– Cómo no es -dijo, insistió, Revueltas. -Lo fundamental de esa historia es que nunca fue contada. Quiero decir: sabemos sus alrededores, su principio y su final, pero no sus adentros ni sus enmedios. Es como si tuviéramos el hoyo del cañón pero no el acero que lo forra, ¿verdad?
– ¿Dónde conociste a Vadillo? -dijo Cantú.
– En el potro del tormento de las juventudes comunistas de los años treinta -dijo Revueltas. -Principios de los treintas. Salíamos juntos a misiones del Partido, que entonces tenía una fuerte presencia en ciertas zonas rurales, particularmente en Veracruz. Salíamos a cada rato. A organizar una huelga, a llevar un mensaje secretísimo a la familia del camarada Laborde, a parlamentar, como se decía entonces, con los matones de la CROM, que habían arrinconado a nuestros cuadros en Puebla. No parábamos. He llegado a preguntarme si las juventudes comunistas de entonces tenían más militantes que Evelio Vadillo, Miguel Ángel Velasco y yo. Porque apenas se ofrecía alguna tarea complicada, que exigía salir de la capital y correr algún riesgo, mandaban llamar al camarada Revueltas o al camarada Vadillo o al camarada Velasco, para que fueran a cumplir esta misión importantísima del Partido. Y salíamos a rifárnosla sin chistar. Más que sin chistar: con alegría, con gozosa disponibilidad, sintiendo la corriente eufórica de la historia en nuestra minúscula biografía, como si estuviéramos conectados directamente con el futuro del hombre. Era un abuso de los camaradas, pienso ahora, pero no recuerdo una época más feliz, de una mayor armonía personal con el discordante universo, que aquellos años de tareas imposibles que solía encargarnos el Partido. Recuerdo una misión de aquéllas. Venía escrita a máquina, con sus márgenes perfectos a lado y lado, y decía más o menos esto: "Se ordena al camarada Revueltas dirigirse a la brevedad a la zona de Pátzcuaro, en Michoacán, donde últimamente prolifera la inconformidad proletaria de los campesinos e indígenas de la zona. Deberá tomar contacto con los líderes populares de aquellas regiones, establecer una nueva organización de sus luchas, afiliar a la mayoría de los campesinos de la región al Partido y generar una potente manifestación que demuestre a los pueblos del mundo que la llama de la lucha proletaria se extiende por México con fuerza incontenible y solidaria del movimiento de la revolución mundial". Yo tomaba esa orden y me iba a Pátzcuaro, con tres pesos en la bolsa, en un camión destartalado. Al llegar trataba, en efecto, de tomar contacto con la inconformidad proletaria del lugar, la cual se reducía casi siempre a algún pleito de linderos entre comunidades que habían peleado durante siglos por esa razón. Era suficiente para que yo empezara algún tipo de aleccionamiento histórico sobre las pugnas en el seno del pueblo, la historia de la opresión de los terratenientes sobre los campesinos y la necesidad imperativa, propiamente histórica, de que los campesinos reconocieran como vanguardia a las clases proletarias de las ciudades, donde al fin se dirimirían las cuestiones políticas fundamentales de la lucha campesina. De un modo o de otro, acabábamos cayéndole bien a algunos de los escuchas, que nos invitaban a comer y a dormir en su choza. Luego que habíamos hecho confianza, con esa sabiduría y esa suavidad insuperables de los campesinos y los indígenas mexicanos, nos preguntaban los compañeros: "¿Y ustedes qué andan haciendo aquí, si pueden estar en la ciudad de México? ¿Por qué no se regresan? Sus papas deben estar preocupados". Todo eso bastaba para que redactáramos un informe al Comité Central, diciendo que habíamos tomado contacto con el movimiento local y que, aunque lento, el trabajo de concientización avanzaba hacia un estadio superior de lucha. Era muy frustrante, porque nosotros, con nuestros veinte años a cuestas, lo que queríamos en efecto era promover La Revolución, instaurar el comunismo en México. Esas palabras eran sinónimas, en nuestras cabezas, de la realización del hombre en la tierra. Queríamos, literalmente, hacer aquí una revolución soviética, que nos parecía lo más luminoso que pudiera proponerse la historia del hombre.
– Pero Stalin ya había tomado el poder en la URSS -reprochó el joven trotskista.
– Pero no en nuestras cabezas, compañero -dijo Revueltas, divertido más que irritado por los rigores del tribunal que, sin saber cómo, ya tenía enfrente. -Y el Stalin de que habla usted no había tomado el poder ni siquiera dentro del propio Stalin. Le estoy hablando del año 34, sólo cinco después del crack mundial del capitalismo y de la Gran Depresión. Como nunca, el capitalismo parecía entonces cumplir las profecías de Marx y encaminarse a su desaparición. Y la única alternativa a esa desaparición que había entonces en el mundo, era la revolución soviética. El Stalin que conocemos no existía aún, aunque ya venía en camino. Faltaban cuatro años para los procesos de Moscú, y otros cuantos para el asesinato de Trotski. Pero más que nada, compañero, eran los años en que queríamos y necesitábamos creer. Ya se sabe que la fe mueve montañas, entre otras cosas porque es ciega y no distingue las montañas del llano, ¿verdad?
