– Que se las cuente tu tía -delegó doña Emma. -A ella le tocó vivirla de cerca. En esos días nosotros no estábamos en Chetumal. Habíamos ido al campamento maderero en Fallabón. ¿Se acuerdan de Fallabón?
Nos acordábamos hasta la leyenda de Fallabón, el campamento mítico donde se había definido la ulterior desgracia económica de la familia y a cuyo nombre seguían atados algunos de nuestros recuerdos esenciales, la visión eterna de un río, el miedo bíblico al estruendo de una crecida, la secuencia húmeda de un bosque virgen, plagado de atentas iguanas.
– Pues ahí estábamos cuando vino el pelma de Pedro Infante a Chetumal a desamarrar algunos diablos del pueblo -completó doña Emma.
– Primera mención del diablo en estas historias primigenias -dijo, muy hermenéutico, Luis Miguel. -Hasta ahora sólo habíamos tenido el mundo pagano y originario de Chetumal, un mundo anterior a la culpa y al Nazareno. Ahora ya tenemos diablos sueltos.
– Lo de los diablos es un decir de tu madre -explicó doña Luisa. -Pero algo sí pasó en ese pueblo con la ocurrencia de este hombre de andarse haciendo el generoso en medio de los mendigos.
– Pero qué pasó, carajos -volvió a impacientarse mi hermana Emma.
– Pasó -dijo doña Luisa, aceptando el exhorto- que este hombre Pedro Infante, con todo lo famoso que era, el más famoso cantante de su época, el más querido actor, el ídolo de todo mundo, a ése le dio por enamorarse de Chetumal. Y se paraba por ahí cada determinado tiempo, listo para hacer sus monerías. Tenía locura por la aviación y había convencido a los dueños de la empresa Tamsa, unos irresponsables, de que lo dejaran pilotear los aviones de carga de la compañía que venían de Mérida o Veracruz a Quintana Roo. Y allá se subía Pedrito a los aviones de Tamsa para volar a Chetumal. Le digo "Pedrito" porque todo mundo lo llamaba así en Chetumal, como si fuera su hijo o su perro. El caso es que cada tres semanas, cada cinco, allá venía Pedrito desde Mérida cantando en las alturas las mismas boberías que cantaba en el cine. Y ya que iba llegando se comunicaba por radio y mandaba pedir que le sacaran dos langostas medianas. Escucha esto: langostas medianas tenían que ser, porque según Pedrito así es como conservaban su verdadero sabor. Y tenían que ser recién sacadas, porque luego de unas horas fuera del agua, según Pedrito, las langostas no sabían igual. Seguían siendo un manjar, pero ya no un platillo del paraíso. Con eso del paraíso traía Pedro Infante mareados a todos los pelmas de Chetumal.
– ¿Tú también nos vas a pelmear? -le dije a mi tía de inmediato, zafando al fin una carcajada de mi hermana Emma, que también contaba las palabras.
– Pero si es que para algunas cosas los hombres de Chetumal de verdad eran unos pelmas -dijo doña Luisa, disculpando su juicio sin retirarlo. -Eran unos pazguatos ignorantes, y unos entrometidos. Tu abuelo Camín decía que en Chetumal había algunos especimenes que probaban solos la teoría de la evolución de Darwin. "Aquí hay varios que se acaban de bajar de la mata", decía papá. Y era verdad. Tú no sabes las cosas que podía creer la gente en Chetumal. Un día llega a nuestra tienda una muchachita prieta y china como negro cambujo y me viene a preguntar la pobre, de parte de su mamá, que a qué horas me ponía yo a tomar la luna. "¿A tomar qué, muchacha?", le pregunto. "A tomar la luna", me dice la pobrecita, un bicharrajito así, que no levantaba ni cincuenta centímetros del suelo. "Mi papá dice que ustedes están así de blancas porque en lugar de tomar el sol, toman la luna. Y mi mamá quiere saber a qué hora es mejor, para probar". ¿Puedes tú creer eso? Dime si no tenía ese hombre aserrín en el cerebro.
– Y la mujer que le hacía caso, tenía viruta -dijo doña Emma.
– Era una pobre campesina ignorante -disculpó doña Luisa, con lejana ternura.
– Todas somos unas campesinas ignorantes hasta que mandamos a la mierda a los hombres por primera vez -definió doña Emma, con inesperado vuelco radical.
– Ortodoxias no, madre -suplicó Luis Miguel-. No me vengas con que a la vejez, viruelas feministas.
– Viruelas contra los hombres es lo que las mujeres deberían tener a la edad propicia -reiteró doña Emma. -Pero nadie ha inventado vacunas para eso.
