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Álvaro Pombo

Cinco relatos sobre la falta de sustancia

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Prólogo

Estos cinco cuentos aparecieron por primera vez en 1977 y son todavía relatos en los cuales me reconozco a mí mismo sin ninguna duda. Pueden tomarse como cinco vectores, cinco líneas de fuerza de mi manera de escribir y ver el mundo que siguen estando presenten en mi última novela «El metro de platino iridiado» (Anagrama 1991) y también en mi nueva novela, terminada ya, que se titula «Don Rodolfo y el vencejo» por mencionar sólo mis narraciones en prosa. El lector puede en cierto modo leerlos desde la perspectiva rítmica de una esquemática autobiografía.

«Tío Eduardo», es el Santander de mi niñez. Expresa mi fascinación por un mundo elegante y mi preocupación, -tal vez lamentable- de moralista. Este cuento expresa una cierta «justicia poética» al final de su vida, tío Eduardo, es tratado de un modo semejante a como él sin darse cuenta trató a su propia esposa.

«Luzmila» es el mejor relato de este libro, a juicio mío, al menos. Es la primera formulación de un viejo asunto: la bondad de una persona. Lo único que ocurre Luzmila es un personaje de muy pobre desarrollo intelectual y su bondad, con ser real y profunda, es todavía demasiado elemental.

«Un relato corto» es una acuarela de mi colegio de Valladolid. De aquellos años, -que quede esto claro- sólo he tomado para escribir el cuento el delicioso ambiente decimonónico del colegio donde hice mis tres últimos años de bachillerato. Todo lo demás es inventado en función de la idea unificadora del libro, a saber, la sensación o la emoción o la idea imprecisa, pero constante que yo tenía cuando escribí estos relatos: la vida humana era una configuración de momentos inconexos, un proceso melancólico de ilusión y de sustancialización.

Yo vivía entonces en Londres y escribí este libro en la oficina, donde trabajaba de telefonista, entre llamada y llamada. Londres era y es para mí un sitio muy bonito pero muy triste. Una ciudad de solitarios, tenues figuras que envejecen lentamente y que de pronto un día de sol resplandecen, tenues, sentadas en un banco a media tarde, en uno cualquiera de sus parques locales. Y su expresión sólo significa ya: «Hasta aquí he llegado y esto es todo». La verdad es que lo más filosófico -y lo único realmente indiscutiblemente excelente de esta colección de cuentos es el título.

«Sugar-Daddy» es el resumen de la vida de un oficinista, Manuel, cuya homosexualidad, muy de otros tiempos, quiero decir los años anteriores al 68 y a las reivindicaciones del orgullo gay, un hombre asustadizo de mediana edad que en lugar de volverse valiente y amar a quien le ama se vuelve cobarde y no le ama. La tesina del relato es que en caso de duda siempre es mejor amar que acobardarse.

«El cambio» es un relato cuyos detalles están bien, creo yo, pero cuya tesis, o configuración significativa total se aguó tanto que ahora ni siquiera sé cual es.

Álvaro Pombo, 1992

Tío Eduardo

El mal tiempo emborrona aún aquellas tardes los cristales de las ventanas del comedor, el mundo. Lluvia en todos los barrios de la ciudad aquella, en los de la gente bien y en los bajos que quedaban en alto cara al puerto. Recuerdo las doncellas de casa de tío Eduardo, el raso negro y cano de los uniformes, el piqué blanco de los delantales, el tictac inmóvil del reloj de la sala vecina que aún se cuela, soso y fértil, en el comedor a la hora del té, aprovechando los hiatos, los lugares comunes y las pausas de las conversaciones.

Siempre en esas veladas se habla un ratito de tía Adela, la esposa de tío Eduardo, fallecida treinta años atrás, a los dos años de casarse. «¡Cuánto le gustaban a la pobre Adela las frutas escarchadas!», se decía, por ejemplo, con ocasión de una referencia cualquiera a esas frutas. Y la frase, súbitamente, repone la melancolía gastada de la tarde y ayuda así a ver claro el motivo de estar ahí esa tarde y todas las tardes pasadas y futuras acompañando a Eduardo inconsolable.

