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– ¿De veras te dan ganas de llorar?

– Ganas de reír no me dan.

– Para nada -dijo Ana.

– ¿Qué pasó entonces?

– Me regresé de Chihuahua hecha una loca -dijo Ana. -Rechazada, herida, sin muchas ganas de reír, como tú dices. Y lo peor del caso es que no sirvió de nada. Nosotros habíamos terminado, pero la Compañía no supo eso. Ni mi papá. Porque mi papá estuvo al tanto de cada cosa, paso por paso, y presionó paso por paso para librar a su hijita de aquel sacerdote loco, pervertidor de menores. Eso, aunque yo tenía bien entrados mis veintidós años y le podía dar lecciones a mi papá de ciertas cosas. El caso es que la Compañía y mi papá no supieron que Felipe y yo habíamos terminado. Sólo supieron que habíamos vuelto a vernos en la Tarahumara. Decidieron entonces que había que poner un remedio final al asunto. Y trasladaron a Felipe de la Tarahumara, pero esta vez fuera del país. En realidad, fuera del mundo. Adivina dónde.

– ¿Dónde?

– ¿No lo adivinas?

– No.

– No adivinarías, ni aunque trataras.

– No. ¿A dónde lo mandaron?

– A Bangkok.

– ¿A Bangkok?

– ¡A Bangkok!

– Qué barrocos cabrones.

– No lo volví a ver en siete años -gritó Ana. - ¿Cuándo salimos de la Ibero?

– En el 65 -le dije.

– Un año antes de eso estoy hablando. Volví a verlo en el 72. ¿Cuánto tiempo dejé de verlo?

– Ocho años -le dije. Al decirlo, sentí que también me pesaban a mí.

– De acuerdo -dijo Ana. -Pero si la última vez que lo vi, él tenía veintinueve años, ¿cuántos tenía cuando lo vi en el 72?

– Treinta y siete -le dije.

– ¡Nooo! -chilló Ana, revolviéndose sobre sí misma con una voz débil, quebradiza y ebria. -Ese es el asunto que te quiero contar: el Felipe Alatorre que yo encontré, ocho años después de haberlo visto, tenía cincuenta años. Yo tenía ocho más, bien sufridos y desperdiciados, pero él tenía diecisiete más. ¿Me entiendes?

– ¿Dónde anduvo? -pregunté, para volver a la mesura, que permite contar.

– En Bangkok -dijo Ana. -En las misiones de la Compañía que abrían brecha ¡en los pantanos budistas de Bangkok!

– Calma -le dije. -Tienes que contarme todo para que pueda denunciar bien sus amores.

– Todo no, compañerito -dijo Ana, cuyo humor para ese momento había envejecido diecisiete años. -El todo es para mí.

– Las partes entonces -corregí. -Como dice el refrán: si uno quiere beberse una botella entera de wisqui en una noche, hay que empezar por servirse el primer trago.

– Sirve, compañerito. Pero déjame contarte -dijo Ana.

Serví mientras contaba:

– A su regreso de Bangkok viví con él unos meses. Tal como había deseado siempre. Pero ni él ni yo éramos ya los mismos. No había el velo de prohibición de antaño o simplemente éramos diez años más viejos y nuestras ilusiones o nuestros sentimientos se habían amortiguado. Acabamos peleados porque no había toallas en el toallero y porque la sopa de lentejas estaba demasiado aguada. Pero vine a entender quién era en verdad Felipe Alatorre años después. A lo mejor apenas lo estoy entendiendo ahora que te lo cuento. Todo lo que él era, tan lejano de mí, está puesto, según yo, en una cosa que me contó cuando vivimos juntos y que me pareció entonces una anécdota más.

– El matrimonio tiene la virtud de amortiguarlo todo -dije yo, con revanchismo de recién divorciado.

– Pero no era una anécdota más -siguió Ana, con necedad matrimonial. -Era el secreto de su vida, pienso ahora. Y es este: vivió y bebió como un perro en Bangkok, penando su vida y la nuestra, empapado en alcohol, como una caricatura de algún personaje de Graham Greene. Pero no era un personaje de Greene. Era Felipe Alatorre, el jesuita dorado que tú conociste y del que yo me enamoré. Felipe Alatorre, jesuita mexicano, consejero del padre Arrape, exilado en Bangkok. Bueno, la escena que no entendí, porque Felipe me la contó en un desayuno, antes de que nos peleáramos por el color de las cortinas, fue ésta: amaneció en Bangkok, en un hotel, con barba de dos días, los cuales no recordaba. Caminó tambaleándose a la ventana del hotel, un hotelucho de paso de Bangkok, que daba a los pantanos que rodean la ciudad. Olió el mangle de los pantanos y el del resto del pescado que echan ahí, y le gritó al cielo limpio y azul que regía, impávido, sobre la miseria de aquellos pantanos, le gritó al Dios para el que había vivido, el Dios que lo había llevado hasta ese sitio: "¿Qué has hecho de mí? ¿Qué has permitido que yo haga de ti dentro de mí?". Y lloró como un desdichado. ¿Sabes por qué?

