Revueltas esperaba con ansia estudiantil la llegada de Arturo y su sacramento nocturno, de manera que, al encontrarnos, me sorprendió sobre todo la fruición graciosa y juguetona del ánimo con que recibió la botella de tequila, ese gozo llano y terrenal en un monstruo al que suponía imponente y terrible, casi sagrado en su majestad sobrehumana. Tomó él mismo la botella entre sus manos, la sacó de su bolsa arrugada de papel de estrasa, como un niño que pela un caramelo, con gesto tan trivial y proclive a la dicha que ganó de inmediato mi adhesión democrática.
– En el caso de que Dios exista, compañero -me dijo, pulsando y agradeciendo, frente a mis ojos, la botella que yo había puesto en sus manos- debe haber hecho el agave del que sale el tequila con la única intención de acercarnos a su causa. Porque Dios, compañero, si existe, habita un lugar sagrado en alguna parte de la vida que el tequila nos da. De manera que funge usted esta noche como el emisario de aquel dios mineral que buscaba nuestro poeta Jorge Cuesta en su Oda a un dios mineral. Y su obsequio nos recuerda por qué el amigo Cuesta no encontró lo que buscaba: porque buscó en el reino mineral lo que, de existir, existe en el reino vegetal, compañero. Más precisamente: en el agave, de cuyas entrañas generosas nos ha traído usted esta muestra perfecta y transparente.
Era un tequila blanco y su blancura añadía luminosidad a las palabras de Revueltas, que tenían para mí la transparencia del mismo Dios a que aludían.
– Hablas de Dios como si hubieras dormido con él, Pepe -le dijo Roberto Escudero, con tono sacrílego que hizo reír a Revueltas. – ¿No habíamos quedado en que Dios no existe?
– No existe -dijo Revueltas. -Pero en caso de existir, vive en una esquina del tequila.
– ¿Pero existe o no existe, Pepe? -preguntó la muchacha, que acariciaba la melena de su novio sobre su regazo.
– No existe, compañera -dijo Revueltas, empezando a escanciar el tequila en los vasos que había traído Cantú. -Pero hay que darle el chance metafísico de que exista. Si su noción existe en nuestras cabezas, algo existe ya de él. Que lo hayamos imaginado es ya la prueba de que no podemos descartarlo, sin descartar a la vez lo que sí existe, a saber: la idea de su existencia en nuestra cabeza. Salud.
– Explícales la apuesta de Pascal -dijo Cantú, luego del religioso primer sorbo. -Y luego cuéntanos la tuya.
– En eso de la apuesta yo creo que me chingué al compañero Pascal -dijo Revueltas, jalándose varias veces la risueña barbita de chivo, veteada de canas, que se había dejado. -Lo aceptaría hasta el más mocho de los escolásticos. Verán ustedes, compañeros: Pascal inventó una apuesta muy práctica y muy francesa, muy acomodaticia pues, y muy inteligente, como son los cabrones franceses. Dijo: No discutamos si Dios existe. Exista o no, nos conviene desde el punto de vista lógico apostar a que sí existe. ¿Por qué? Muy fácil: porque si Dios no existe, no se pierde nada apostando a que existe, igual nos vamos todos al limbo, al éter, a la inexistencia, a la nada. Pero si existe, compañeros, ah, entonces haber apostado a su favor nos permite ganar la vida eterna. De modo que lo racional, decía Pascal, es apostar a la existencia de Dios, porque en esa apuesta llevamos todo que ganar y nada que perder. Muy chingón el Pascal. Pero, claro, como es natural, en cuanto los teólogos vieron el cinismo chingón y aprovechado de la apuesta de Pascal, sintieron que perdían la chamba y se le vinieron encima. Le dijeron: "Su apuesta no se vale, compañero. Las cosas de Dios no son de apuesta, sino de fe. Si usted apuesta a Dios por cálculo matemático y acierta, su triunfo no tendrá valor ante los ojos de Dios, porque su encuentro con él no habrá sido fruto de la fe sino, en el mejor de los casos, de la razón, y en el peor, habrá sido fruto del interés y la conveniencia". Con lo cual se chingaron al compañero Pascal, que era un gran matemático, pero sobre todo era un gran creyente atormentado por las dudas. Quería creer y para hacerlo sin mala conciencia abstracta, inventó su argumento de la apuesta. Yo he inventado una apuesta que se chinga a los teólogos por un doble carril: porque salva su seudoargumento de la buena fe y porque es una apuesta atea. Yo apuesto, compañeros, a que el compañero Dios no existe. Y no tengo en esa apuesta, como quería Pascal, nada que perder y todo que ganar. ¿Por qué? Porque si Dios no existe, no pierdo nada, ni siquiera la desilusión de haber pensado que existía. Pero si Dios existe, digo, en el remoto caso de que Dios exista, habrá de saber en su infinita y simultánea sabiduría, que ahí abajo, en ese mundo pinche que él concibió, anduvo un pobre diablo llamado José Revueltas que creyó de buena fe, con todas y cada una de sus fibras, que Dios no existía. Y entonces el compañero Dios, en su infinita misericordia, tendrá que decir, a riesgo de contradecir su esencia infinitamente misericordiosa e infinitamente sabia: "Este Revueltas es un pendejo, pero creyó de buena fe, con toda su alma, que yo no existía. Lo menos que puedo hacer para honrar su fe atea de carbonero es salvarlo". Con lo cual Revueltas, el ateo, obtendrá su salvación de la misericordia de Dios, justamente porque apostó con todo su corazón a que Dios no existe. Lo he expuesto mejor en otras ocasiones, pero la apuesta es más o menos como les he dicho. Salud.
