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– Pedro Infante, corazón del pueblo -dijo Luis Miguel insistiendo en la tesis del ensayo de mi amigo, que también conocía.

– Vas a ver tu corazón del pueblo -saltó doña Emma. -Que te cuente tu tía lo que pasó en el corazón del pueblo.

– Pues eso es lo que queremos saber: ¿qué pasó? -dijo mi hermana Emma.

– Lo que siempre pasa, lo inesperado -dijo doña Luisa. -No bien llegó Violeta a su casa con la muñeca de la Casa Aguilar, el Peruano se le fue encima vuelto una fiera, gritándole, zarandeándola, preguntándole de dónde había sacado aquella muñeca. Le contesta la pobre muchachita que se la había regalado Pedro Infante. "Mentira", le grita el Peruano. "Te la dio el tal por cual de Epitacio". "Me la dio Pedro Infante", contesta lloriqueando Violeta. "Confiésame la verdad", le grita el Peruano. "Dime si te la dio Epitacio", y empieza a golpear a Violeta, borracho como estaba, como siempre.

– ¿Pero quién es Epitacio? -preguntó mi hermana Emma.

– Epitacio era el capataz de tu abuelo Aguilar, un miserable que no lo puedes creer -accedió doña Luisa. -Un hombre malo y pervertido que sólo tu abuelo Aguilar podía controlar. Papá decía, elogiando a tu abuelo Aguilar: "Lupe es la única persona en Chetumal que puede sacar algo bueno de ese albañal llamado Epitacio Arriaga". Y así era. Don Lupe tenía domado al tal Epitacio, lo trataba como a un perro y como un perro Epitacio le era fiel. Cada vez que había una cosa miserable o peligrosa que hacer, tu abuelo Lupe mandaba a Epitacio. Si había que tirotear a los negros que se robaban las trozas de madera del Río Hondo, con Epitacio se apostaba tu abuelo Aguilar a cazar negros. Si había que sacar borrachos de la cantina, Epitacio llegaba a sacarlos. Si había que cobrar dinero a pagadores remilgosos, Epitacio iba de cobrador. Y ahí lo tenía tu abuelo como perro de presa a la entrada de la tienda, que era también de la casa, esperando sus órdenes. Siempre repelando, pero siempre obedeciendo, y trabajando como Dios manda, en lo que se le ofreciera a don Lupe. Pero fuera de esa como servidumbre con tu abuelo, una servidumbre yo digo más mental que otra cosa, Epitacio era un ser abominable. El tiempo que no estaba en casa de tu abuelo, lo pasaba en el congal del pueblo hablando de sus hazañas y atormentando a las mujeres de ahí, pidiéndoles cosas perversas, lastimándolas. Había estado en la cárcel, porque el día de su noche de bodas golpeó a su mujer tanto que la dejó paralítica. Según él, no había sido señorita cuando se casaron y lo había engañado. Él, su obsesión, eran las mujeres, las jovencitas en particular. No había muchacha joven y pobre en el pueblo, porque no se metía con las ricas, que no fuera recibiendo propuestas obscenas de Epitacio, según pasaban por la calle o se las topaba en un baile o se acercaban al mostrador de la Casa Aguilar a comprar algo. Una obsesión enferma y puerca de ese hombre por cualquier cosa joven con faldas que le cruzara enfrente. Un degenerado, un pervertido. Y la que caía en sus redes, casi siempre por dinero, no creo que ninguna de aquellas infelices lo hiciera por gusto o placer, mucho menos por amor, era después la única materia de su conversación en dondequiera, cómo era fulana y cómo había estado con él y esto le había hecho y aquello le había tornado, con una majadería y una vulgaridad, que no lo puedes creer.

– Esa es la palabra exacta: vulgar -apuntó doña Emma. -Epitacio era sobre todo un hombre vulgar, un hombre corriente. Repugnante de tan vulgar y tan corriente.

– Y también de mala índole, Emma. Tenía el alma torcida y retorcida -aceptó y agregó doña Luisa. -Porque no hubo en toda la vida de ese hombre, una sola cosa limpia y normal, aparte de su lealtad perruna a don Lupe. Todo venía sucio, turbio, sudado y enlodado.

– Bueno, pero qué pasó -volvió a urgir mi hermana Emma.

– Pues que el Peruano, borracho como estaba, tomó el machete y fue a buscar a Epitacio -siguió doña Luisa- convencido de que Epitacio había intentado o logrado algo con Violeta. Y va rumbo al aserradero de tu abuelo, allá del otro lado del muelle, donde dormía Epitacio en la caseta de vigilancia y toca la casualidad de que esa noche, siendo domingo, Epitacio no anda en el burdel como acostumbra, sino que está durmiendo la mona del día anterior. Se mete el Peruano a la caseta y, antes de que los otros trabajadores lo detengan, alcanza a darle a Epitacio dos machetazos, uno en la mano que le lleva dos dedos y otro en la espalda.

– Ay qué espanto -dijo mi hermana Emma. -Pobre hombre, qué vida.

– ¿Pobre Epitacio? -pregunté yo.

– No, pobre Peruano -dijo Emma.

– Pero si el Peruano fue el que le dio de machetazos -dije

– Pero por su hijita -dijo Emma.

– Por borracho -dije yo.

– Bueno, sí, por borracho, pero por su hijita -siguió enternecida Emma.

– Bueno -siguió doña Luisa -los hombres se llevaron al Peruano a la comisaría y a Epitacio al hospital. Le pararon la hemorragia a Epitacio que perdió dos dedos limpios, el índice y el pulgar, se conoce que metió la mano para detener el machetazo. La herida en la espalda no era muy profunda, más grave resultó lo de la mano. Mientras curan a Epitacio en el hospital, al Peruano lo interrogan en la comisaría. "¿Por qué quisiste matar a Epitacio?", "¿Qué te hizo Epitacio?", "¿Alguien te mandó o lo hiciste por tu cuenta?" Porque todo Chetumal estaba lleno de sospechas. Nadie hacía ahí una cosa por su cuenta. Era terrible. Todos los actos tenían una doble o una triple intención. Así era Chetumal. Pero el Peruano no dijo una palabra, se quedó callado, sumido en su borrachera y en su terquedad, repitiendo sólo que no iba a decir nada, que no iba a decir nada, que lo metieran a la cárcel si querían, que él había hecho lo que debía hacer y que no iba a darle cuenta a nadie de sus actos.

– Hay una cosa que no entiendo -dijo Luis Miguel, fastidiando a su amoroso modo. -Es esto: ¿cómo resulta que en el paraíso todo el mundo tiene sospechas de los actos de otros? Para empezar, en el paraíso no hay más que Adán y Eva. ¿Quieren decir que Chetumal no era del todo el paraíso?

– Queremos decir que te calles, carajo -dijo mi hermana Emma. -Lo que interesa ahora es qué pasó con el Peruano.

– Eso puede interesarte nada más a ti -contestó Luis Miguel, continuando su juego. -Pero el asunto de la metáfora sobre el paraíso le interesa a la mitología universal.

– Pues que venga a preguntar la mitología universal -dijo Emma. -Ahorita lo que a nosotros nos interesa es qué pasó con el Peruano.

– Y con Epitacio -dije yo.

– Con Epitacio también, pero eso nos interesa menos porque era un miserable -dijo mi hermana Emma.

– Me rindo -dijo Luis Miguel. -Pero hay una falla lógica en todo esto.

– ¿Cuál falla lógica? -preguntó doña Emma.

– ¿Por qué al Peruano se le ocurre que Epitacio es culpable de algo?- preguntó, exponiendo, Luis Miguel. -El Peruano lo único que ve es llegar a su hija con una muñeca. La hija da una explicación que al Peruano le parece absurda o increíble, de acuerdo: dice que se la regaló Pedro Infante. Pero ¿por qué el Peruano concluye de ahí que tiene que ir a darle de machetazos a Epitacio? Hay ahí un deux ex machina, como diría Pedro Infante. Un non sequitur, que habría dicho el Peruano.

– Este se cree más inteligente que la realidad -dijo Doña Emma litigando como siempre, amorosamente, con su hijo menor, a quien le diagnosticó, por añadidura: -Tú confundes lo que no sabes con lo que no puede ser.

– Pero en esto tiene razón -dijo doña Luisa. -Porque esa fue precisamente la reacción de don Lupe Aguilar cuando supo el lío de los machetazos. Lo primero que pensó don Lupe cuando se lo dijeron fue lo que Luis Miguel: "Aquí hay gato encerrado".

– Que diría Hegel -ilustró Luis Miguel, provocando la risa ecuménica de la mesa.

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