– No -le dije. – ¿Por qué?

– Porque no hubo respuesta del cielo -dijo Ana. -Porque su Dios lo abandonó en Bangkok. Más que eso: porque supo, en Bangkok, que su Dios era mudo y que acaso sonreía ante su desgracia. Porque supo, también, que su Dios era sordo, de modo que nada más veía sin escuchar las voces y los gritos, los manotazos y los aspavientos abajo, de su sufriente y gritona humanidad. ¿Ya me entiendes?

– Y esto te lo contó en un desayuno -dije, tratando de subrayar la mudez y la sordera de la vida común y corriente.

– Antes de que nos peleáramos por las cortinas -repitió Ana. -O por la sopa de lentejas. Por el papel del baño. Pero ese momento fue el que lo decidió por fin a salirse de la Compañía de Jesús, lo que yo le había pedido desde el principio y que me parecía tan fácil, tan sencillo como cortar un listón inaugural y empezar otra vida: salirse de la Compañía. Tan fácil como casarse o licenciarse en la Ibero. Pero no era así. Bueno, ese pequeño malentendido fue el que me puso en y el que me quitó del camino de Felipe Alatorre. Y a él del mío.

Dejó la posición de flor de loto en que había estado todo ese tiempo y se escurrió entre las sábanas, podría decir que como una serpiente, pero en realidad como una niña exhausta que busca abrigo, aunque al fin de cuentas como ambas cosas. Estaba fría, de modo que recogí las cobijas del suelo y reordené la cama para dormir las pocas horas que nos quedaban. Se puso contra mí, suave y bélicamente, con no sé qué naturalidad desamparada y segura, como una niña, y se durmió. Bebí el wisqui que me quedaba y me levanté a servirme otro. La noche había enfriado sin medida o había dejado de andar en mí el fogón que la atenuaba. Lo cierto es que al entrar de regreso en la cama, el calor de Ana se extendió hacia mí como una caricia. Me acurruqué en esa caricia el resto de la noche. Ya con el amanecer, todavía oscuro, sentí la voz caliente de Ana Martignoni salivar en mi oreja:

– ¿Quién es usted? ¿En qué empresa trabaja? ¿Dónde estudió? ¿Quiere hacerme el amor?

Quería ella, del modo justamente inverso a la vanidad de mi prisa divorciada, quería con suavidad y discreción, al revés también de como se había ofrecido, con prisa, a la prisa indiferente de los otros, y así fue, sin fulgores ni estallidos, como una caminata por la parte de nosotros que en verdad no ambicionaba sino eso, cuidado y caricias, descanso, verdadera compañía.

Fuimos a desayunar muy temprano a una fonda de taxistas en la Colonia del Valle. Me sorprendió la frescura, la juventud castaña de la piel de Ana Martignoni, luego de haberse tomado lo que se tomó y haber recordado lo que en tanto tiempo no había recordado. Supe así, como había sabido siempre, que había en ella un gene limpio y durador que tendía a imponerse con su llana belleza imperativa a los reveses de su historia. Supongo que estaba todavía borracho, porque no dejé de admirar ahora, recién bañada y a la luz inclemente del día, el fulgor del rostro de gato que Ana me había ofrecido, sin reservas, a buen recaudo, bajo el aliento cómplice de la noche.

No pregunté más por Felipe Alatorre. El azar me trajo un tiempo después la noticia de que se había casado con una ex monja michoacana y vivía en Morelia. Ana Martignoni fatigó algunos meses su condición de hija réproba, elegida años atrás, hasta que en febrero de 1977 murió su padre, de un infarto múltiple. La República en duelo acudió al funeral de Bernardo Martignoni. Cantaron las loas de su energía, de su visión y de su generosidad. Confieso haber compartido algunos de esos elogios años después, cuando supe que le había heredado a su hija Ana el caudal y el destino empresarial de la firma por cuya honra le había arrebatado a ella misma, años atrás, las caricias divinas de Felipe Alatorre.

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