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El muchacho se sintió de pronto muy cansado, confundido, harto. Llevaban poco más de un año juntos. Llevaban cuatro o cinco meses completamente solos. Parecía muchísimo tiempo. Alzó los ojos. Su compañero, ahora de espaldas, se afanaba preparando las cosas del té. Se sintió una vez más arrasado por la ternura sin palabras que le había sostenido, atrapándole, durante los últimos meses. Había contado con que su relación con Manuel -a quien no sabía ya si amaba o no amaba- se iluminaría, sin dejar de ser lo que era, con la entrada en escena de la muchacha. Había contado con salvar a Manuel entre los dos, porque Manuel le parecía un enfermo, un náufrago. Sintió un nudo en la garganta. «Tengo que irme de aquí», se había repetido a sí mismo muchas veces sin atreverse ni siquiera a pensar que pondría en ejecución ese pensamiento. «Es la última vez», pensó ahora y dijo en voz alta:

– Te has confundido en todo. Nos hemos confundido. Lo siento mucho.

– Me he confundido, ¿eh? -la voz de Manuel pareció venir de muy lejos, monótona, milenaria, ritual, como el fragmento de un diálogo entre interlocutores abstractos-. Ahora lo veo todo claro -repitió obstinadamente-. Hubiera debido verlo desde un principio.

– Tú nunca has visto nada claro, Manuel. -Pronunciar el nombre del compañero le conmovió de nuevo y añadió secamente, como una excusa-: Además no hay nada claro.

El muchacho se levantó al decir eso. Hacía frío en la habitación. Anduvo unos pasos hacia la puerta del piso. Atardecer de un domingo londinense, en noviembre inmóvil, húmedo. El muchacho tenía aún el abrigo puesto. Habían paseado juntos, como de costumbre, esa tarde. Resplandece un poco a la luz de la estufa eléctrica la porcelana del juego de té comprado a piezas sueltas, las cucharillas, un florero vacío, el cristal de la reproducción de un cuadro holandés que a Manuel le gustaba. El fin es sólo un elemento formal de la acción humana, una variación más, cualitativamente idéntica a todas las anteriores. Que una acción determinada acabe no quita ni pone.

– ¿A dónde vas? -preguntó Manuel.

La voz era ahora tenue, atemorizada y, a la vez, obstinada. La voz de alguien que cree tener razón y que prefiere perderlo todo a dar su brazo a torcer. Una voz sosa y plana como el dibujo de un mecanismo muy sencillo. El muchacho se detuvo sin volverse. La soledad impura de su compañero, a su espalda, le hacía sentirse mareado, casi como a punto de vomitar.

– A comprar cigarrillos -dijo por fin.

La puerta del piso se cerró lentamente. Manuel volvió a sus preparativos inútiles como quien se alza las solapas del abrigo. Hubo por un instante la falta del muchacho en la habitación como una súplica. Luego fue como una silueta que se desdibuja.

