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Antes de dos semanas, dormían regularmente en casa de Cantú, además de Revueltas, cuatro o cinco inquilinos trashumantes, cuyos rostros y atuendos cambiaban cada noche, a diferencia de su efectiva estrategia de ocupación, que ampliaba su dominio día con día: pasaban de la sala a las recámaras, de la timidez a la familiaridad y de la presencia ocasional a la invasión sistemática. Pasadas tres semanas de inútil resistencia, la familia de Cantú optó por retirarse del sitio y esperar en Monterrey, mil kilómetros al norte de la ciudad de México, una solución providencial a la extraña tarea que les había asignado la historia.

Una vez desplazados del campo los únicos representantes de la normalidad, la casona rindió sus torreones a la incandescencia social de la hora y celebró sin pudor sus libertades caprichosas, guiadas por el ánimo festivo de Revueltas, y por el genio elocuente que dominaba su espíritu. Trabajaba todo el día, hablando y escribiendo sin parar: dando entrevistas o calentando discusiones, escribiendo manifiestos o volantes, artículos para los periódicos o cartas para compañeros a los que otros compañeros verían durante el día, y llevando un cuidadoso registro, en su libreta de taquigrafía, de lo que otros hablaban, sugerían o proponían. De modo que, hablando o escribiendo, pasaba todo el día dando salida a la corriente continua de las palabras que eran el verdadero fluido de su cerebro proteico, capaz de todos los tonos, a la vez bullente y ordenado, juguetón y solemne, teórico y narrativo, volcado por igual sobre sí mismo y sobre la vasta solicitación de lo real.

A las ocho de la noche, libre de su rutina, Cantú volvía del periódico a la casa tomada, compraba una botella de tequila en la licorería cercana y se disponía, con Revueltas y la gente que hubiera, al único ritual invariable del día: beber y conversar sin agenda hasta las once de la noche, hora en que Revueltas, con rigor calvinista de reloj suizo o comandante en batalla, daba por clausurada la tertulia y se retiraba a teclear las últimas ocurrencias sintácticas de su duende infatigable.

Revueltas era entonces un mito viviente, el escritor mexicano más próximo a los candores de nuestra imaginación libertaria. Tenía cincuenta y cuatro años, y era a nuestros ojos la encarnación quintaesenciada de un gran autor maduro, forjado a contracorriente. Había luchado y perdido solo todas las batallas de la heterodoxia y la libertad que hubiéramos podido desear, como parte de nuestro destino en la tierra. Por decisiones del gobierno, había sufrido miserias y cárceles en castigo de su militancia comunista. Pero dentro de la jaula del comunismo mexicano, había pagado también con calumnias, expulsiones y ostracismo su continua inclinación a la herejía. En los años cuarenta, por censuras y miserias de sus compañeros de partido -el Partido Comunista Mexicano, al que perteneció toda su vida y especialmente los años en que no formó en sus filas- había retirado de la circulación una obra de teatro, El cuadrante de la soledad, y había incurrido en la autocrítica estalinista contra una de sus novelas magnas, Los días terrenales.

El timbre único y terrible de su voz, se había impuesto tanto a la exclusión política gubernamental como a la ortodoxia inquisitorial de sus camaradas, y nos había enseñado a mirar, en los sesentas, el paisaje desolado y profundo de su obra. Mi generación leyó erróneamente esa obra como una extensión puntual del personaje que admiraba, el José Revueltas que había encontrado en el 68 -tarde y solo otra vez, cuando sus contemporáneos buscaban ya la consagración o la rutina- una nueva ocasión de probar sus anhelos contra las fuerzas petrificadas de lo establecido y de echar sobre la mesa su eterna apuesta juvenil y heterodoxa por el cambio, la vida y la revolución. Pero había otras cosas en esa voz, el eco quebrado de un mundo antiguo que a nosotros, en verdad, nos era desconocido, con su dolor religioso y su rara búsqueda laica del absoluto en el bosque de fantasmas que, según Novalis, pobló el cielo del hombre a la muerte de Dios.

Gracias a ese malentendido, yo, como muchos otros, tuve entonces frente a Revueltas la delirante pasión personal que no he vuelto a tener por otro escritor: la necesidad casi física de conocerlo y estar junto a él, oírlo, saludarlo, mirarlo de cerca, tener su autógrafo, guardar la servilleta donde hubiera garabateado, mientras hablaba o escuchaba. Así que en cuanto supe -por indiscreción de Adolfo Peralta, el precoz trotskista y filósofo de Atasta (Campeche)- que Cantú guardaba en su casa ese tesoro, desplegué la estrategia cansina que al final me condujo por vez primera y única a la presencia sagrada de Revueltas.

Consistió esa estrategia en la más ridícula de las astucias. A saber:

Yo era colaborador de las páginas culturales de El Día y llevaba tres veces por semana mi colaboración a Cantú, generalmente al mediodía, con el cálculo, casi siempre satisfecho, de ver la nota publicada al día siguiente, porque entre la una y las seis de la tarde Cantú escogía los materiales de la edición. Cuando supe de la ocupación de su casa por el circo clandestino de Revueltas, cambié mi horario de entrega y empecé a llevar mis textos por la tarde, media hora antes de que Cantú terminara su trabajo. Era el único y abyecto propósito de mi cambio de horario salir con Cantú del periódico y abordar juntos el camión, con la esperanza de que alguna vez, al bajarme yo del autobús donde me tocaba, unas calles antes de Cantú, Cantú me dijera: "Hombre, por cierto: tengo a Revueltas en la casa y yo sé lo que lo admiras. ¿Por qué no vienes a verlo conmigo?".

Cantú no dijo nada las dos primeras veces, así que a la tercera busqué la forma de mejorar mi ingeniería y opté por desatar conversaciones interminables, sobre cualquier cosa, una cuadra antes de llegar a mi bajada. Podía así tener un pretexto y prolongar mi acompañamiento de Cantú hasta su propia parada, situación que acercaría el momento en que Cantú dijera: "Hombre, por cierto: ya que estamos aquí a un paso de mi casa y en mi casa, como sabes, está Revueltas, ¿por qué no vienes a conocerlo?" Recuerdo haber iniciado, a este propósito, una conversación sobre Muerte sin fin, el poema fundamental de José Gorostiza en el que Cantú era experto; en efecto, hablamos sin parar hasta la esquina donde debía bajarse Cantú, bajamos y seguimos hablando en la esquina media hora, pero sin que Arturo dijese, como era el objetivo de la estrategia: "Hombre, por cierto: José Revueltas, que está en mi casa y a quien supongo que te gustará conocer, conoció a Gorostiza y tiene anécdotas suyas. ¿Por qué no vienes y seguimos nuestra conversación con él en mi casa?"

Volví a la semana siguiente a desplegar mi pobre ingeniería, y dos veces inventé en la esquina donde debía bajarme, conversaciones que lo impidieran. Seguí de largo y bajé con Cantú en la esquina que a él le tocaba sin que Cantú dijera lo que debía decir, aunque mirara con esa mirada inteligente y risueña, prematuramente adulta, que había bajo su frente generosa, como entendiendo a la perfección la maniobra y dejándola durar, en una burla norteña de la cortesía laboriosa del altiplano. La cuarta o quinta vez que puse en práctica mi estrategia, traté de meter a Cantú en una conversación sobre la pertinencia para México de las disquisiciones de Naphta y Settembrini en La montaña mágica de Thomas Mann. Fue entonces que Cantú me dijo a bocajarro:

– Tú lo que quieres es ver a Revueltas, ¿verdad?

– Sí -le dije.

– Pues por ahí hubieras empezado -me dijo. -Para qué tantas vueltas metafísicas en autobús.

Fue así, humillado y feliz, como llegué -cargando, a manera de tributo, la botella obligatoria de tequila y dos refrescos de uva- a la mesa donde esperaba Revueltas, circundado, con menos veneración de la que me pareció merecida y más naturalidad de la que me pareció respetuosa, por una pareja de estudiantes que se acariciaban sin cesar, y por Roberto Escudero, el dirigente estudiantil de la facultad de Filosofía y Letras con quien habría de compartir años después una pasión por Malcolm Lowry.

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