Contó entonces Roberto Escudero su perplejidad por el hecho de que la memoria pudiera recorrer en instantes lo que en la realidad había tardado horas en suceder, y el modo como se despertaba a veces, en la noche, con la impresión de haber vivido un siglo desde que, dos meses atrás, había empezado el movimiento estudiantil del que era dirigente.
– Se debe a la falta de rutina -observó Cantú. -La vida transcurre rápida cuando los días se parecen a sí mismos y lenta cuando está llena de novedades y aventuras. Decimos de alguien que anda de peripecia en peripecia: "Vive demasiado rápido". En realidad es al revés: su vida dura más que la del sedentario. Vive, como se dice, dos o tres veces lo que el sedentario y recuerda, por tanto, dos o tres veces más. Si la memoria es el metro del tiempo, el aventurero tiene almacenados más metros de tiempo transcurrido en su cabeza, por decirlo así.
– Pero la memoria es una señora con voluntad propia -dijo Revueltas. -Recuerda sólo lo que quiere recordar. En cierto sentido, es el politburó de nuestra alma. Continuamente está borrando a Trotski de la historia. O, para el caso mexicano, a Agustín de Iturbide. Aquí hay algunos intelectuales, como Octavio Paz, muy querido y muy abusado don Octavio, que se horrorizan mucho del borrón de Trotski de la historia soviética. Pero nosotros los mexicanos hemos borrado nada menos que a Iturbide y quién sabe cómo le hacemos para que en la historia de la Independencia mexicana no aparezca, salvo como villano, el que la culminó de hecho, que fue Iturbide. Es como si los soviéticos hubieran borrado a Lenin, no a Trotski. Lo que quiero decir, en todo caso, es que una condición universal de la memoria es borrar lo que no le conviene.
Yo siempre que pienso en eso y en el compañero Freud, recuerdo al compañero Luis Arenal.
– ¿El cuñado de Siqueiros? -precisó Cantú.
– El que asaltó con Siqueiros la casa de Trotski en Coyoacán -asintió Revueltas.
– ¿Y eso qué tiene que ver con la memoria? -dijo el muchacho, que seguía recostado en su aguantadora militante. -En todo caso, tiene que ver con el cabrón de Stalin.
– Tiene que ver también con la memoria, compañero -dijo Revueltas, condescendiendo.
– Fue una chingadera -dijo el muchacho, que trascendía trotskismo por todos los poros que le cerraba el acné.
– Digamos que media chingadera, compañero -dijo Revueltas. -Porque sólo cumplieron la mitad de su propósito, que era doble: ametrallar la casa y matar a Trotski. Ametrallaron la casa, pero no mataron a Trotski, lo que en buenas matemáticas no da una, sino media chingadera.
– Fueron chingaderas de cualquier modo -se empeñó el muchacho, recostando su furia adicional sobre el regazo apacible que lo sostenía en la vida.
– ¿Pero qué pasó con Luis Arenal? -preguntó Cantú.
– Sí, con Luis Arenal -dijo Revueltas, volviendo del rodeo mayéutico en que se había demorado. -Pasó esto: durante dos años traté de que este mudo que era Luis Arenal me hablara del asalto con Siqueiros a la casa de Trotski. Que me contara completa su media chingadera, ¿verdad? Traté de confesarlo por todos los medios. Lo llevé a comer, a beber, a bailar, lo invité al burdel de La Bandida en la Condesa, le hice escuchar canciones revolucionarias, corridos norteños. Un día le soplé el Réquiem de Mozart. Siempre invitándole copas, porque le encantaba el chínguere, y siempre para ver si lo ablandaba y terminaba por contarme. Finalmente, una noche fuimos al Leda. Yo había terminado ese libro un día, quiero decir, ese día un libro. Nada menos. Y lo había terminado muy temprano en la mañana, inesperadamente. Había trabajado en ese libro durante casi nueve años y de pronto, cuando creí que me faltaban todavía dos capítulos o algo así, lo cual para mí quería decir que me faltaban dos años de trabajo, esa mañana escribí de corrido sin parar casi seis cuartillas y de pronto di con un párrafo que resumía muy bien las cosas y que cayó como recitado por mi nariz hacia mi mano. Puse el punto y