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– ¡Apunto al que hable! -repitió Agustín poniéndose en pie.

Al ponerse en pie vio qué era todo el asunto. El chico más alto de los dos -uno de los dos que no amaban a la Santísima Virgen – arrastraba desde su pupitre, entre los pupitres, pasillo arriba, un ratón muerto. Lo arrastraba con un hilo atado a la patita.

– ¡Éste no habla, macho, que está muerto! -dijo el chico más alto de los dos en voz algo alta. La clase entera rompió a reír a carcajadas, y por la puerta, que estaba abierta, entró el padre prefecto. Agustín dio el nombre del chico más alto de los dos.

Aquella noche, a la hora de la cena, el chico más alto de los dos miraba a Agustín fijamente y le dijo:

– ¿Tú es que eres imbécil o qué es lo que eres? ¿A qué tienes que dar nombres de nadie? Además, yo no hablaba, que se estaban riendo todos.

– Tú sí hablabas -dijo Agustín sombríamente.

– ¿Sabes lo que te digo? -dijo entonces el chico más alto de los dos, el hijo de la señora encantada, deshecha-: ¡Pues que eres gilipollas!

Los otros de la mesa se reían tan fuerte que tuvo que venir el inspector a callarlos. A Agustín le cegó aquello. Y lo que sabía de antemano y tenía guardado como una foto obscena en la memoria, le ocupó de pronto toda la conciencia como un borbotón de sangre.

– Tú no te preocupes, Agustín, no te preocupes -dijo el padre espiritual-, que tú no has hecho más que cumplir con tu deber. Además -añadió el padre espiritual-, no me coge de sorpresa. Quien no es amante de la Santísima Virgen no puede ser bueno.

Agustín se enteró de todo a los dos días. Fue una curiosa sensación de vértigo. Una emoción grande y doble. Saber que mientras todos los demás tenían que figurarse el asunto e inventar motivos, él sabía. Hubo varias versiones. Y ninguna -pensaba Agustín- realmente correcta. Y mucha indignación. El chico de la señora encantada y su amigo eran muy populares en el colegio. Agustín se volvió sombra esos días. Luego perdió todo importancia de repente cuando el fin de curso se echó encima con los exámenes. Agustín tuvo las notas que esperaba. Y por fin una mañana, a últimos de junio, se despidió de los padres profesores y del padre espiritual -quien, por cierto, había procurado evitar a Agustín a partir de la conversación aquélla, un poco como si se avergonzara de que le encontraran hablando con él a solas- y se encaminó con su maleta hacia la plaza donde paraba el coche de línea de las doce que pasa por Mochil. El mismo coche de línea que toman siempre la tía Manolita y la tía Consuelo. Agustín acaba de cumplir dieciséis años.

«Sugar-daddy»

Después de aquello -y el propio Manuel prefería aludir de este modo abreviado y abstracto a su relación con el muchacho- se encerró durante muchos años. El miedo se volvió madriguera y le arropaba en un complejo sistema de prudencias, disfraces, ambigüedades, silencio. Entre Manuel y sus semejantes se abrió el miedo a sus semejantes como una distancia impura. El miedo sustituyó al respeto como el impudor sustituye a veces a la desnudez confiada o a la ternura. A distancia -y un poco como se piensa en el hotel de unas vacaciones organizadas con un año de anticipación- Manuel pensaba en Dios (o en algo parecido) con la curiosidad no muy profunda del viajero que cuenta con que la novedad de un sitio nuevo se convertirá automáticamente en perspectiva de todas sus perspectivas. Cambió de lugar, de empleo, de aspecto. Envejeció y una paz abstracta donde no figuraba el deseo satisfecho sino sólo el deseo evitado, le cubrió como una gran masa de agua. El miedo se le volvió inconsciencia con los años, voluntad pura y simple de ser lo mínimo posible, un ciudadano, un mine-tofiver, un miembro del público, un oficinista. Abandonó una incipiente vocación literaria que quizá no hubiera sido nunca gran cosa en sí misma, pero que siempre, hasta la entrada de aquel miedo cristalino y tortuoso, había sido parte del horizonte más ancho de su vida. Abandonó incluso esos diminutos actos preparatorios, observaciones, notas, lecturas, diálogos que disponen la conciencia del escritor para su tarea. Hubo en todo esto una deliberada torcedura, una violencia contra la propia vida que, a la larga, dio a Manuel -sin advertirlo Manuel- la fisonomía, el aire concentrado, obstinado y leve de un suicida. Como un malestar (o un pecado) crónico que fuera, sin embargo, sólo levemente mortal. Toda la atención y la energía que otros dedican a la elaboración de un negocio, de una familia, de una amistad o de un libro dedicó Manuel a la elaboración de su anonadamiento. De la misma manera que el terror agudísimo de un principio se embotó con los años y distanció el pasado como un paisaje cada vez más monótonamente genérico, así la voluntad de ser lo mínimo posible distanció el futuro y embotó la esperanza (porque la esperanza es un arma de dos filos), haciendo de todos los venideros años y mañana posibilidades cada vez más monótonamente formales, semanas, meses, años de un calendario. Y lo que quedó -creía Manuel- fue sólo el presente: Manuel consigo mismo.

