– ¿Qué le pasó? -dijo Roberto Escudero.
– Le pasó la historia del siglo XX -dijo Revueltas, volviendo a una racha de nerviosa espiga de su barbita de chivo. -Sabemos ahora lo que fue esa historia. Sabemos también que ya venía hacia nosotros mientras nos tomábamos aquellas felices cervezas en el bulevar Pushkin en el otoño de 1935. Quiero decir, estaba ya en curso la trituradora estalinista. A fines de ese año cobraría su primera víctima mayor con el asesinato del camarada Kirov en Leningrado. A partir de ahí se desató la gran purga de la vieja guardia bolchevique, que conduciría a los procesos de Moscú, la alianza con Hitler, la Segunda Guerra Mundial, el terror estalinista, los campos de concentración, el culto a la personalidad, el socialismo en un solo país. Todo lo que sabemos, aunque no sé si lo sabemos todo. No importa, en general sabemos esa historia atroz de la que fuimos cómplices candorosos tantos años y que avergüenza hoy nuestra moral de comunistas, del mismo modo que la historia de los papas disolutos y sanguinarios avergüenza la conciencia de todo católico bien nacido. Pero lo que no sabemos es cómo pasó esa historia por la vida pequeña, invisible, del camarada Vadillo.
– Pero a ver, Pepe, más despacio -pidió Roberto Escudero. – ¿Qué pasó? Algo debe saberse.
– Muchas cosas -admitió Revueltas. -Y cosas terribles, pero generalidades, suposiciones, conjeturas, no la historia puntual, detallada, de lo que la historia del siglo XX hizo con el camarada Vadillo.
– ¿Cuáles son las generalidades? -preguntó Escudero.
– Poco después de que yo volví a México, el camarada Vadillo fue arrestado en Moscú -dijo Revueltas-. Al parecer, porque el dormitorio donde él vivía, en la universidad, apareció una mañana tapizado de volantes y consignas trotskistas en español. Los dormitorios eran casas donde vivían seis o siete estudiantes y nadie podía entrar a ellos sino los habitantes de cada casa. La conclusión de los investigadores fue que el responsable de tamaña conspiración debía estar entre los habitantes del dormitorio. Pero no pudieron establecer quién y procedieron entonces, con ese rigor lógico innato de las policías políticas, a detener a todos los ocupantes, para interrogarlos. Lo que sigue no se sabe, salvo que fueron remitidos a distintas aldeas de trabajo en las provincias orientales. Lo que decimos genéricamente: "Fueron mandados a Siberia".
– ¿Y qué pasó luego? -preguntó la muchacha, que por un momento había dejado de acariciar a su trotskista.
– No lo sabemos -dijo Revueltas. -Hay indicios de que pasó la guerra en distintos campos de trabajo en el norte y el oriente de la URSS.
– ¿Pero nunca preguntaron ustedes aquí, en México, por la suerte de su compañero? -dijo la muchacha, más tocada por la historia que ninguno de los presentes.
– Miles de veces -dijo Revueltas. -Sus familiares y nosotros, sus camaradas y amigos. Pero las respuestas eran maravillosas. Según una de ellas, se había ido de voluntario a la Guerra Civil española y había vuelto tan cargado de honores que lo habían dado de alta como oficial en el ejército soviético. Luego, había decidido volverse ciudadano soviético y quedarse a hacer la guerra por la patria socialista, cortando todo lazo con su vida anterior. Al terminar la guerra, se nos dijo que había marchado como voluntario a la Revolución China y lo imaginamos con naturalidad hablando chino y decidiendo la historia en el foro de Yenán. Lo cierto es que pasó todos esos años cautivo en la trituradora estalinista. Él, el camarada Vadillo, mexicano de Campeche, que no sabía ruso suficiente ni para pedir las cervezas que nos tomábamos en el bulevar Pushkin.
– ¿Pero cómo se creyeron eso? -dijo el compañero trotskista, acomodándose en el regazo hospitalario que lo había sostenido toda la noche.
– Como buenos y disciplinados comunistas -dijo Revueltas. -Igual que los cristianos primitivos se creyeron la resurrección de Jesús y los cristianos de hoy creen en la continuidad histórica de la Iglesia Católica Romana.
– ¿Qué pasó después? -preguntó Cantú.
