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– Espérate, cabrón. Ya falta un minuto.

– Pero si voy y regreso.

– Pero en lo que vas, empieza todo.

– Pues lo veo empezado, porque si no, lo voy a ver húmedo.

Llevaba de verdad mucho rato pendiente y tuve en el mingitorio del antro uno de esos desahogos renales cuya desaparición es el primer síntoma claro de que la juventud se ha ido, una de esas descargas que no cesan de fluir, en las que uno tiene la sensación de que podría dormirse o fumar un cigarrillo mientras acaba, o simplemente se desespera y desea terminar, pero el chorro sigue fluyendo, autónomo, lejano ya del alivio o de la voluntad de orinar, pegado a su propio caudal terso, inoxidado, transparente, libérrimo.

Mientras eso pasaba por mi organismo, la voz del presentador iba y venía melosamente, rebotando en las paredes del baño, sin que pudiera entenderse bien a bien una palabra de lo que decía. En algún momento se calló y dio inicio la música. Es posible que fuera una extensión de la modesta eternidad líquida que cruzaba por mí o, más sencillamente, como diría Linares, porque la música, más que los olores de la magdalena proustiana, es el verdadero picaporte de la memoria. Lo cierto es que los primeros acordes de un bolero, sus ritmos familiares y entrañables, cayeron sobre mí en ese baño como una epifanía, una iluminación irresistible, que me hizo volver atrás, no exactamente a los años pasados, sino al lugar que esos años ocupaban en mi cabeza, esencializados en la nostalgia irredenta de haberlos vivido, a salvo ya de mí mismo y de los otros, y de la minuciosa imperfección de lo real.

Afuera, veinte años después, en el antro de cuarta que me había impuesto Linares, tocaban y cantaban Lobo y Melón. Oí su andanada introductoria guiada por las tumbas y la batería, y por un piano loco y juguetón que fintaba el inicio de Amalia Batista para detenerse a tiempo, en espera del aplauso que celebrara, anticipada y agradecidamente, la actuación del grupo. Alguien dio las gracias, el piano hizo un acordeón, el vocalista se aclaró la voz y empezaron, como siempre, como entonces, con una suavecita. Cantaron:

Sobre todas las cosas del mundo
No hay nada, primero que tú

Concluyó mi dosis de eternidad en el mingitorio y salí tarareando la canción rumbo al pequeño paraíso que me esperaba afuera. Pero no lo encontré. El grupo que tocaba era de unos ancianos mal mezclados con un muchacho que aporreaba sin piedad la batería y otro que se empeñaba en el piano en repetir la alegría infantil de las escalas de La Gallina, el pianista de Lobo y Melón. Pero no era La Gallina y hacía la chamba equivalente como si en efecto fuera una chamba y con tal esfuerzo que, aparte de las notas que salían de sus brazos enervados y rígidos, en su propio rostro joven había tal recuerdo de mejores tiempos por imitar, que era como un anciano más.

El grupo tenía al fondo un enorme gordo que soplaba un saxo trombón, justamente aquello de lo que el grupo de Lobo y Melón había carecido siempre, los ostentosos metales, y que le había permitido ser el mejor conjunto batachá del mercado conocido de la rumba, el combo pequeño, cuasi familiar, cuasi tribal, que no había dado el salto a la orquesta y que tenía suficiente con sus instrumentos de ritmo, las voces, el piano y, en el colmo del refinamiento, una flauta, nada más. Lo único interesante de ese paraíso perdido, parecía ser el cantante, un cincuentón todavía en línea, pero estragado por sus excesos, que no parecía contradicho sino estimulado por la decadencia del contexto general en que proyectaba su hermosa voz cascada y sabia. Era una voz inclasificable, nasal, penetrante y simple, como la tonada que cantaba por enésima vez, con una frescura desengañada y hasta irónica, pero frescura al fin:

Aunque a ti
te parezca mentira
las cosas del alma
despiertan dormidas

La verdad de esa voz y esa facha borraron el resto y tuve la siguiente epifanía de la noche, en realidad una vaga estimulación que me dejó atrás sin entregarme del todo su secreto. El cantante era un flaco moreno, más moreno aún por el contraste de su piel de avellana con las dos largas patillas de canas que aspiraban a compensar el copete ralo, también plateado y escaso, aunque firme como una visera, que le corría coquetamente sobre la frente despejada. Supe quién era aunque no lo creí, y lo supe otra vez, crédulamente, mientras me acercaba a la mesa, preguntándole a Linares:

– ¿Quién es?

– A ver, cabrón, ¿quién es?-contrapreguntó, beligerante, Linares.

– ¿Te cae de madre, Linares? -le dije, mientras me sentaba, mirándolo no a él sino al vocalista, hipnotizado aún por su fragante y espantosa decadencia.

– Me cae de madre de qué, cabrón -jugó Linares, cruzado por la sonrisa indefensa que sólo sabía obtener en él la memoria de La mujer del puerto. -A ver, ¿quién es?

– Es Lobo, Linares -le dije.

– ¡Pero claro que es Lobo, cabrón! -dijo Linares, golpeando en la mesa como si me otorgara el premio de los 64 mil pesos. -Personalmente y en persona, nada más ni nada menos que Lobo. Y atrás de Lobo, todo lo demás. ¿Te acuerdas de Lobo? ¿Te acuerdas de El Limonal? ¿Te acuerdas de María Rosa? ¿Te acuerdas de los sesentas? Pues ahí está todo. Oye: la música trae todo.

Lobo cantaba y su voz, efectivamente, traía sin mediación aquel pasado, epidérmico y terso, como acabado de vivir:

Cada instante
que paso a tu lado
se impregna
mi alma de ti

– ¿Te acuerdas de María Rosa? -volvió Linares, con el nombre de su novia acapulqueña que lo hizo escalar balcones, desfalcar al municipio, emborracharse hasta el vómito en el Waikikí, descreer de las mujeres seis meses seguidos y adorarlas después, con intermitencia y veneración, toda su vida. -Cómo bailé esto yo con María Rosa, cabrón. No hicimos nunca el amor, pero esto fue mejor. Es igual, vuelve todo. Mira, orita mismo con esa tonada, estoy oliendo a María Rosa, tostada por el sol. La estoy oliendo, cabrón. Porque esta canción es la primera que bailé pegado con ella en el Mauna Loa de Acapulco. Hija de su madre, qué bien estaba, no tienes idea, cabrón. Púúta. ¡Mesero!

– Y ahora, a sudar familia -dijo Lobo, luego del aplauso por la balada. Su conjunto contrahecho, su timbalero impreciso, su pianista manco le tupieron entonces con enjundia a la gran clásica del sudor y la rumba de otras épocas. Y con los acordes y los repiqueteos de la entrada, se puso de pie todo el antro para sacudirse en la pequeña pista del lugar con Pelotero la bola.

Linares no acudió a la pista, pero bailó en torno de la mesa como si los años no hubieran pasado por él, como había bailado toda su juventud, fina y ágil y cachondamente, marcando contratiempos y dejando la cadera ir de un lado a otro, hacia atrás y hacia adelante, sin que su torso se alterara un milímetro, recto y joven, en el centro de gravedad de los brazos, que volaban también completando y siguiendo la euforia rítmica de los pies, el giro de las rodillas, las piernas flexionadas en la dicha de posarse sobre el corazón mismo de la rumba, la rumba ligera y eterna que cuando anida en alguien, anida para siempre.

Mientras cantaba, Lobo se acercó a Linares, que daba su propio espectáculo, y le aprobó los pasos con una sonrisa y un pulgar levantado. Al terminar la canción, se acercó a nuestra mesa y le dijo:

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