– ¿Y tú en qué clase estás? -preguntó la señora.
– Yo en quinto -dijo Agustín.
– ¡Ah, pues entonces tienes que conocer a mis chicos…!
– No sé -dijo Agustín admirado.
Aquella dama alta olía a cosa nunca olida. Un perfume fresco y delgado. Era muy delgada. Después de lo anterior no pareció dispuesta a inventar nuevos tópicos. Los dos se miraron en silencio.
– Si quiere usted pasar a sentarse… -aventuró Agustín. Y señaló la puerta de la sala de visitas que entreabría justo enfrente de la garita del portero.
– ¿Sí? No sé… ¿Tú crees que nos encontrarán? A lo mejor luego no nos encuentran…
Hablaba bajo, muy suave, como en misa, velada y rubia como un jardín. Agustín respondió decidido:
– ¡Sí que nos encontrarán! ¿No ve usted que se lo dice el portero?
Y entraron los dos en la sala de visitas, oscura como la capilla a esas horas, con un resol que entraba despacio por los ventanales altos, con vidrieras, y que se quedaba en halos sobre las sillas como en las estampas de apariciones, arrobado.
– Siéntese usted aquí… si quiere -dijo Agustín señalando una silla. Y la señora se sentó como posándose. Hubo una pausa. Por fin dijo la señora:
– ¿Y tú, tú también eres interno?
– ¿Quién, yo? Yo sí. Sí, señora.
La señora sonrió de repente. Ahora que sin abrir la boca, sólo con los labios. Luego se borró la sonrisa, pero no del todo, que se quedó empezada por las mejillas, como en el sombreado de un dibujo. Y Agustín pensó detalladamente; ahora digo algo a ver si empujo un poco hacia afuera la sonrisa borrosa. Y dijo:
– Aquí, ¿sabe usted?, somos la mayoría internos y luego hay los mediopensionistas, que desayunan y comen en el colegio, pero duermen en sus casas, y luego hay los que vienen, o sea, los que viven fuera del todo y vienen solamente a las clases…
– ¿Ah, sí?
– Sí. Pero esos no vienen los domingos… Aunque a lo mejor vienen algunos por las mañanas a los partidos. Pero ya luego se van por las tardes…
Hubo otra pausa. La señora parecía fascinada. Y Agustín prosiguió.
– Nosotros somos los verdaderos del colegio. O sea, los que estamos aquí internos también como sus hijos… -Agustín había aventurado cuidadosamente esta última frase. La dama no parecía dispuesta a añadir nada más. Y Agustín explicó:
– Lo que tiene estar interno es que es un rollo. Siempre igual, siempre igual todo… ahora que eso es lo que forma, ¿eh? Un colegio es como una vida en pequeño.
En esto, «dos chicos» de la señora entraron en la sala de visitas. Y eran los dos de la mesa de Agustín. Los dos que no amaban a la Santísima Virgen. «Hola», dijeron. Parecía una figurita de porcelana al adelantarse, ladeando la cabeza, ofreciendo a los dos chicos la mejilla derecha. Los dos chicos la besaron por turno. Olía al olor nunca olido, un olor tenue que no era agua de colonia. Ni olor de jabón.
– ¡Estáis hechos unos cochinos en este colegio! -dijo la señora. Y añadió volviéndose levemente hacia el sitio de Agustín: ¡Este chico me ha estado contando cosas interesantísimas de la vida del colegio!
– Es de nuestro curso dijo el chico más alto de los dos. Agustín se levantó.
– Bueno, yo me voy.
La señora le tendió la mano.
– Muchísimas gracias por todo lo que me ayudaste.