El cambio

Claridad lluviosa de la tarde encharcada en las luces de neón del cielo. Después de la lluvia ha crecido la noche transparente y vacua. Don Gerardo regresa a su casa. Es un cura gordo que se revuelve con dificultad en el asiento de su Seat 600. Conduce muy prudentemente, muy por la derecha. Sujetando rígidamente el volante con ambas manos. Es su primer automóvil y aún faltan muchos kilómetros para los mil kilómetros y salir del «en rodaje». Quizá no salga nunca de esos sesenta por hora. Sesenta por hora es prisa de sobra. Mucha más prisa -piensa don Gerardo- de la que yo tengo o tendré nunca. No hay que cometer imprudencias. Imprudencias: éste es un tiempo imprudente. Don Gerardo se dice a sí mismo la palabra «imprudente», en voz alta, como un conjuro. Todos ellos aceleran en vez de frenar ante el peligro. Latiguillos, frases, medias frases, rostros de la reunión que acaba de dejar van y vienen. Cambio. Imprudencias arrítmicas de este tiempo sin centro. La juventud no posee el secreto, no sabe irse transmutando lentamente en lo otro, en lo nuevo, dando tiempo al tiempo. Devora lo nuevo de un bocado y no digiere nada. Además no hay nada realmente nuevo. Sólo las apariencias cambian, la realidad, la verdad es inmutable. La juventud sólo consume su impaciencia. Al llegar a este punto se le pone a don Gerardo un viejo «sin embargo» en la boca del estómago. Y vuelve a sentirse una vez más como se ha sentido toda la tarde en la reunión de los sacerdotes de la diócesis: confuso, fuera de lugar, ofendido, agredido, irritado, inquieto, culpable ante esta nueva retórica gesticulante, imprudente. Y todo ello se le repite una vez más como una comida pesada. Todo «ello» que es agresivo, indefinible, variable y vagamente repleto de alusiones personales como una pesadilla. «Transustanciación» -piensa don Gerardo-. Ahora se nos dice a cada paso que «sustancia» no significa para nosotros lo que significaba para los teólogos de Trento. ¿Es solamente una cuestión de nombres? ¿Son las cosas mismas diversas también? ¿Qué se quiere decir cuando se nos dice que no entendíamos el antiguo lenguaje? ¡Claro que no lo entendíamos! ¡Claro que no he sabido yo nunca -ni yo ni casi nadie- en qué sentido preciso la palabra «transustanciación» explicaba la presencia real de Cristo en la Eucaristía! Para eso precisamente estaban los doctores de la Santa Madre Iglesia. «No me preguntéis a mí que soy ignorante. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.» Pero nunca llegaban las cosas a tanto que fuera preciso ir a consultar a los doctores. Siempre se salía del paso con lo que uno recordaba. Y siempre había fórmulas. Y la gente estaba satisfecha con que hubiera con saber que había -en algún sitio de la Iglesia, en Roma quizá, en los monasterios de benedictinos, en los dominicos, en las Universidades pontificias-, doctores siempre a mano. No, no entendíamos el antiguo lenguaje mucho más o mucho mejor que el nuevo, si es que hay uno. Pero lo usábamos con facilidad y casi con sabiduría, como un sistema monetario que ahora súbitamente ha quedado fuera de circulación. Es una noche alta y suave tras la lluvia. Falta poco para llegar. Una curva, la última, y los faros alzan, fantasmal e instantánea, la blanca masa de los muros del jardín del convento. Doscientos metros más adelante se ve la casa que don Gerardo ocupa con su madre. Don Gerardo se acerca a ella. Para a un lado del bordillo y desciende pesadamente del coche. Es una casa rectangular, blanca, de dos pisos. Los negativos de las hojas de una parra virgen que cubre parte de la entrada y casi todo el ala este del edificio, se agitan ligeramente en el vacío aire nocturno. Un ave oculta no muy lejos, en cualquier parte de la noche, emite su buido aviso. Don Gerardo vive en el piso de arriba con su madre, con su inaudible madre que nunca pregunta nada o desea nada, que nunca ha alterado nada y que desde siempre, desde tan lejos como don Gerardo recuerda, rellena las intenciones del hijo como esa pieza muy simple de un rompecabezas que inmediatamente situamos en el lugar adecuado. El jardinero del convento y su mujer viven en la planta baja. Una enemistad de diecisiete años -los diecisiete años que don Gerardo lleva de capellán de las monjas-. Don Gerardo no sabría, a estas alturas, decir como empezó: es tan familiar, tan cotidiana cómo decir misa o leer su breviario. «Edifica, Señor, en nosotros un corazón nuevo.» ¡Ay, Señor! -suspira don Gerardo cada vez que tiene lugar uno de los millares de incidentes de esa relación insoluble con sus vecinos de abajo-. Una molestia familiar que periódicamente, agudamente, se reproduce y sordamente permanece como fondo de su existencia monótona. Quizá la timidez de don Gerardo o la no-comunicativa personalidad de su madre tiene la culpa. O quizá la mezcla impremeditada de un sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedech, y la Matilde, la mujer del jardinero, que eternamente ve diablos sexuales en las miradas, en las risas, en los silencios y hasta en los zapatos de todo animal macho que se acerca al convento. En cualquier caso, don Gerardo y su madre la temen y la tratan cortésmente, cosa que a la vez envalentona y ofende a la Matilde. El jardinero, el Remigio, tiene un buen coche y televisión -aunque no en color- y refrigerador; y la madre de la Matilde tiene una tienda de telas, embutidos y muebles convertibles en la ciudad vecina -tienda que ella aspira a hacer supermercado y venderlo todo, hasta el aire que se respira, en cuarenta leguas a la redonda-. Matilde es aceitosa y blanca. De gelatina cuajada y muy blanca y grandes, inverosímiles, pechos de piedra. Es más joven que su marido y sin hijos. Es agresivamente devota como si pretendiera probar que es su apariencia, a pesar de las apariencias, perpetuo templo