aparte de ese párrafo, y en cuanto lo puse dije para mí: "Ya acabaste, Pepe". Me di una vuelta por el cuarto, incrédulo y me argumenté: "Esto es un truco tuyo. Ya no quieres trabajar. Te inventaste un final". Pero un tercero dentro de mí, más poderoso y convincente, me dijo: "Acabaste, no le des vuelta". Le creí, porque me lo decía con esa sinceridad que uno no puede rebatir, aunque sea falsa, y entonces fui a echarme un tequila a la cocina. Pero eran apenas las nueve de la mañana, así que luego de echarme el primer tequila, me eché el segundo, a ver si me ayudaba a terminar el día. Porque, de pronto, me pareció que el compañero día no iba a terminar y que había que darle una ayudada. Le di su ayudada con una botella de tequila y así pasó con cierta suavidad, hasta el mediodía, en que me fui a comer con Luis Arenal. Al revés de lo que había hecho hasta entonces con él, esa tarde me dediqué a hablarle como un loco, sin darle pausas. Ni siquiera para que dijera, como siempre decía, su frase lapidaria: "Eso, ni Stalin". La usaba para todo esa frase. Por ejemplo, cuando uno le decía que había hecho el amor dos veces la noche anterior o había leído La guerra y la paz en la última semana, el compañero Arenal decía: "Eso, ni Stalin". Era su comparación favorita: lo que podía o no podía el compañero Stalin. El caso es que seguimos bebiendo como hasta las diez de la noche, hora en que recalamos en el Leda. Yo seguía hablando hasta por los codos, contándole mi libro y luego el libro que quería escribir después del que había terminado, hasta que llegó un momento en que ya estaba él harto de su propio silencio. Tan harto estaba, que me dijo: "Hablas más que Stalin tú, ni que fueras Stalin. Te voy a contar lo que nunca vas a poder contar si no me escuchas". Y entonces se puso a contarme lo que le había pedido durante los últimos dos años: cómo habían asaltado Siqueiros y él la casa de Trotski en Coyoacán. Pero la vida es más mañosa que los vivos, compañeros. Y para ese momento ya llevaba yo tantos tequilas y tantos anises que me pareció, mientras la escuchaba, la historia más deslumbrante e increíble del mundo. Pero al día siguiente, no pude recordar ni una sola de las palabras del mudo Arenal. Recordaba el efecto deslumbrante de su relato, pero ni una sola de sus peripecias. Como quien se acuerda del efecto deslumbrante del Quijote pero no puede recordar que Sancho Panza tenía un jumento. Me hizo un efecto absolutamente literario el relato del mudo Luis Arenal, pero lo que yo quería era un efecto histórico. Quería los detalles reales del hecho, no el impacto mágico de una narración del mudo Arenal. Para que vean cómo funciona el politburó de la memoria. Hasta la fecha, sólo sé que esa noche el mudo Arenal me abrió las compuertas del infierno y que estuve ahí, pero no sé cómo era el infierno, ni cuántos diablos rostizaban niños inocentes a su entrada. Borré una iluminación sólo comparable a la que no quiso entregarme, en su momento, el camarada Vadillo. Pero eso he de contárselos otro día.
– Tenemos tiempo hoy -dijo Cantú.
– Es una no-historia -se disculpó Revueltas.
– Las no-historias no existen, por definición -sentenció el compañero trotskista, que confundía la impertinencia con la sinceridad revolucionaria.
– Existen, a la manera de la Revolución Mexicana, que fue una no-Revolución -dijo Revueltas.
– Será una no-Revolución -concedió, negando, Escudero. -Pero cómo friegan con ella.
– Tanto como nos friega, al menos a mí, la no-historia del compañero Vadillo -dijo Revueltas. -Cantú la sabe completa.
– Si la cuentas de nuevo, puedo aprenderla otra vez -dijo Cantú.
– Es una historia prohibida del comunismo mexicano -dijo Revueltas. -Ustedes deben saber que el comunismo mexicano está lleno como nadie de trotskis e iturbides. Hemos callado casi tanto como hemos hecho.
– ¿Cómo es la historia? -preguntó la muchacha, que seguía acariciando a su trotskista con intención de cualquier cosa, menos de borrarlo de su historia.