Agustín salió con su caja de pasteles en la mano. Deseó verse en seguida lejos de aquel sitio. Cuando Agustín dejó la sala de visitas era ya casi de noche. Se había pasado la hora de la merienda. En los pasillos de arriba se oía ya el barullo de la cola del cine (la sala de actos estaba en el segundo piso). Agustín salió al patio vacío. Atardecía muy de prisa como un aroma olvidándose. Agustín deseó de pronto regresar y volver a ver a aquella señora lejana, oír de nuevo aquel: «este chico ha estado contándome cosas interesantísimas». De pronto se avergonzó de su caja de pasteles. Sintió una confusa rabia de sí mismo y sus tías, de que fueran como eran y no de otro modo, de «ese modo» que la señora huida era y que no era, por supuesto, ningún modo preciso de ser, pero que tampoco era -ni podía ser- a partir de ahora sencillamente ya nada en absoluto. Un «ese otro modo» evocado sin relleno alguno por el aroma, ya no olfatible, pensable aún, sin embargo, con la claridad y distinción con que pueden en ciertas ocasiones pensarse los objetos de la agujereante memoria. Nostalgia. Un grupo de primaria pasó a lo lejos voceando. Agustín no subió al cine esta tarde. Paseó patio arriba y abajo entre la luz empobrecida, olvidándose, hasta que salieron los cursos del cine y se oyó la campanada de la cena. Entonces se encaminó hacia el comedor lentamente. La cena no solía durar mucho los jueves, porque la mayoría de los chicos, habiendo comistrajeado cosas durante todo el día, tenían poca gana a la hora de la cena. Al salir, Agustín se acercó al mayor de los dos chicos.
– ¿Era tu madre esa señora? -preguntó.
– Sí -contestó el chico un poco secamente. Y se fue corredor abajo.
Aquella noche Agustín dio vueltas y más vueltas en su cama, sin dormirse, en busca del aroma de la señora encantada.
El padre espiritual lo decía siempre: «Más vale prevenir que curar.» Y prevenía acostumbrando a sus dirigidos a proporcionarles información secreta. Este hombre temía el mal -todos los males, uno por uno y todos en conjunto día y noche. E imaginaba el mal entrando en tromba en los colegios, viniendo del infierno y de las calles, pasando de matute entre los libros, los pensamientos y los bocadillos como una simiente. Era un miedo mortal, miedo invencible. Y prevenía el mal husmeándolo y preguntando, casi inconscientemente, a unos colegiales acerca de otros hasta ser su cabeza una gran plaza cruzada por todas las direcciones y todos los instintos indiferenciados, posibles e imposibles. Un gran mapa sin sitios, mudo y guiñante. «Más vale prevenir que curar», repetía siempre.
Agustín no olvidó a la señora (aunque tampoco puede decirse que la recordara de ningún modo preciso). En realidad apenas recordaba de ella otra cosa que la emoción de haberse visto hablando con ella sin saber bien de qué y la frase: «Este chico ha estado contándome cosas interesantísimas.» Esta frase flotaba como un corcho en la memoria de Agustín -o en su presente- sin hundirse nunca, estándose ahí con esa tenacidad ligera de los corchos en el agua. Recordaba sus manos -aunque no se las podía figurar- y los guantes negros que la dama alisaba de cuando en cuando. Y el olor. El olor que se repetía, sin relleno, en su conciencia, casi únicamente mediante predicados negativos: ni fuerte, ni parecido a otros olores, ni de agua de colonia, ni incisivo, ni oloroso, ni olfatible. Al final Agustín acabó asociándolo al aroma muy pálido de la tarde invernal, a una confusa sensación de melancolía y nostalgia.
Agustín era edil de estudios. Lo había sido desde cuarto y seguía siéndolo. Aquella tarde de finales de mayo no hubo historia porque don Fernando telefoneó diciendo que estaba indispuesto (don Fernando era auxiliar del Instituto Nacional e intercalaba clases de Historia en el colegio de los padres jesuitas). Faltaba poco para los exámenes y el curso entero se quedó en el estudio repasando. El inspector tuvo que salir a algo. Y Agustín se quedó al cargo de la clase. A Agustín le gustaba ese oficio. Subirse a la tarima y sentarse allí en lo alto sin estudiar, viendo las nucas de los otros chicos como hacen los inspectores.
Aquel día desde un principio ya fue algo mal. Hubo risitas y tonterías por la parte de la cola donde se sentaban los chicos de la señora no-olfatible. Era un grupo, siempre los mismos, burlón y divertido, que Agustín envidiaba, y despreciaba, y confundía, y temía.
– ¡Apunto al que hable! -anunció Agustín muy serio desde la tarima. Una rara sensación de ridículo le invadió al decirlo. En realidad nadie hablaba. Había solamente un sofoco de risitas y gente volviendo la cabeza hacia la cola.