Lobo alzó la mano reclamando al mesero nuevos brandys, aunque tenía uno sin tocar todavía enfrente.
– Yo nací en Tlacotalpan -siguió. -Y ahí, desde muy temprano, empezamos con la rumba. Teníamos un conjuntito que tocaba en fiestas y donde se podía. Nos lo patrocinaba un tío del Rafico, un muchacho como nosotros, pero que también traía el guaguancó en las venas. Se llamaba Ramón Robles Perea, pero le decían Monchorro. Era rico, él compró los instrumentos, los timbales, el güiro, las tumbas y aportó también el piano, una reliquia que tenía en su casa y que su mamá hasta le celebró que se lo llevara. En una de las bodegas de la pulpería de su papá, escombramos y pusimos nuestra sala de ensayos. Y a darle, mi socio. A darle a todo: rumba, fandango, sones de la región, y que si La Bamba y El Querreque y lo que fuera. Pues nos fuimos haciendo de público. Monchorro tocaba el piano y cantaba, yo cantaba y tocaba lo demás y ahí nos íbamos de pique, a ver quién le metía más cosas al arreglo y a ver quién hacía el mejor jicamo para jalar a la gente. ¿Saben lo que es el jicamo?
– No -dijo Linares.
– El jicamo es la improvisación de los gritos y letras del conjunto. Por ejemplo, ya con Lobo y Melón, teníamos el mejor jicamo de México. -Cantó Lobo: -Guá parero papa parero guá, parero papa parero guá. Eso es jicamo: voces, ocurrencias, variaciones sobre la letra y los coros. Louis Armstrong es el rey mundial del jicamo, no puede cantar nada sin añadirle. Monchorro era muy bueno para el jicamo y bueno para el piano también. Pero era gordo y, aunque la rumba le brotaba a borbotones por todos lados, no se la podías creer, porque era gordo. Bueno, pues Amalia entró a cantar con nosotros para completarme a mí. Y era todo lo contrario de Monchorro: le creías hasta lo que no traía encima. Si desentonaba, parecía estar haciendo variaciones; si cambiaba la letra por olvido, el cambio mejoraba la letra. Y no necesitaba empezar a bailar, insinuaba el primer paso y pensabas que lo siguiente era Ninón Sevilla. Yo, apenas la vi, apenas canté con ella la primera vez, dije: "Ésta. No hay más". Ya ves que a cierta edad uno tiene obsesiones absurdas, como qué va a ser de grande y ese tipo de cosas. Yo tenía la obsesión de qué mujer iba a elegir y cuál era mi tipo de mujer. A los dos días de conocer a Amalia Sobrino, dije: "Ésta". Y ésa fue. Pero lo fue tanto, que me apendejé, mi hermano. Como dicen, que el amor apendeja. Andaba con ella en todas partes: tocábamos juntos, ensayábamos juntos. Los domingos en la mañana nos subíamos en una lancha y salíamos al río. Pero nunca íbamos solos, ahí es donde estaba la pendejada. Siempre venía con nosotros Monchorro y siempre venía friegue y friegue con el asunto de quién era mejor rumbero, él o yo. Y que si yo no sabía más que cantar y rascar pero nada de música y él tocaba el piano, componía arreglos y tenía la voz mejor educada. Y luego, que si teníamos éxito por mi voz o por sus arreglos. Y luego, que le habían dicho que por qué me tenía al frente del conjunto cantando y él atrás. Puro pique, rivalidad. Lo cierto es que nos iba muy bien y hasta empezamos a ganar algún dinero de tocar en los pueblos de la ribera. No faltaban fiestas ni tocadas. En todas estábamos. Un día que volvíamos de una tocada, nos tocó en la lancha juntos a Amalia y a mí. Estaba la luna grande y blanca en el cielo y su camino de plata sobre el río, como dice la canción. Entonces voy y le tomo la mano a Amalia de sorpresa, me la quiere retirar pero no la dejo y le digo: "Te adoro, chiquita. Quiero que seas mi mujer". No me dice nada, se queda como retraída y le insisto: "Quiero que seas mía. Me quiero casar contigo". Acababa de cumplir ella diecinueve años y yo tenía veinticuatro, así que estábamos tal para cual. Pero entonces me dice: "No puedo". "¿Por qué no puedes?", le pregunté yo. "Porque no", me dijo ella. "¿Por qué? ¿Por qué?", insistí yo y entonces ella me dijo: "Quiero a otro". Bueno, pues naturalmente me quise morir y anduve como un loco bebiendo y dando pena una semana, luego de lo cual me reintegré al grupo. Y me recibe Monchorro con la sorpresa: "No sabíamos cómo decírtelo", me dice el cabrón, "qué bueno que ya te lo dijo Amalia. El caso ahora es que, como Amalia y yo nos queremos desde hace tiempo, hemos decidido casarnos." "¿Tú y Amalia?", le dije a Monchorro, le grité. "Amalia y yo", me dijo Monchorro, muy serio. "Pero si tú no eres más que un pinche gordo", le dije. "¿Cómo crees que Amalia va a estar enamorada de ti? Se va a casar contigo por conveniencia, porque eres rico, cabrón". No había acabado de decirle eso, cuando ya lo tenía encima tratando de triturarme. Me zafé como pude y luego abusé de él, pegándole por todos los lados, bailando a su alrededor y esquivándolo cuando trataba de abrazarme. De ahí me fui directo a casa de Amalia. No quería salir, pero al fin se asomó a la ventana. "Te vas a casar por conveniencia", le dije. "Tú no puedes querer a ese pinche gordo. Lo que quieres es su dinero". No dijo nada, sólo se me quedó mirando y empezó a llorar. Y yo entendí eso como una aceptación de que se iba a casar por dinero. Entonces le dije: "Voy a volver a este pinche pueblo más rico que él y te vas a arrepentir de lo que estás haciendo ahorita". Yo había visto aquella película de Jorge Negrete y Gloria Marín donde no los dejan casarse porque ella es rica y él pobre y Jorge Negrete se va y regresa rico años después. Me dije: "Yo voy a hacer lo mismo", y así fue. De hecho ya tenía una oferta para irme a cantar con un conjunto a Veracruz. Acepté y me fui.