– La parte menos oscura de la historia -dijo Revueltas. -Murió Stalin y vino el XX Congreso del PCUS, donde nos enteramos parcialmente del horror que habíamos celebrado. Ya sabemos eso. Lo importante para el camarada Vadillo es que, con el deshielo, pudo salir de su cautiverio y regresó a Moscú. Pero nadie lo conocía en Moscú. Tarde o temprano, alguien pidió sus papeles, rastreó su historia, sospechó desde luego de ese mexicano que alegaba haber sido prisionero del estalinismo y, por vía de mientras, fue confinado otra vez, ahora en las cercanías de Moscú y en un régimen menos opresivo, para dar tiempo a que se aclarara su situación. Ahí, en esa especie de reclusión benigna que le permitía trabajar como mozo y circular restringidamente en el área, pasó cinco años. Por fin, un día tuvo la ocurrencia de meterse a la Embajada mexicana en la URSS y contar su caso. Se ofreció el embajador a gestionar su libertad y Vadillo lo autorizó a hacerlo, diciendo que estaba cansado y quería volver a morirse a México. Pero no le dijo una palabra de su experiencia en la URSS. Las gestiones duraron un año, porque no había registro en el gobierno moscovita de lo que había sucedido con un mexicano llamado Evelio Vadillo. En esas diligencias se enteró el embajador, vagamente, de las peripecias que yo les he contado. Finalmente, a mediados de 1958, Evelio Vadillo fue liberado de su confinamiento y autorizado a viajar a México. Llegó aquí en julio de 1958. Yo había roto con el Partido en aquellos días y me tenían en la perrera, condenado al ostracismo, de modo que no supe que Vadillo había regresado sino por casualidad, dos meses después de su llegada. Averigüé su dirección y me presenté en su casa. No quiso recibirme. Le puse entonces una carta recordándole quiénes éramos. Como a la semana, llegó a verme a la redacción de la revista Política una sobrina suya. Me dijo que su tío me esperaría la tarde del viernes siguiente en su casa, a las seis. Me pidió que fuera puntual y que, si podía, le llevara alguno de mis libros. Le llevé, dedicados, todos los que tenía y me presenté al cinco para las seis. Me hicieron pasar al departamento, muy modesto, de sillones raídos, en un edificio oscuro y que olía a caño de la calle de Álvaro Obregón. A las seis en punto apareció por la puerta de la recámara un anciano de cejas muy negras, encorvado, metido en un overol azul de obrero. "Quiobo, Pepe", me dijo. Por la voz reconocí, con horror y compasión, lo que los griegos describen con la palabra catarsis, a mi amigo Vadillo. Debía tener cuarenta y siete años, pero su aspecto era el de un hombre de setenta. Había perdido los dientes y el pelo, y le colgaban de la cara los cachetes y los carrillos de la boca como pellejos de guajolote. Lo abracé y al abrazarlo olí en su cuerpo el olor agrio de la vejez y el descuido. Me dijo al sentarnos: "¿Desde cuándo usas lentes? Te dan facha de profesor". Pensé que acaso él me estaría viendo tan viejo como yo lo veía a él, ya que la imagen recíproca que conservábamos era la de nuestros veinte años. "Uso lentes desde mi última expulsión del Partido", le dije, bromeando: "Para no sentirme a ciegas en el mundo". Se rió sin convicción. "¿Cuántas veces te han expulsado del Partido?", preguntó después. "Todas", le dije, "pero no me voy aunque esté fuera." "Algo de eso me han contado", dijo, y tosió discreta pero pinchemente. "Te traje los libros", le dije. "Son muchos", dijo él. "¿Cuántos más piensas escribir?" "Los que alcance", le dije. "Pero no vine a eso. Vine a verte a ti, a saber cómo estás, a que me cuentes lo que pasó". "Cómo estoy, ya lo ves: mejor que nunca", dijo Vadillo, con exhausta ironía. "Y qué pasó, no vale la pena. No vale la pena hablar de eso". "Pero algo muy grave pasó", le dije. "Desapareciste un cuarto de siglo. Aquí hubo versiones: que estuviste de voluntario en la Guerra española, de voluntario en la Revolución China". "En ninguna", dijo Vadillo. "Tampoco en el Ejército Rojo, aunque me hubiera gustado". "¿Dónde estuviste entonces, Evelio?", le dije. "En un pliegue de la historia, Pepe, como tú dirías", dijo Vadillo. "No vale la pena hablar de eso. Mejor háblame de ti. ¿Cómo ves el Partido? ¿Tenemos posibilidades para el futuro?" "Ninguna", le dije. "El mexicano es un proletariado sin cabeza, sin vanguardia, sin partido". "Conozco tu alegato sobre eso", dijo Vadillo, aludiendo a mi libro sobre el proletariado sin cabeza. "No sé si eres del todo justo", agregó. "A lo mejor pecas de impaciencia". "Peco de impaciencia y de conciencia", le dije. "Pero te repito que no vine aquí a hablar de mis libros, sino de ti. ¿Qué pasó contigo estos años? Quiero saber". "No vale la pena", dijo Vadillo. "Es una situación que pertenece al pasado. Y no debe interesarnos el pasado, sino el futuro. Para eso hemos vivido y para eso hemos de morir". "¿Estuviste preso?", le dije, empezando a forzar la situación. "Digamos que viví, junto con todo un pueblo, una desviación histórica del socialismo", dijo Vadillo. "¿Preso?", insistí. "Yo no lo diría así", dijo Vadillo. "¿Cómo lo dirías, Evelio?", persistí. "Como lo decía Engels", dijo Vadillo: "La historia camina por el lado malo. Avanza dando rodeos, se equivoca en apariencia, pero al fin llega donde tiene que llegar. Si queremos conquistar el futuro, hay que pagar el precio de no siempre caminar derecho hacia él. Eso es lo que pasó". "¿Pero qué te pasó a ti?", le dije, supongo que ya un poco exaltado. "A ti, no a la historia del socialismo: ¿qué te pasó?" "Lo que me pasó a mí no importa, ya te lo he dicho", dijo Vadillo. "Y no habrás de saberlo por mi boca. Los individuos no importamos en esto. Eso es lo que aprendí estos años. Somos a la vez todos y nadie. Mejor dicho: o somos todos o no somos nadie, porque nadie se salva solo."