No hizo falta. El mesero estaba ahí junto, escuchando la historia y escuchó también la orden de Lobo, que seguía pidiendo por adelantado, cuando le quedaba todavía una copa sin probar en la mesa.
– Así fue, mi hermano -dijo Lobo, antes de emprenderla con ella.
Se quedó un rato callado, pasándose el dedo índice por el labio inferior, primero como si recordara cosas autónomas de su relato que lo hacían reír, luego con un gesto obsesivo y enfático, que deformaba su rostro.
– Entonces llegaron a Tlacotalpan -dijo Linares, desatando ese remanso de silencio imbécil y a la vez conmovedor, como si en él viviera todo el estupor de Lobo por el desenlace de su propia historia.
– Llegamos, mi hermano -dijo Lobo, llegando efectivamente a la orilla de su laguna. -Y era una fiesta Tlacotalpan, como si estuviera de carnaval. Los barcos en la ribera tocaban sus sirenas, repicaban las campanas de la parroquia, los niños de la escuela estaban formados haciendo valla y todos los conjuntos del Papaloapan tocaban a nuestro paso nuestras canciones. No puedes imaginar lo que fue esa llegada en nuestro autobús al centro. Era la rumbeada más grande del mundo, mi hermano. Te digo: como carnaval. Y así siguió, toda la tarde y hasta la noche. Cuando pusimos nuestros instrumentos en la plaza de armas, había una multitud como de mitin político. Y en cuanto echamos el primer acorde, todos a bailar. Pura rumba, mi hermano. Ni una suavecita les echamos, pura rumba y guaguancó y africanadas. Y a sudar, mi hermano. Sudaron toda la sangre negra de Tlacotalpan esa noche, mi hermano. Veías ancianas y gente mayor moviendo el bote como si trajeran cuerda, horas y horas, hasta la madrugada. No nos dejaban ir, y no nos queríamos ir tampoco. Les tocamos tres veces todo el repertorio, hasta que Melón dijo: "Ya estuvo. Vámonos", y nos escurrimos al hotel sin decir nada, metiendo poco a poco a los suplentes para que la música siguiera sin nosotros. Llegué al hotel afónico, vaciado, feliz como no recuerdo haber estado nunca. Y para coronar la fiesta, quién crees que estaba esperándome ahí, en el lobby.
– Doña Amalia Sobrino -dije yo.
– Amalia Sobrino -dijo Lobo y agregó con su gentil ironía. -¿Cómo adivinaste? ¿No será que ves demasiadas telenovelas?
– Ni una -dije yo.
– Pues por lo menos ésta que te estoy contando, mi socio -dijo Lobo.
– Ojalá fuera una telenovela -dije yo.
– Eso sí -dijo Lobo. -Nos hacíamos ricos, ¿no?
– ¿Pero qué pasó con Amalia? -urgió Linares.
– La cosa más linda del mundo, mi hermano -dijo Lobo. -Ni una palabra nos dijimos. Se vino derechito a mí, como si acabáramos de vernos el día anterior, se metió bajo mi brazo y diez minutos después estábamos metidos en la cama, sin hablar, sólo haciendo y haciendo, ya sabes tú: haciendo y haciendo, mi hermano, nada de jicamo, puro saoco, hasta el amanecer. A veces pienso ahora que todo el esfuerzo y la chamba de mi vida han tenido el único sentido de que pudiera yo vivir aquel día y aquella noche. Lo demás, ha sido como un pilón, y así lo tomo: como un extra. Ahora, te voy a decir lo que más recuerdo de esa noche con Amalia: luego de que termino, me recuesto a su lado y la veo que me mira sonriendo, maliciosa y maternalmente, como saben mirar las mujeres, y le digo: "¿De qué te ríes, chiquita?". Y me contesta: "De ti". "¿De mí por qué?", le pregunto. "Bueno, de mí también". "¿Por qué también de ti?", le digo. "Porque me gusta", me dice. "¿Te gusta qué?", le digo. "Me gusta como te vienes", me dice. "¿Cómo me vengo?", le pregunto. "Con mucho sonido", me dice. "¿Con mucho sonido? ¿Cómo?", le digo. Y entonces me dice la cosa que más recuerdo de todas: "Como sirena de barco", me dice. Hazme el favor, Linares: como sirena de barco. ¿Te han dicho eso alguna vez?
– No -reconoció, muy impresionado, Linares. -Esa sí que no.
– Pues esa fue, mi hermano: como sirena de barco -dijo Lobo. Volvió a ponerse el dedo índice sobre el labio y a repasarlo con un énfasis juguetón al principio y obsesivo al final.