A petición del propio Revueltas, Cantú informó de las noticias frescas que traía del periódico. No las recuerdo con precisión, pero tenían que ver con los ecos de la llamada Manifestación del Silencio que hizo caminar a cientos de miles de jóvenes por las calles de la ciudad, sin proferir un grito, una consigna, un sonido.
– Es la manifestación que ha durado más -dijo Revueltas.
– La del 27 de agosto fue más grande -dijo Escudero. -Los contingentes tardaron en entrar al Zócalo cuatro horas.
– De acuerdo, compañero -dijo Revueltas. -Pero yo no hablo del tiempo físico, ni del tamaño aritmético de la manifestación. Yo hablo del tiempo real, de la duración interna o profunda del hecho. Durante la Manifestación del Silencio, estuvimos en la calle sólo dos horas y media, pero fue como si transcurriera un siglo dentro de nosotros. Nunca vimos la ciudad tan clara como ese día, ni nos vimos nunca las caras una por una, como ese día. Teníamos todo el tiempo del mundo para hacerlo. Para prever: "Ah, después de esta calle donde vamos, de esa esquina donde está Mascarones, sigue la calle de Insurgentes". Y tuvimos tiempo de pensar entre nosotros: "Qué bonito nombre para una calle el nombre de Los Insurgentes. Y qué chingón que sea el nombre de la única calle que cruza de extremo a extremo esta monstruosa ciudad de siete millones de habitantes". Esa manifestación duró dentro de nosotros mucho más tiempo que ninguna otra. La del 27 de agosto duró lo que un orgasmo. Fue más placentera, pero más rápida también, compañero. Se nos fue en un grito. Esta cosa del tiempo tiene su complicación, como la política mexicana: es una cosa por fuera y otra cosa por dentro. Si se la mira de un lado, parece una canana; pero si se la ve del otro, resulta puro encaje afiligranado.
– Cuéntanos de tu cita con Henestrosa -dijo Cantú, que gozaba como ninguno las ocurrencias de Revueltas y las tenía puestas en su corazón como un catálogo de amores. -Para que entendamos "esta cosa del tiempo", como tú le dices.
– Mi experiencia del tiempo -accedió sin remilgos Revueltas- se resume en aquella anécdota alcohólica que me recordó hace poco un amigo. Dice este amigo que estaba yo solo, ido, muy callado, en la barra de la cantina Puerta del Sol, la que está en Cinco de Mayo, donde Renato Leduc tuvo la inspiración primera para su Prometeo sifilítico. ¿Recuerdan eso?: Éter sulfúrico, bebidas embriagantes/claros raudales de Tequila Sauza… Fue su respuesta al Ulises criollo de José Vasconcelos y a todo el prestigio helénico del Ateneo. Ah, cómo daban la tabarra con su helenismo de manual. El caso es que me vio este amigo tan desamparado y tan solo, acodado ahí en la barra, que no pudo contenerse y me preguntó qué estaba haciendo. A juzgar por lo que le respondí, deduzco que estaba dándome una vuelta por el tiempo. Le dije a este amigo: "Estoy esperando aquí a Andrés Henestrosa. Quedamos de vernos a la una". "Pues ya son las dos", dijo mi amigo. Y entonces yo le contesté lo que debió parecerme una explicación satisfactoria, que fue ésta: "Sí. Quedamos de vernos aquí a la una. Para hacer tiempo me vine a las dos. Voy a esperarlo hasta las tres. Si no llega a las cuatro, voy a irme a las cinco". Es la mejor anécdota que me han contado sobre mí mismo perdido en el tiempo.