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– Dos más y estoy contigo, socio.

– ¿Te pido brandy? -le preguntó Linares.

– Doble, pero del mío, mi hermano -dijo Lobo. -El mesero sabe.

– ¡Mesero! -dijo Linares, y ordenó una ronda doble.

Lobo arrancó con En un bote de vela. Linares volvió a enloquecer y a bailar junto a nuestra mesa, ante la risa abierta y lujosa de Lobo, que volvió a celebrarlo con un pulgar aprobatorio. Cantó Lobo:

En un bote de vela
sin marca y compás
rumbo no sé dónde
quiero naufragar

– Tienes la boca santa, Lobo, carajo -le gritó Linares, quien había tomado todos los botes de vela que le había propuesto la vida.

Suévere boda
Para cutí bará
Suévere boda
Y de nuevo:
Suévere boda
Para cutí bará

Terminó Lobo con otra balada {Yo nunca entrego, el corazón así/Me lo robaste, yo no te lo di) y, todavía entre los aplausos del respetable, llegó a la mesa y se bebió de un sorbo el primer brandy y de otro el segundo, antes de volver al sitio del micrófono, para acabar de agradecer. Linares ordenó la reposición de sus tragos, de modo que cuando Lobo regresó de nuevo tenía sus brandys intactos enfrente.

– Gracias, socio -dijo Lobo, al reparar en ellos.

– Bebes como vaquero sediento del oeste -le dijo Linares.

– Hay mucha prisa, socio -dijo Lobo, jugueteando. -Andamos muy poco tiempo en esta fiesta y falta mucho por beberse. No nos acabamos el alcohol que hay, ni velando. ¿Quieres dejarle a tus hijos un mundo lleno de alcohol?

– Eso sí que no -dijo Linares. -Nos lo bebemos todo nosotros.

– Ese es el reto, mi socio -dijo Lobo, y luego mirándome, con gran cordialidad y extendiéndome la mano: -Mucho gusto. Es un placer que esté usted aquí con el amigo Linares. ¿Hace cuánto que no nos veíamos, Linares?

– Púúta, cabrón -dijo Linares. -Déjame, te digo: desde el carnaval del 67 en Tlacotalpan.

– ¿Todavía estaba con Melón? -preguntó Lobo.

– ¿Cuándo se separaron? -preguntó Linares.

– Por ahí del 67 -dijo Lobo.

– Entonces todavía andaban juntos -dijo Linares. -El carnaval debe haber sido febrero o marzo. Pero no estabas ahí con él, ni estabas cantando. Ibas de civil. Con el que estabas era con el Rafico.

– Filisola Cobos Rafael, cómo no -dijo Lobo, con una enorme sonrisa. – ¿Te acuerdas que usaba lentes y cuando los traía puestos se sentía respetable?

– Sí, pinche loco -festejó Linares.

– Entonces -siguió Lobo- si le gritabas por la calle: "¡Ey, Rafico!", se daba la vuelta hacia ti, venía muy serio, se te paraba enfrente y decía: "Soy el ingeniero Filisola Cobos Rafael, para servirle". Entonces se quitaba los lentes, los guardaba en su estuche y decía: "Ahora sí ya puedes llamarme Rafico, cabrón".

Nuestras carcajadas interrumpieron al trío que se esforzaba por cantar en la mesa de al lado.

– Tráeme otros brandys, mi socio -le dijo Lobo al mesero. Se los trajeron y siguió: -Tenía un club en Tlacotalpan el Rafico.

– Cómo no -dijo Linares. -El Club de los Tejones.

– ¿Ya sabes cuál era el lema del club? -dijo Lobo.

– No -dijo Linares.

– "Para ser tejón, hay que ser cabrón" -dijo Lobo. -Y lo eran, mi hermano. Qué partida de cabrones, no se les ocurrían más chingaderas porque no estaban más tiempo juntos. Un día, mandó Rafico a sus lugartenientes a confesarse con los dos curas que había en la ciudad. Había el párroco, ya ancianito, rascando los sesentas, y un cura más joven, como de treinta. Pues no se le ocurrió mejor chingadera al Rafico que mandar a confesarse con ellos a sus lugartenientes, que eran dos muchachas preciosas del pueblo, una con cada cura. La que fue con el cura joven, le confesó que se estaba acostando con el cura viejo; y la que fue con el cura viejo, le dijo que había incurrido en sodomía con el cura joven. "Les doy tres semanas para que caigan por su propia boca", dijo Rafico. No pasó ni una semana, hermano. Llegó a los pocos días un visitador eclesiástico de Veracruz, y los cambiaron de parroquia a los dos curas. Resultó que los dos se habían denunciado entre sí con sus superiores. Fue un escándalo. El Rafico juntó entonces a las mujeres de su club y les contó todo el asunto, en medio de unas carcajadas que se oyeron hasta Cuba, mi hermano. Pero luego se puso los lentes y les dijo, con toda seriedad: "Esta fue una lección cívica, juarista. Acaban ustedes de comprobar cuánto saben guardar su secreto de confesión los ministros de Cristo. Son más chismosos que mi tía Bengala, carajo. Allá ustedes si siguen contándoles sus intimidades".

