– ¿De qué los acusaban? -dijo Roberto Escudero.
– Nunca supimos -dijo Revueltas. -No hubo nunca juicio legal ni condena formal. Lo cual estuvo muy bien, porque cuando llegamos y nos reconoció el jefe del penal, vino y me dijo: "¿Qué haces otra vez aquí muchacho? ¿Ahora sí delinquiste o vienes otra vez a lo pendejo?" Era un general Gaxiola, norteño, que se decía a sí mismo socialista, lo cual era común entre muchos generales de la época. Una excelente persona el general Gaxiola. En mi primera estancia en las Islas, me había tratado bien, me había dado trabajo de oficinista en su despacho y habíamos terminado platicando mucho sobre la revolución y el socialismo. Y a la primera oportunidad de indulto que hubo, me había soltado, de manera que estuve ahí en las Islas sólo unos cinco meses. No los puedo contar, la verdad, entre los peores de mi vida. Mi segunda estancia en las Islas, con el camarada Vadillo, no fue tan amable, porque tuve que trabajar como todos, pero tampoco me quejo. El trabajo era agobiante. Había que cortar leña y alijar los barcos que llegaban con cargamentos de sal y víveres. Y se trabajaba sin parar ocho horas cada día, incluyendo sábados y domingos. Tenía las manos ampolladas y sangrantes la mayor parte del tiempo, pero el trabajo por lo menos evitaba pensar en la verdadera chinga que nos estábamos llevando. Por la tarde, nos alcanzaba el tiempo para leer un poco en la biblioteca, que llenamos de literatura subversiva pidiéndole libros al general Gaxiola. Y hablábamos el camarada Vadillo y yo, hablábamos por la noche, como arrullándonos, hasta que el cansancio nos rendía. Durante meses, durante los diez meses que estuvimos en el penal, la última voz que oí por la noche antes de dormirme fue la voz de Evelio Vadillo, y él la mía. Y la recuerdo ahora, en medio de nuestra desgracia, casi como un bálsamo materno, como un sustituto de aquella voz esencial que nos guardaba cuando niños de demonios y fantasmas, que nos protegía del miedo y el riesgo, que nos volvía a meter al regazo seguro y cálido de la tierra. No hablábamos de nosotros, sino de la Revolución, de la lucha de los pueblos y del futuro. Yo me quejaba a veces de pensar lo que debería estar sufriendo por mi culpa mi familia. El camarada Vadillo ni eso. Pero el tema de nuestras conversaciones no importaba. Lo importante era escucharnos uno junto al otro en la noche infinita de las Islas, sabernos uno junto a otro, perdidos pero solidarios, en la inhóspita vastedad del mundo. Estuvimos diez meses juntos en las Islas Marías, como creo que ya dije. Salimos en febrero de 1935, con la amnistía que decretó el gobierno de Cárdenas. Y apenas salimos, alcanzamos nuestra recompensa, la más dulce y compensatoria, en efecto, que hubiéramos podido imaginar: fuimos invitados a formar parte de la comitiva del Partido que acudiría al VII congreso de la Comintern, la Internacional Comunista, a celebrarse en Moscú. Nada menos que Moscú, la capital del mundo nuevo. Y nada menos que la Internacional Comunista, la asamblea de los portadores del futuro comunista mundial.
– ¿Cuándo fue el Congreso? -preguntó Escudero.