– ¿Y entonces? -volvió a urgir Linares.
– Entonces nos levantamos -siguió Lobo, -nos bañamos, nos vestimos, y le dije: "Nos vamos al mediodía en el autobús. Quiero que recojas tus cosas y te vengas conmigo". Y me dice: "No". Le digo: "¿Necesitas más tiempo? Vengo por ti mañana o la semana entrante. Cuando tú me digas". Y me dice: "No me voy a ir contigo". "Pero por qué, chiquita?", le digo. "Porque no", me dice. "¿Pero por qué, por qué, carajo?", le digo, gritándole casi. "Ya te lo dije", me dice la chiquita. "Quiero a otro". "Lo quieres fregar", le dije. "¿Cómo me vas a decir que quieres a otro después de la noche que nos pasamos?". "Yo te debía esa noche", me dijo. "Y me la debía también a mí. Porque me gustas mucho. Porque siempre me gustaste. Pero yo quiero a Monchorro, y así es". "No entiendo chiquita", le dije. Y no entendía Linares, todavía no entiendo bien ahora, pero entonces menos. "No entiendo", le dije, "¿Cómo es posible que te vengas a acostar conmigo y quieras a otro? No lo entiendo". Y me dice la chiquita: "Igual que tú te has acostado con otras queriéndome a mí". "No es igual", le digo. "Tú me rechazaste". "Es igual", me dice. "Y yo no te rechacé. Lo único que pasa es que yo quiero a Monchorro. Y vine a verte anoche para quitarte de la cabeza que me quedé con él por su dinero. No fue por eso. Fue por él". Entonces sí enloquecí, Linares. Tiré el pichel contra el espejo y empecé a brincar en la cama, de rabia, hasta que se rompió el tambor. Amalia se encerró en el baño. Al rato se me pasó el coraje y le toqué. Abrió y asomó su carita perfecta, blanca. "Ya entendí", le dije. Entonces ella empezó a llorar. Al rato también se le pasó. Recogió su chal y su bolsa y vino a despedirse. Me dijo: "Pase lo que pase, prométeme que te vas a acordar de esta noche conmigo". "Voy a comprar una sirena de barco", le dije. "Yo ya tengo la mía", me dijo. Me acarició la mejilla y se fue. Ya por la tarde, en el autobús, me quedé dormido y de pronto, en una curva, me desperté con el recuerdo de Amalia fijo dentro de mí. Y un vacío, mi hermano, como un golpe en el estómago. Y ahí están todavía: el recuerdo y el vacío, como letra de bolero. Yo digo que no me recuperé de esa. Trae más brandy -le dijo al mesero.
Nos quedamos callados, viéndolo y él viendo un punto muerto en el piso del bar. Finalmente sacudió la cabeza y nos regaló su maravillosa sonrisa.
– Pues eso fue todo -dijo. -Ahora, por lo que se refiere al éxito, pues ya viste que siguió unos años. La gente, la rumba, las chamacas. Y qué chamacas, mi hermano. Pero ya todo fue como fiesta de carnaval, ¿no, Linares? Quiero decir, en el carnaval uno va de baile en baile, de trago en trago, de cama en cama, pero al día siguiente te bañas y todo se va por el caño. Nada se adhiere bien, nada se queda en ti. Pues yo digo que así fue para mí lo que siguió, como si le pasara a otro: el éxito, la lana, el trago, la buena ropa. Y las chamacas, siempre las chamacas. Sin presumir: no sé cuántas. Pero como les digo, igual que en el carnaval: tampoco puedo recordar prácticamente a ninguna. ¿Me crees, Linares? A ninguna.
– Yo recuerdo una con la que te vi salir de El Limonal, hace veinte años -le dije.
– ¿Iba contenta, mi hermano? -preguntó Lobo.
– Desmayada -dije yo.
– ¿Y estaba bien?
– Sophia Loren.
– ¿Así de bien, mi hermano? -dijo Lobo. -¿No tendrás a la mano su teléfono?
Reímos una vez más con la frescura y la rapidez de su humor, pese a la increíble colección de brandys que se había bebido.
En eso ocupó el escenario el último conjunto tropical de la noche y empezó a tocar Amalia Batista. Lobo empezó a tararearla desde la mesa, pegando con el revolvedor en los vasos y creando con el tintineo una pequeña atmósfera musical para nosotros. "Ésa es la mejor de todas", sentenció cuando terminaron. Luego nos dijo: