– Te recuerdo que ya otorgaste ese título a la hija de la mulata Morrison en otra ocasión -le dije yo, para matizar la hipérbole.
– Bueno -dijo doña Luisa, riendo la sonrisa que borraba los años de su cara- la hija de la mulata Morrison era un sueño, una belleza extravagante que no podías dejar de mirar cuando la veías. Pero la hija mayor del Peruano era una aparición, blanca y fina como una madona, una blancura que atraía la luz. De verdad, algo pasaba con esa muchacha, porque la veías venir por las veredas de Chetumal a larga distancia, entonces no había aceras todavía, eran veredas abiertas y bien chapeadas en el monte, la veías venir con sus vestiditos siempre zancones y con algún rasgón, una miseria traía siempre encima la pobre, y a lo lejos la veías como brillar, óyeme, blanca y rubita, caminando como un animal fino, en medio del verde del bosque y las casas de madera de Chetumal. Cuando esto que les cuento, era una muchacha de doce o trece años y era lastimoso verla, porque seguía usando vestidos de niña pero ya no era una niña. La edad avanzaba rápido en sus pechos y en sus formas y de un día para otro dejabas de ver a una niña preciosa con el vestido zancón y creías ver más bien a una mujer hecha y derecha medio desnuda. Era de llamar la atención, porque además bajaba del cerro, allá lejos por el aeropuerto, con su caja de chicles o de chocolates o lo que le tocara vender esa semana, y cruzaba todo el pueblo hasta el Parque Hidalgo o hasta el cine Juventino Rosas. Y era una de las mayores porquerías de Chetumal ver a los machos de porra del pueblo hurgarle las formas a la hija del Peruano con las miradas más sucias que puedas pensar. Una porquería insufrible en torno a esa beldad como iluminada, esa niña.
– Exactamente. La hija del Peruano era una niña -confirmó doña Emma. -Parecía más grande y más mujer, pero no era más que una niña. Con nosotros venía en esa época y se paraba en el mostrador de la tienda a pedir que la dejáramos andar en el triciclo de Héctor, que le dejáramos vestir las muñecas de Emma, y a pedir puras cosas de niña la pobre, con sus vestidos dejando ver sus ancas de mujer. Era una cosa de llamar la atención ese contraste horrible de una niña hecha mujer sin darse cuenta. Vaya, sin haber reglado siquiera.
– Qué tendrá que ver la regla en esto -se quejó doña Luisa, que repudiaba instintivamente toda alusión a las verdades del bajo vientre.
– Tiene que ver para que entiendan lo que estás hablando, no para irritarte a ti -dijo doña Emma, con superioridad tolstoiana.
– Pero si lo habían entendido -insistió doña Luisa. -No es que me irrite yo.
– Explícanos mejor quién es el Peruano -se metió Luis Miguel, que lo reinventaría más tarde, al Peruano y a su familia y a su amante negra, en una serie de poemas.
– El Peruano era un pobre tipo -siguió doña Luisa. -Era famoso en Chetumal porque estaba borracho todo el día y porque había venido del Perú contando unas historias marineras de grandezas sin cuento. Se había casado con la hija de un libanés contratista de madera, y luego de una vida de matrimonio normal, en la que tuvieron a esta muchachita Violeta y cuatro varones, el Peruano se fue a liar en Corozal con una negra malviviente y su mujer, una Dolores Abdelnour, no quiso tolerárselo, se fue de la casa diciéndole a todo Chetumal por qué y antes de que pasaran dos meses se puso a vivir con un primo en Carrillo Puerto, dejando atrás marido, hijos, padres y hermanos, porque no hubo quien estuviera de parte de ellos cuando decidieron juntarse. Su ausencia o el ridículo, qué se yo, destruyó al Peruano. Cuando Dolores se le fue de casa, el Peruano empezó a beber y no paró hasta que la bebida se lo llevó de este mundo. Perdió el negocio de importaciones que tenía, perdió la casa que se había comprado, perdió desde luego a la negra interesada de Corozal, y se fue a malvivir allá por el cerro con sus hijos. Malvivía, como digo, de venderle ropa y manta cruda a los chicleros, aunque decían que también les vendía mariguana de un predio que había conservado por Huay Pix, monte adentro, junto a la laguna. La verdad es que el pobre hombre no pudo tragar lo único que debió tragar, el abandono de su mujer, y se dedicó a tragar todo lo que no debía. Entonces mandaba a la hija a vender cosas al pueblo, pepitas, cacahuates, dulces americanos, lo que fuera, y Violeta se cansaba de andar por el pueblo de arriba abajo mostrándose sin darse cuenta. Imagínate esa belleza paseándose todo el día por ese pueblo chiclero en el fin de la selva.