– Julio de 1935 -dijo Revueltas. -Nosotros llegamos a Moscú el 25 de julio, justamente el día de la apertura. Llegamos el camarada Velasco, el camarada Hernán Laborde y yo. El camarada Vadillo había viajado dos semanas antes, y ya nos esperaba. Moscú era una fiesta, la fiesta universal de los comunistas. Stalin habló el día de la inauguración. Y empezó ahí, en su discurso, la línea de la formación de los frentes populares, la alianza para la lucha contra el fascismo y de solidaridad mundial con la sobrevivencia del socialismo en la URSS. Luego, cada país cantó su himno: italianos, argentinos, españoles, peruanos. Nos abrazamos, nos vitoreamos. Tuvimos la experiencia candorosa, pero que no se parece a ninguna otra, de la solidaridad y la pertenencia a la cofradía de la verdad, a los batallones de la definitiva liberación del hombre. Me acuerdo de mi estremecimiento ante el desfile de los jóvenes soviéticos en la Plaza Roja, mi absoluta convicción de haber visto la verdad de la historia en sus rostros rubicundos y entusiastas, en sus banderas y sus saludos al presidium, que a su vez encarnaba la sabiduría, la honestidad, la rectitud, la absoluta comunión del individuo y la historia. Siempre la historia, ¿verdad? En todas partes la historia, en cada episodio un hecho histórico, en cada declaración unas palabras históricas, ¿verdad? Era como haber entrado a una esfera perfecta, donde todo tenía sentido, significación y armonía. El camarada Vadillo y yo nos quedamos en Moscú cuando terminaron los festejos, invitados por el Komsomol de la ciudad, la organización de las juventudes comunistas soviéticas. Nos cansamos de ir a reuniones, de admirar a nuestros camaradas y de hablar, hablar incesantemente, el camarada Vadillo y yo, de cómo alumbraríamos en México una realidad como la que veíamos, luminosa y perfecta. Porque así veíamos y sentíamos todo. Íbamos a museos, visitábamos centros de trabajo, caminábamos por el Kremlin todo el día y todos los días nos sentábamos en una cervecería del bulevar Pushkin a beber y seguir hablando, sin parar, interminablemente, de cómo llevaríamos a México lo que estábamos viviendo. Una de esas veces, con pudor y pena por las ventajas que representaba para él lo que iba a decirme, el camarada Vadillo me comunicó su decisión: lo habían invitado a quedarse como becario en la universidad para estudiantes extranjeros y había decidido aceptar la invitación. Me dolió como una traición. Que no me hubieran invitado a mí, primero, y que el camarada Vadillo no me hubiera puesto en el camino de recibir la invitación, que no hubiera condicionado incluso su aceptación, a que me invitaran también a quedarme. Pero, conforme pasaron los días, me confesé que mi sentimiento era absurdo, porque yo en ningún caso hubiera decidido quedarme en la URSS. Yo quería regresar a México, a luchar por implantar el socialismo en México. También porque tenía por acá una camarada cuyos ojitos me llamaban casi tanto como la patria socialista. Y porque en esos días me llegó una de las peores noticias de mi vida: la muerte de mi hermano Fermín, en la ciudad de México, una muerte estúpida, insoportable y prematura, como todas las muertes. Arreglé las cosas para volverme. La última noche, la pasé tomando cerveza y despidiéndome del camarada Vadillo en nuestro segundo hogar moscovita, que era la cervecería del bulevar Pushkin. "Te envidio, porque regresas a nuestra dolida tierra", me dijo el camarada Vadillo, ya entrada la noche. "Yo me quedaría en la patria de Lenin y Stalin", le dije, "pero alguien tiene que trabajar allá para imponer en México el socialismo que aquí florece". "Tú lucharás allá y yo acá", me dijo el camarada Vadillo. "Y nos encontraremos, andando el tiempo, con la satisfacción del deber cumplido, en un mundo más justo y digno que el que nos heredaron a nosotros. Con eso nos daremos por satisfechos de haber entregado nuestra vida a la más justa y plena de las causas". Así hablaba siempre el camarada Vadillo, mirando hacia adelante, seguro y henchido de su misión en la tierra. Nos despedimos esa noche ya fría de Moscú, con un abrazo largo que disfrazó los nudos de nuestras gargantas. Era el fin de septiembre de 1935.
Calló Revueltas, como haciendo una pausa para beber su tequila. Pero luego de beber, siguió callado, la vista ida, mirando al suelo.
– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Escudero, después de vaciar su propia copa.
– No sé -dijo Revueltas. -No volví a ver al camarada Vadillo sino veintitrés años después, hasta el mes de octubre de 1958.
– ¡Cómo! -saltó la muchacha, que acariciaba la cabellera de su trotskista.
– Como suena -dijo Revueltas. -Ni yo ni nadie en México volvió a ver al camarada Vadillo, sino hasta su regreso al país en 1958, veintitrés años después de nuestra última cerveza en el bulevar Pushkin de Moscú.