– ¿Pero qué pasaba aquí? -dijo Cantú, devolviendo a Revueltas a su historia.
– Aquí había sucedido ya una revolución -dijo Revueltas. -Y en nosotros, los jóvenes comunistas, había unas ganas incontrolables de prolongar la Revolución Mexicana. Habíamos nacido una generación después, como quien dice. El gran acontecimiento nos había agarrado en camino. Yo nací el 20 de noviembre de 1914, el día que se conmemora la Revolución Mexicana, nada menos. Precisamente el día en que yo nací, en Durango, las fuerzas villistas ocuparon la ciudad. Siempre he pensado que si hubiera nacido quince años antes habría formado parte de las tropas de Villa que tomaron Durango el día en que yo nací. Pero cuando abrí los ojos ya todo estaba hecho. Entonces, lo que queríamos yo y muchos otros de mi generación, era que la película empezara de nuevo. Y esta vez para tener la revolución de a de veras, la revolución socialista. Queríamos con toda el alma que nos pasara algo grande, que "un chivo nos diera un tope y una cabra de mamar", como decía Renato Leduc. Por eso íbamos a los pueblos a donde nos mandaba el Partido, buscando lo que nos decían que había y lo que no. Fue así, buscándole chichis a las culebras y mangas a los chalecos, como el camarada Vadillo y yo nos metimos en la bronca que nos hermanó para siempre.
– ¿En Monterrey? -preguntó Cantú.
– En Monterrey -dijo Revueltas. -En 1934. Según el Partido estaba a punto de darse ahí una insurrección popular obrera. Y, naturalmente, nos mandaron al camarada Vadillo y a mí. Allá fuimos a dar llenos de ganas, con la modesta consigna de atraer la insurrección hacia el Partido. Lo que había era un grupo de colonos molestos porque los habían desalojado del margen del río Santa Catarina, donde se habían asentado ilegalmente. Cuando nosotros llegamos, ya les habían dado terrenos en otra parte y hasta habían publicado en el periódico una carta de agradecimiento al gobernador, de modo que la insurrección había terminado y no teníamos nada qué hacer. Pero no podíamos resignarnos al ridículo de volvernos sin haber orientado un movimiento de masas. En eso estábamos cuando nos enteramos de que en un punto llamado Camarón, del mismo estado, había estallado una huelga de quince mil obreros agrícolas, que exigían el pago de salario mínimo. Allá nos fuimos de inmediato, a organizar a las masas desorientadas. Pero ese pleito sí iba en serio. Estaban los compañeros huelguistas muy bien organizados, muchos de ellos armados y apoyados por la vaga simpatía del gobierno estatal, que los había dejado avanzar sin obstaculizarlos mucho. No bien nos enteramos el camarada Vadillo y yo de la situación, mandamos por telégrafo una denuncia de los hechos a El Machete, que era el periódico del Partido, con tan buena puntería, que alcanzamos la edición del día siguiente y antes de que hubieran pasado tres días de nuestro contacto con la lucha agraria neolonesa, precursora de la lucha agraria mundial, ya circulaba de boca en boca nuestro texto y lo leían en las asambleas los que sabían leer para que oyeran los que no. De inmediato los terratenientes dijeron que la huelga se había desvirtuado y que estaba infiltrada por agitadores comunistas. El anticomunismo era el deporte favorito de los políticos callistas de la época. El senador McCarthy que vino después en Estados Unidos, hubiera parecido un pendejo, un tibio, comparado con el anticomunismo del Maximato mexicano de los años treintas. Así que, más tardaron los terratenientes en decir que había comunistas tras la huelga de Camarón, que las autoridades en ubicarnos a nosotros como los agitadores responsables, porque éramos las dos únicas personas de todo el lío que no eran del lugar y nadie nos conocía. Nos detuvieron un día por la noche, sin decir palabra, y nos subieron a un tren con custodia. Pasamos la noche pensando que nos aplicarían la ley fuga en cualquier momento, pero amanecimos en la ciudad de Querétaro, donde sin decir palabra nos treparon a otro tren rumbo al noroeste. Cuando llegamos a Mazatlán entendí, porque ya había hecho antes ese camino. Le dije al camarada Vadillo: "No te asustes compañero, pero creo que nos llevan presos a las Islas Marías". "¿Presos por qué, Pepe? ¿Qué delito cometimos?", me dijo el camarada Vadillo, que era muy leguleyo y puntilloso. "Pues el mayor de los delitos", le dije, "porque nos llevan a la mayor de las prisiones de México". Nos llevaban, en efecto, a las Islas Marías, una prisión cuyos muros eran de agua, como escribí después en una novela, y que estaba destinada a los reos y criminales más peligrosos del país. Yo había estado ahí un año antes por delitos parecidos a los de ahora: "agitación", "incitación a la violencia", "infidencia" y "traición". Son los delitos por los que me han perseguido siempre, los mismos por los que me persiguen ahora en el 68. Si me hubiera dedicado toda mi vida a robar bancos, me hubiera ido mejor. El caso es que fuimos a dar a las Islas Marías, el camarada Vadillo por primera vez, yo por segunda. No teníamos aún veinte años.