivo esperando
Niebla del riachuelo:
este amor para siempre
me vas alejando

Entonces Lobo vino hacia nuestra mesa, con su gran y fresca sonrisa amistosa de toda la vida, y nos cantó enfrente los versos que no se habían marchitado en él y cuyo secreto era nuestro secreto de esa noche.

Nunca más volvioó
Nunca mas la vii
Nunca más su voz
nombró mi nombre
junto a míííí
Esa misma voz
me dijo adiós

– A él -dijo Linares. -Precisamente a él.

Nos despedimos de Lobo ya de madrugada, en las afueras del antro. Linares me llevó a mi casa, con su estoico chofer dormido atrás. No hablamos en el camino. Tampoco volvimos al antro la semana siguiente, como habíamos prometido.

Casi un año después, llegó al periódico la noticia escueta de que Adrián Navarro, mejor conocido en el ambiente artístico de los años sesenta como Lobo, había muerto durante un descanso de sus shows en un cabaret de la ciudad de México, donde seguía presentándose. Llamé a Linares para decírselo. Nos dolimos de nuestra indiferencia y de no haberlo ido a escuchar de nuevo. Traté de escribir entonces un relato contando la historia que Lobo nos había regalado. No pude. Hice sólo una mención adolorida de su muerte, en el cuerpo de un artículo sesudo que se quejaba, retóricamente, por no sé qué falsa calidad perdida de nuestra vida pública. Cuando lo leí al día siguiente, pensé que Lobo no lo hubiera entendido y reconocí sin más mi deuda con su historia, esa deuda inefable cuyo monto de dicha y desdicha no he podido pagar sino hasta ahora, cuando todo aquel mundo se ha ido pero queda sin embargo para siempre, como la rumba, en nuestro cuerpo y en nuestro corazón.

El camarada Vadillo

Para Álvaro Ruiz Abreu, primer arqueólogo inoficial

de José Revueltas y, por tanto, del camarada Vadillo

Antes de que lo tomaran preso en 1968, el escritor José Revueltas vivió dos meses clandestino en la casa de Arturo Cantú, a unos pasos de la glorieta Mariscal Sucre, en la ciudad de México. Esa glorieta se ha ido hoy de nuestra ciudad pero no de nuestra memoria, que vuelve nostálgicamente a ella y la recobra verde, casi negra, de tantos árboles y jardineras, con sus escaleras de granito y sus leones de bronce protectores de la paz gritona de los niños. Una dicha vacuna y materna reinaba dentro del perímetro floral de la glorieta, separándola así, como a nosotros el 68 y a Revueltas su trenza de sueños para el futuro, de la verdad violenta y reaccionaria del mundo.

Arturo Cantú trabajaba en El Día, un periódico que en su momento, por simpatías presidenciales, ayudó a fundar el senador Manuel Moreno Sánchez, para que criticara al gobierno y rompiera la unidad conservadora de la prensa nacional, tan proclive a las notas solemnes de la ceguera oligárquica y a refrendar sus prejuicios en cocteles de la Embajada americana. Cantú coordinaba la página cultural de El Día y era el autor secreto de uno de los palíndromos más naturales que registra el idioma castellano:

Sana tigre vas a correr rocas a ver gitanas

Si ponemos aparte la mesura norteña del alma de Cantú, diestra en la irónica frecuentación de los abismos, es difícil saber por qué Revueltas escogió su casona para refugio. Indiciado como reo peligroso desde la toma militar de la Universidad, en septiembre de aquel 68, y buscado por todas las policías de la capital, acaso Revueltas sólo quiso poner en práctica la lunática sabiduría policíaca de aquel cuento de Poe, según el cual el mejor sitio para esconder algo es el que todos pueden ver. Lo cierto es que la casona de Cantú vivió su clandestinaje revueltiano del más aparatoso y visible de los modos. El pequeño estudio donde se instaló Revueltas, que Cantú había acondicionado sobre el garaje, en un rincón profundo de la casa, llegó a ser el más frecuentado escondite de la historia moderna de México, una especie de santuario laico por el que desfilaban los líderes prófugos del movimiento estudiantil igual que los periodistas extranjeros ansiosos de una entrevista con el escritor perseguido, renovado gurú de la disidencia mexicana.

El corazón aventurero de Revueltas había empalmado sin esfuerzo con el trasfondo anárquico de la marea juvenil de los sesentas, aquella loca y brusca necesidad de sacudirse que purgó las entrañas inmóviles del milagro mexicano, anunciando su término. Al amparo de la permisiva y tolerante presencia de Revueltas, las más extravagantes necesidades personales de miembros del movimiento eran satisfechas en el refugio de Cantú. Su hospitalaria clandestinidad empezó a serlo por igual para reuniones políticas del más alto nivel y para urgencias amorosas de parejas que pedían posada, en busca de un catre desvencijado donde cumplir el mandato lujoso de sus cuerpos.

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