del Espíritu Santo. Comulga desafiante los domingos. Cuando don Gerardo entra en el zaguán común se oye el musiqueo de la tele de los jardineros y se huele la fritanga de su cena camacha. Siempre ese olor, que es por sí solo todo el zaguán, trae a don Gerardo equívocas memorias de festividad, de feria. Don Gerardo sube las escaleras lentamente. Abre la puerta. Entra. Un pasillo largo con puertas a los lados. Todas están cerradas. Huele a cerrado. «Dios bendiga cada rincón de esta casa», se lee a la vacilante luz de aceite sobre un Sagrado Corazón de Jesús en relieve de loza blanca. Se ve una rendija de luz por debajo de una puerta al fondo. Don Gerardo abre esa puerta. Su madre sentada a la mesa de la cocina. Don Gerardo cena. Fuma un cigarrillo después de cenar. Es el duodécimo de ese día. Está tratando de reducir lo más posible, pero el esfuerzo le saca de quicio casi sin advertirlo. Mane nobiscum Domine quoniam advesperas-cit. Ten misericordia de nosotros, Señor, porque atardece -piensa don Gerardo sin fijarse y alterando ligeramente la frase al pensarlo-. Reza un rato el breviario, termina lo que le falta. «Cantad al Señor un cántico nuevo.» ¿Cómo entonar un cántico nuevo? ¿Qué es un cántico nuevo? Antes de acostarse, don Gerardo trata de leer las octavillas que se ha traído de la reunión de la Mutual. Le vence el sueño. Apaga la luz. No se duerme. Enciende la luz. Se incorpora con dificultad en la cama. Enciende un pitillo. Trata de leer de nuevo. No consigue enterarse de lo que lee. Apaga el cigarrillo a la mitad depositando cuidadosamente la mitad, sin fumar en el cenicero. Apaga la luz. Se oye el ave afuera hasta sumirse en algún sumidero del limpio, vacuo, agujero celeste. Don Gerardo ha terminado de celebrar misa ante las monjitas. En la sacristía después de la Misa. Diecisiete años llevando a cabo eso mismo. Diciendo esa misma misa. Un texto de Kierkegaard leído en alguna parte fuera de contexto -porque don Gerardo no es muy lector y ciertamente no es lector de Kierkegaard- se le ocurre ahora un poco como si fuera un pensamiento suyo y no de Kierkegaard: el hombre grave es grave por la seriedad con que repite en la repetición. Un pastor que llevara a cabo todos los días lo mismo, que todos los días bautizara, dijera misa -los «pastores» no dirán misa, digo yo, piensa don Gerardo-, confesara etcétera- y no tuviera realmente la virtud de la gravedad querría estimular, conmover, estar al día. La gravedad del hombre grave se caracteriza por la seriedad con que repite en la repetición. Estos frutos invisibles de la palabra divina. Y la distancia. ¡Oh Dios -reza don Gerardo algunas veces-, precisamente porque yo no sé guardar las distancias me has vuelto, por obra de la timidez, distancia! Nadie se acerca nunca mucho a mí. Nadie se separa nunca demasiado. Las monjas tienen su confesor propio. La clase de religión del Instituto -donde don Gerardo da clases dos veces por semana- rellena una parte de su tiempo. Don Gerardo teme esa clase. Esa lucha burlona de todos los niños, sin fijarse, contra él. Al salir de la sacristía le atrapa una vez más la angustia que últimamente vagamente todos los días le atrapa al decir misa; y, sobre todo, tras haberla dicho, sobre todo tras las consagración. E invariablemente todos los domingos antes de la plática de los domingos. Este sentimiento de indignidad que es sólo, quizá, una distorsión maligna de su sentimiento de inferioridad, de su timidez de seminarista hijo de labradores pobres. Quizá ha sido la misma angustia durante todos sus años de sacerdocio, pero que solamente ahora don Gerardo reconoce, temblando. Durante diecisiete años, todos los domingos don Gerardo ha dirigido al bulto velado de treinta y cinco monjitas iguales, inmóviles, la palabra de Dios en términos generales. Como empujándolas dulcemente al reino de los cielos cosa que, en cualquier caso, ya se habrán ganado todas ellas de sobra. Don Gerardo tiene con frecuencia, al predicar a las monjitas, la sensación que se tiene cuando se empuja algo que parece a simple vista que ha de ofrecer gran resistencia y que, sin embargo, cede súbita e inesperadamente cuando se empuja. Desconcierto. Y ternura. Esto es lo más extraño de todo: que su angustia deje siempre al irse esta imposible ternura sin objetos. O mejor dicho: poblada de innumerables, incongruentes objetos, como un rompecabezas. Su breviario, un crucifijo pequeño que guarda desde niño, el gato, la nuca de su madre, los niños del Instituto que le atormentan y no escuchan sus clases de religión. Los años me están volviendo llorón, piensa don Gerardo con frecuencia. Al llegar a su casa ve a dos extranjeros, dos muchachos, dos espaldas que se alejan tendal abajo, hacia la playa. El tendal es obra de Matilde, que ha hecho a su marido instalarlo con gran lujo de espacio cara al viento salobre de la playa, justo enfrente de la casa y que ahí ofrece una exhibición casi permanente de su ropa blanca y rosa. Eso le encanta a Matilde: venir al tendal con los dos cubos llenos de ropa húmeda que huele aún a añil y colgarla con las pinzas de madera que va sacando del bolso delantero de su delantal. Tiende las piezas de tela rígida, chorreante, hasta que viene el viento a escandilarla de los mares y el sol a pavonarla y volverla aérea, fragante y brillante. También ese día ve don Gerardo el aire puesto de relieve en la colada, el medio lado del sol y Matilde descalza, pétrea y blanca, empinándose para sujetar un lado de una sábana con la pinza. Don Gerardo desvía la vista porque esa visión de Matilde descalza y mojada invariablemente le pone nervioso. Los dos extranjeros se han perdido ya duna abajo. Matilde se apresura a hablarle. Cada vez que hay hombres alrededor le da la venada locuaz a Matilde.

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