– ¿Amalia estaba en el club? -preguntó Linares

– Estaba -dijo Lobo. -Aunque ella es mucho mayor que Rafico.

– Este muchacho aquí es como mi hermano -dijo Linares, señalándome. -Es periodista, escritor, y anduvo en todas aquellas rumbeadas de El Limonal.

– Es del arma entonces -dijo Lobo, brindando conmigo. – ¿De qué periódico eres?

Le dije y respondió:

– Muy serio tu periódico. Muy profundo. Tanto, que no se le entiende nada, mi hermano.

Nos reímos, contagiados por la gracia de sus énfasis y sus rápidos giros verbales.

– No es cierto, mi hermano -dijo Lobo después. -No conozco tu periódico. No leo periódicos. Para malas noticias, me basto solo.

Tomó del brandy que quedaba y Linares pidió de inmediato su reposición.

– Quiero que le cuentes la historia de Amalia -le dijo Linares a Lobo. -La que me contaste el otro día.

– ¿Para su periódico? -preguntó Lobo.

– Para su consumo privado -dijo Linares. -Para que aprenda este cabrón dónde están las cosas importantes de la vida.

– Para eso hay que ver telenovelas, Linares -dijo Lobo. -Ahí está todo tal como es. La buena, la mala, la santa, la puta.

– El patrón, los sirvientes -completó Linares. -Tienes razón: nada más falta El Rafico.

– Y Amalia -dijo Lobo, yéndose por un momento fuera de su ánimo sanguíneo y cordial. Luego se volteó hacia mí: -Si me prometes hacer una telenovela con mi nombre, te la cuento mi hermano.

– Corre videoteip -le dije, asintiendo.

– Ah, caray: te viste muy técnico, socio -dijo Lobo y asintió imitando mi lenguaje televisivo: -Dale el quiú al mesero que nos traiga otra ronda.

El mesero trajo la siguiente ronda y Lobo se inclinó sobre la mesa:

– Es una historia muy sencilla, socio -dijo. -Tiene que ver con esta chiquita llamada Amalia, que ahora es una señora con hijos casi de tu edad. ¿Qué edad tienes tú?

– Treinta y dos -le dije.

– No, los hijos de Amalia son menos grandes que tú, pero ya grandes. Quiero decir que, para estas horas, ya está jamona y vivida y jodida como yo, mi socio, pero hace treinta años, cuando ella tenía quince y yo veinte, era una chiquita blanca y tierna y con todo el saoco que podían sumar juntas las riberas del río Papaloapan. ¿Sabes lo que es el saoco? -me preguntó Lobo.

– No -le dije. -¿Qué es el saoco?

– El saoco es lo que hace que cuando una orquesta o una banda o un batachá toca, te den ganas de bailar -dijo Lobo. -Hay miles de orquestas profesionales en el mundo que no tienen saoco, nada más tocan bien. Pero la más desharrapada banda de pueblo de Cuba, Jamaica o Tlacotalpan, tiene saoco a cubetadas. Nomás empiezan a tocar y te tocan, como si sus instrumentos y sus ritmos estuvieran en ti. Eso es el saoco, la magia de contagiar. Amalia Sobrino, mi chiquita, tenía sola más saoco que el Trío Matamoros y Benny Moré juntos. Qué les voy a contar, fue mi obsesión. Y a lo mejor lo sigue siendo. Me pasa una cosa curiosa. Hace como tres años fui a Tlacotalpan y la vi: jamona y jodida, como ya les dije. Pero yo no la vi así, Linares. Yo seguí viendo en ella a la chiquita con saoco de entonces, su carita blanca y sonrosada, sus ojos claros y los labios y los dientes, qué labios. Y qué piernas y qué hombros y qué caderas, mi hermano. Yo, como la recuerdo más es caminando por la ribera del río una tarde, con una falda corta, descalza, los brazos desnudos y el pelo movido por la brisa de la ribera. Una diosa, mi hermano. Al menos para mí.

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