El nombre y las virtudes de la difunta esposa florecen como islas en los marcos de plata que enmarcan la fisonomía de reineta pensada de tía Adela en todas sus edades, en la cuna, de primera comunión, en una tómbola sosteniendo sin gracia un pato de regalo, de colegiala, de excursión (se ve el pinar borroso detrás de ella, leve, como una mañana de verano cerca de la playa), de novia, y por último, fantasmal y asustada, al óleo, en traje de noche azul (unas veces parece azul y otras verde), desafortunadamente favorecida y colgada muy alta encima de la chimenea de mármol que nunca se encendía, en aquella sala rectangular del fondo que nunca se pisaba.

Tío Eduardo había sido huidizo desde niño y rico como él solo. El heredero de la Naviera (y eso allí es decir mucho), hijo único, sentado en un historiado sillón en esa fotografía artística de principios de siglo, encogido en su traje de marinero, y como de sobra. Dicen que era el chico más rico de su generación, con el yate, el chófer ya a los dieciocho, el valet, el otro coche, el sastre en Saville Row, la vuelta al mundo antes de casarse acompañado de un tal Gerald del que nunca más se supo y que aparecía y reaparecía, abstractamente, en las anécdotas sosas de tío Eduardo. Una boda elegante. Un nuevo viaje de tío Eduardo al año, cuando nació Adelita. La leyenda policelular de unas riquezas inagotables: «ésos tienen el oro de las Indias», se dice en la ciudad, «y fincas que son miles los kilómetros y la Naviera, que eso tiene que dar lo que no veas, y la Banca, que es de la familia y son ellos los accionistas principales…». Y así sucesivamente hasta que un escalofrío vicario de posibilidades y champañas sacudía ligeramente a los hacedores de la fábula. La verdad es, sin embargo, que el héroe mismo de ella disfrutó poco de la vida, habiendo empezado ya muy joven a asustarse de la figura de la propia fortuna y a encerrarse como un caracol en hábitos minuciosos y complejos. A los cuarenta años cultivaba ya su retiro prematuro como cultivan los poetas su rachas inspiradas. De ese retiro -que tenía el prestigio hedonista de un aislamiento de buen gusto entre «dos señores de toda la vida» del contorno- y de una como tartamudez muy ligera al saludar a las señoras, le vino a tío Eduardo fama de erudición (aunque en realidad sólo leía los periódicos). Y su sabiduría, como su riqueza, que a fuerza de vivir de ella y no aumentarla había disminuido considerablemente con los años, cuajó en figura pública y se volvió parte de los tópicos de la alta sociedad local y adorno de las contadísimas personas que gozaban del privilegio de tratarle o de ir al té a su casa.

Doña María vino a casa de tío Eduardo, de governess, cuando nació Adelita, en un momento en que era inconfundiblemente claro ya que ocuparse de la niña, la casa y los nervios saltones de tío Eduardo iba a ser incompatible con la profunda apatía de tía Adela. «¡Verdaderamente esta doña María, tan enorme, que te recuerda todo, es una bendición!», declaró tía Adela a los dos días de tenerla en casa. Y a partir de ese punto empezó a morirse en paz, perdiendo primero las horquillas y luego, muy de prisa, la memoria, anticipándose así a la blancura de la muerte con el nerviosismo de una colegiala. Y se murió en cabello tía Adela, como las polillas, y oliendo de hecho a naftalina, quién sabe por virtud de qué rara asociación de ideas en la pituitaria del Espíritu Santo. Cuentan siempre que la encontraron muerta por la mañana, recogida como en las estampas, con la misma expresión sorprendida -me figuro- de sus fotografías de recién casada y el aspecto de quien hubiera deseado en realidad saber a ciencia cierta si hay en la muerte corrientes de aire frío para llevar el echarpe azul.

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