– Y empezó el éxito -dijo Linares.
– Empezó el éxito -dijo Lobo. -Mejor dicho: llegó. Llegó casi de un mes para otro. Me encontré con Melón, formamos nuestro conjunto y empezamos a tocar en fiestas y donde se pudiera. Casi todos los días teníamos, a veces hasta dos tocadas. Empezamos a cobrar más y a meter nuestros propios arreglos. De pronto, en el curso del mismo mes, nos cayó una propuesta para grabar un disco y otra para tocar en un centro nocturno de la ciudad de México, ganando el triple de lo que ganábamos. Pues de ahí para el real: tuvimos llenos sin parar en el centro nocturno y cuando salió el primer disco, pás, en una semana diez mil discos vendidos, cincuenta mil en dos meses y cien mil ese semestre. Y la avalancha de lana y chamba y presentaciones. Y muchachas. El año del 59 fue el gran año para nosotros. De pronto estábamos en las fiestas de todo México y todo México venía a vernos, donde nos presentáramos: en giras, en bailes de gala, en centros nocturnos, en los bailaderos populares, en todas partes… Menos en Tlacotalpan. Porque no quería yo volver a Tlacotalpan, sino hasta que ese éxito fuera abrumador. Pero el éxito nunca es abrumador, Linares. Siempre quiere más, siempre está insatisfecho, exige siempre más de lo que tiene. Es como algunas mujeres, como las mujeres que valen la pena. Entonces no quería ir a Tlacotalpan, hasta que vino un día Melón y me dijo: "Tenemos esta oferta de tu pueblo hace un año. Empezaron ofreciendo menos que nadie y ahora pagan dos veces más que cualquier otro pueblo". "No es un pueblo, cabrón", le dije yo. "Es mi ciudad natal". "Igual pagan el doble", me dijo Melón. "Ya firmé que vamos. Si tú no quieres venir, yo voy solo. Total, cobro la mitad de lo que ofrecen pero gano doble, porque no voy a compartir contigo". Me mató con ese argumento. No por el dinero, porque el dinero nunca me importó ni me importa ahora. Me mató porque puso las cosas como eran, a ras de tierra.
– Y porque sabías ya lo de la quiebra de Monchorro -dijo Linares, que había escuchado la historia unos días antes.
– ¿Cuál quiebra de Monchorro? -pregunté yo, que no la había escuchado.
– La quiebra de su familia -precisó Lobo. -El papá se metió en un lío de juego y el tío hizo un fraude de no sé qué. El caso es que vendieron la mitad del centro de Tlacotalpan, que era de ellos y la fortuna se fue al caño. Se la llevó el Papaloapan, como decían allá cada vez que algo se perdía: gallina, mujer o riqueza. Monchorro conservó suficiente para poner una tienda de abarrotes y quedarse con una casa de las afueras, lo cual, para los Robles, su familia, era como vivir en el resumidero del río, en la mandinga, en la mierda. Ellos, que habían vivido por generaciones en el corazón de Tlacotalpan. Pero tiene razón Linares. Yo me había enterado de esa quiebra y, te lo confieso, hermano -me dijo a mí, como si me debiera esa lección y quisiera evitarme su comprobación en carne propia-, te lo confieso: por eso fui, no por otra cosa: porque quería llegar en triunfo, como me había propuesto, y verlos quebrados, viviendo en las afueras, donde yo había vivido siempre. Para mí eso había sido mi orgullo. Pero para ellos era la humillación. Y para mí, mi triunfo. Así de simple y triste es la venganza, mi hermano. Una mierda. Y un goce terrible. Así de simple. Llama al mesero que nos ponga gasolina.