– Pero si era el paraíso -recordé yo.
– El paraíso también estaba dejado de la mano de Dios -acudió, herética y sonriente doña Emma. -De otro modo, no habría pasado ahí lo que pasó.
– ¿Pero qué pasó con la hija del Peruano y Pedro Infante? -insistió Emma, mi hermana.
– Pasó -siguió doña Luisa -que uno de esos días de fiesta en casa de Almudena por la llegada de Pedrito, se presentó Violeta con su cajita de chicles, a ver qué podía vender o comer. Pues no bien la vio Pedro Infante, que sabía lo que eran las bellezas del cine mexicano, va y le pregunta a Pepe Almudena, "¿Qué es eso, compadre? ¿Dónde tenían escondida esta creación del Señor?". "Es la hija del Peruano, que no conoces", le contesta Pepe Almudena. Entonces Pedro Infante, que además de pelma era un cuzco, se va de cuzco a donde la Violeta, la toma del brazo, la lleva a la mesa donde iban a comer en casa de Almudena y empieza a hacerse el gracioso con ella. Pero no bien empieza la chamaca a hablar, Infante se da cuenta rápidamente de que tiene entre manos a una chiquilla, nada más. Entonces le cambia el interés del principio, pero igual decide que la mocosa se quede con ellos hasta el fin de la comida, porque es la cosa más bella que ha visto en Quintana Roo. Y ahí se pasa la comida admirándola, rendido ante la belleza de Violeta, la hija del Peruano. Tanto es así que al final de la comida le dice: "Me has alegrado los ojitos como pocas cosas, criatura, y te voy a hacer un regalo. ¿Qué se te antoja?" Y va Violeta y le contesta señalando a Araceli, la hija de Almudena: "Quiero lo mismo que La Gallega". Infante le había traído esa vez de regalo a La Gallega, la hija de Pepe Almudena, una muñeca holandesa de porcelana, una de esas muñecas de colección, con articulaciones en hombros y tobillos y unas facciones tan perfectas, tan expresivas, que en cualquier momento podían arrancarse a hablar. Le había entregado el regalo al llegar y ahí se había estado Araceli jugando con su regalo a la vista de todos. Bueno, pues el mismo tiempo que Pedro Infante pasó admirando a Violeta, Violeta lo pasó hipnotizada por la muñeca que La Gallega acunaba en sus brazos, vestía y desvestía, mostraba y celebraba, pero no dejaba que la tocara nadie, Violeta menos que nadie. De modo que cuando escuchó la oferta de Pedrito, sin pensarlo dos veces Violeta le dijo: "Quiero lo mismo que La Gallega". Se quedó Pedrito de una pieza, sin saber qué hacer, a la vista de todos. "Pues ahora sí me fregaste, criatura", le dice a Violeta. "Cualquier cosa pídeme menos la muñeca, porque no traigo otra y esta ya la di". Entonces Violeta se hace ovillo y empieza a llorar, a llorar de tal manera que la gente se asusta, le preguntan si le duele algo, pero Violeta sólo llora y llora, hasta que Pedro Infante se acerca a consolarla y le dice: "Me parte el alma verte llorar así y ser tan burro, m'hija. Esta muñeca no te puedo dar, pero te prometo que la próxima vez que venga a Chetumal, y voy a venir al fin del mes, te voy a traer a ti una muñeca como esta. Y para que no digas que es una pura hablada, orita mismo te voy a comprar la mejor muñeca que haya en Chetumal y te la dejo en prenda de la otra que te voy a traer. Pero no llores, que te pones fea. Aunque la verdad, criatura, hasta llorando y moqueando eres una bendición de Dios". Bueno, pues se calmó Violeta y Pepe Almudena mandó a uno de sus empleados a buscar la muñeca sustituta. Pero era domingo y todo el comercio en Chetumal había cerrado, además de que muñecas y juguetes en Chetumal no había más que por Navidad o cuando mandabas pedirlo al lado inglés. Así que el empleado regresó diciendo que no había una sola muñeca en todo el pueblo, la única que había localizado era la que estaba hace meses en el aparador de la Casa Aguilar, la tienda de tu abuelo, pero la tienda estaba cerrada y quién sabe si quisieran venderla, porque no se la habían vendido a nadie en ese tiempo. Entonces Almudena le mandó un recado a tu abuelo Aguilar explicándole la cosa y tu abuelo ordenó abrir la tienda y darle la muñeca al empleado de Almudena, una muñeca muy bonita también, pero sin punto de comparación con la otra. Pues muy bien, le dan su muñeca a Violeta, se termina la fiesta, Pedro Infante se trepa a su avión de regreso a Mérida y todo el mundo en paz y contento.