El truco del presente es muy fácil de hacer. Se aprende en una tarde. Lo hace cualquier ilusionista que de verdad se empeñe en aprenderlo. Uno llama a lo anterior «ahora» y a lo posterior «ahora» y a eso se atiene. Se atiene, quiero decir, a la verdad de Perogrullo, de que lo que de algún modo no es «ahora» no «es» ahora y no pincha ni corta. Esto, no obstante, algunas veces se olvidaba Manuel de hacer el truco (porque los trucos, lo mismo que los rezos, son actos que transfiguran o alteran perspectivas [naturales] y la habilidad de efectuarlos es, por definición, caediza y se entumece o se olvida si no se rehace continuamente o no se hace bien), y cuando se olvidaba Manuel de hacer el truco se esforzaba, sin darse cuenta, en deshacerlo, procurando distinguir repeticiones, configuraciones, direcciones, cosas parecidas, donde hubiera debido ver y haber solamente uno y el mismo ahora sin distingos. Descubrir a veces una repetición estructural cualquiera en la monotonía de su vida (paradójicamente lo monótono no aparece como identidad ante la conciencia, sino como diversidad pura, como insignificancia) le regocijaba durante semanas. Este regocijo, que era como verse poseído por una alegría irreprimible, actuaba casi al tiempo de aparecer como timbre de alarma (Manuel solía recordar en esas ocasiones que ya los pitagóricos le habían prevenido explícitamente contra eso) y Manuel regresaba dulcemente a su casa, a su «ahora», que a fuerza de ser en general siempre lo mismo era siempre variado y no tenía nombre o rostro alguno.

Se encontraron una tarde en Hyde Park. Hacía quince años del terror aquel que había cambiado su vida por completo. Manuel tenía cuarenta y cinco. Había aprendido a aburrirse y consideraba esta sabiduría con el orgullo que otros ponen en haber aprendido a dominarse, o a jugar bien al ajedrez. Pensaba con una cierta piedad desdeñosa -porque el miedo, la distancia, se le había vuelto falta de respeto- en esos homosexuales de su edad que veía al anochecer ir y venir entre los árboles, muy ajustados los pantalones claros, en vano intento de procurarse una silueta joven, traicionados, al caminar, por la rigidez sin gracia de los años. Algunas veces se detenía a hablar con ellos o le detenían ellos para hablarle y adoptaba sin querer (pero invariablemente) un tono ligeramente superior y casi burlón para dejarlos luego languideciendo hasta bien entrada la noche en los bancos de los paseos o merodeando en torno a los retretes públicos, como animales tímidos que se enzarzan, de pronto, en sus selvas imaginarias. Manuel se consideraba a salvo de estas cosas y ello le envanecía un poco como puede envanecer a un donjuán el recuento interior de sus conquistas. Los muchachos que veía en la calle (y a quienes dirigía en ocasiones la palabra brevemente con cualquier pretexto) era, habiendo abandonado quince años atrás por imposible todo intento de dar con un compañero permanente, modulaciones agridulces de su nostalgia, de la impresión afectiva de toda una vida. Desearlos y temerlos era, para Manuel, todo uno, aunque lo que deseaba y temía era (en cuanto objeto) cada vez menos claro, menos divisible en partes, menos pensable en términos concretos. Lo más concreto que Manuel llegaba a concebir a este respecto era que los demás (los prójimos, los conocidos, los adolescentes de sus nostalgias) se vuelven espalda descubierta tan pronto como nos acercamos íntimamente a ellos. Enamorarse de alguien -pensaba Manuel confusamente-, vivir con alguien, incluso interesarse seriamente por alguien, es perder la perspectiva frontal del «ahora mismo» de Manuel ante sí mismo en cada instante y dar lugar a que crezcan, además de los ojos propios que me miran, sin entenderme pero sin juzgarme, en la conciencia o el espejo, otros ojos injustos y vivaces que trasplantan su malestar al mío y me confunden. Y Manuel se regocijaba sentado solo en su piso, de espalda a la pared, ante la ilusión de haber eliminado toda posible espalda. «Nadie piensa en mí o cuenta conmigo, nadie me mira, nadie habla de mí o existe a mi espalda. Estoy a salvo.» Iba con frecuencia a los museos de pintura (esa era su otra distracción, aparte el cine de los domingos y los paseos) a ver siempre los mismos cuadros; cuadros no muy grandes, de estancias o de rostros o de objetos donde fuera posible verlo todo a la vez y de una sola vez. Evitaba cuidadosamente la música (incluso la música popular, fácil, de moda, que nos asalta en las calles y en los bares), porque la música es más parecida a la conciencia (ajena) que los cuadros.

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