– Por algo será -dijo doña Luisa, más ansiosa de seguir la historia que de discutir con doña Emma. -El caso es que en esa época, tan lejana que es difícil creer que existió alguna vez, Pedro Infante venía a Chetumal en su avión, cantando el pelma, porque no era más que un pelma simpático, en eso tu madre tiene razón, y venía por lo común a la casa de Pepe Almudena, un comerciante español de Chetumal que lo recibía siempre y le hacía grandes comidas con sus langostas medianas, acabadas de pescar. Era la época en que pescabas langostas en Chetumal como si recogieras arena del fondo del mar. Te metías un poco al agua y ahí estaba la langosta esperando. Cuando fue Cárdenas a Quintana Roo, iba llegando al muelle de Cozumel y se tiró al agua frente al muelle. Salió con dos tremendas langostas, una en cada mano. Todo era así en Chetumal, por eso nosotras decimos que era como el paraíso terrenal.
– Era un pueblo del Oeste con mar y sin caballos -definió doña Emma. -Nada faltaba ahí, pescado, frutas, langostas o pavos de monte. Cogías quetzales en el patio de tu casa y los venados venían a tomar al aljibe del pueblo. Había todo con sólo estirar la mano. Por eso era un pueblo tan pobre. No había que esforzarse por nada.
– Infante le había bautizado una hija a Pepe Almudena -siguió doña Luisa -la hija menor, Araceli, y tenía siempre cuidado, eso hay que reconocérselo, de traerle cada vez un regalo a la niña, La Gallega, como le decían. El regalo acababa siendo la envidia de todo el pueblo, porque se lo había traído a La Gallega Pedro Infante y porque eran siempre cosas que no había en Chetumal, chucherías de cierto lujo o más sencillas, pero que en Chetumal no podían encontrarse. Y era llegar Infante a Chetumal y alborotarse el pueblo. Para todos tenía Infante una atención, también hay que reconocérselo. Con tal de agradar era capaz de todo. Un día, yo creo que para mostrar lo fuerte que era y para agradar a la gente del muelle, se puso a ayudar a la estiba de un barco de tu abuelo Aguilar. Ahí se estuvo media mañana cargando bultos con los marineros y los soldados, como uno del montón.
– El Preferido del Montón -precisó Luis Miguel.
– No dejaba de tener lo suyo -reconoció doña Luisa. -Después de todo, no tenía por qué tomarse tantas molestias para quedar bien con la gente de Chetumal. Pero el hecho es que el día que llegaba tenía que ver con todo mundo. "Ya llegó Pedrito", corría la voz desde el aeropuerto, aunque aeropuerto es un decir: era una pista ahí cualquiera de asfalto, con un bohío que servía de oficina a media selva. Pues Infante venía de allá hasta la casa de Pepe Almudena, hablando y liándose con todos, rodeado de gente, como en un carnaval. Se sabía el nombre de medio pueblo y con todos se saludaba y preguntaba por zutano, por mengano. Pepe Almudena era hombre de posibles y cuando llegaba Infante ponía en una de sus bodegas tremendos peroles de comida para la gente y dentro de la casa una mesa muy bien puesta para Pedrito y para el círculo más cercano de su familia y sus amigos de Chetumal. Tu abuelo Camín, por ejemplo, siempre estaba invitado a la mesa de Almudena cuando llegaba Pedrito. Pero fue una vez y no volvió. "La adulación no se lleva con mi digestión", decía papá, tu abuelo. Según él, la atmósfera de esas comidas era de una adulación grosera para Infante. Yo creo, Emma, ahora que lo pienso -le dijo doña Luisa a su hermana, interrumpiendo la narración- que aquel rechazo de papá a las comidas de Almudena es lo que nos ha quedado a nosotras en contra de Infante. Porque papá no podía ni oír de esas comidas, de la gente desfilando para obtener un autógrafo, un saludo, una sonrisa de aquel hombre. No podía soportar la idea de esa procesión. Ni de ninguna otra. Papá era difícil para la gente, le daban urticaria las muchedumbres. "El que sigue a una muchedumbre", decía él, "nunca será seguido por una muchedumbre". Era como aristocrático, desencantado, qué sé yo. Siempre decía: "Mejor rey pobre en mi choza, que sirviente rico en el palacio de otro". Y ya se podía caer el mundo que a papá no lo movías una pulgada de su reino. Pues el caso es que entre tanta gente que iba y venía saludando a Pedrito, para después discutir durante semanas a quien le había sonreído mejor, a quién le había hablado más y otras boberas del estilo, entre toda esa gente se coló un día la hija mayor del Peruano, Violeta, una chiquita hermosa como no han vuelto a ver los cielos de Chetumal.