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En cierto modo, todos los personajes de Ignacio eran secundarios e incluso los héroes (su madre, el gaucho poeta, un profesor de Química que rompía adrede el tubo de mercurio al hacer el experimento de Torricelli, Micaela, la cerillera, que traficaba en tres putillas, las tres con la cara de la Inmaculada de Murillo y que se rascaba el pelo pringoso y tirante con la aguja de hacer punto. A las tres putillas las llamaba Ignacio las tres nenas, guiñando un ojo a tío Eduardo), a pura fuerza de detalle se diluían y confundían unos con otros hasta haber en la imaginación del oyente una confusa criatura total vista unas veces del lado de la cerillera y otras del lado del profesor de Química. Tío Eduardo oía todo aquello boquiabierto, sin interrumpir jamás e interrumpiendo -casi descortésmente- a quien intentara meter baza.

Recuerdo la estructura formal de todo aquello, el tiempo puro y el otro, el atmosférico, y para de contar. En la tarde húmeda y suave se mecen los plátanos con su tintineo crispado. No recuerdo la voz de Ignacio. Sólo recuerdo la irrealidad e instantaneidad de todo aquello y el haber pensado (con extraña envidia infantil entonces) que tío Eduardo e Ignacio hacían buena pareja.

El efecto que Ignacio iba causando en tío Eduardo pudo calcularse un día en que, sin más ni más, Ignacio salió temprano en su moto y se estuvo quince días sin volver por la casa. Se acabaron los tés y las invitaciones, y tío Eduardo podía verse dando vueltas por el jardín y la casa con el mismo aspecto desguazado de los días del ventarrón de izquierdas. Dejó de arreglarse y casi de comer y se pasaba las tardes hasta bien entrada la noche en el hall pendiente del teléfono; ¡tío Eduardo que odiaba los teléfonos!

Uno podía en cierto modo calcular la desazón de tío Eduardo por la propia. Sin saber bien por qué, la posibilidad de que Ignacio no volviera nos parecía a todos una catástrofe. Registrábamos las frases de Ignacio en busca de una pista cualquiera. ¡Y qué pocas cosas había dicho en realidad, a pesar de haber hablado casi continuamente! Mientras estaba ausente llegó una carta dirigida a él. Era una carta larga, rara y estrecha, extranjera y como de señora, con una elaborada «L» negra en lugar de remite. La dirección estaba mal escrita con letra grande y descuidada. Durante quince días se estuvo la carta en la bandeja del hall y parecía resplandecer y cambiar de color a medida que pasaban las horas con todas las otras cartas amontonándose al lado, fuera de la bandeja, como indignadas. Tío Eduardo bajaba todas las mañanas el primero de todos y se sentaba en el hall mirando la carta fijamente como si fuera posible, a fuerza de mirarla, adivinar su contenido. Yo registré la habitación de Ignacio en vano. Parecía no poseer nada. Detenido en medio del dormitorio vacío, suya era la ausencia por completo. Detenido en medio de la habitación no sabía yo si reír o llorar, si aquella falta de Ignacio era, como parecía serlo en aquel momento, de verdad una quiebra en la estructura de las cosas o sencillamente una broma de mal gusto. Una crueldad innecesaria. Pero, a la vez, ni siquiera el concepto mismo de crueldad podía aplicarse, puesto que implica una cierta deliberación e intención por parte del verdugo -una cierta división del universo en víctimas y verdugos-, y éramos en realidad solamente nosotros y no Ignacio quienes habíamos imaginado (y deseado) todo. Cabía suponer, en efecto, que Ignacio había decidido súbitamente regresar con la Micaela y el profesor de Química o en busca de su padre perdido en los entresijos de una hazaña contada.

Hasta que un día por la mañana bajó tío Eduardo a ver la carta como todos los días y la carta no estaba en la bandeja. A tío Eduardo le entró como un temblor y empezó a gritos nunca jamás hasta la fecha oídos en la casa. Quería que se llamara a la policía, al gobernador civil, al presidente de la Diputación; tío Eduardo, que jamás se había ocupado de esas gentes y que jamás había hecho uso de su prestigio en la ciudad para nada, se engallaba ahora. Ahora quería que la autoridad cazara al ladrón y hacerle confesar y darle garrote vil si fuera necesario. Toda la casa se envolvió en el guirigay de la carta perdida. Y nos acusábamos unos a otros de haberla robado, leído y escondido. Destruido, quemado, enviado de vuelta a aquella misteriosa «L» del remite. De pronto se oyeron unos pasos en el pasillo de arriba y escalera abajo. Y bajó Ignacio sonriente, preguntando qué ocurría. Dicen que tío Eduardo le acariciaba y decía entre hipos «no te vayas más, no te vayas más, por favor no te vayas más». Ignacio se fue, creo, a la mañana siguiente.

A veces se nos llena la conciencia como una vasija y somos el agua desbordante, que diría Rilke. Nunca se sabe cuándo tendrá lugar ese accidente o si tendrá lugar. Nadie sabe cuánto dura, a qué profundidad nos afecta o para qué sirve. Dada la gratuidad general del mundo, probablemente no sirve para nada. No nos enseña casi nada y lo poco que nos enseña es incomunicable. El resto es ya la muerte, un paso en falso que puede durar años o solamente un día o una hora. Se habla a veces del efecto desfondante del amor. La palabra amor, a fuerza de aplicarse a millares de sentimientos heterogéneos, no significa nada en absoluto. Decir que tío Eduardo, a sus setenta años, se enamoró de Ignacio es no decir gran cosa. No hay ninguna fotografía. Se ha perdido el rastro de Ignacio por completo. Debió tener diecinueve o veinte años cuando llegó a casa de tío Eduardo. Aún se conserva -en casa de unos primos- el retrato de tía Adela. Tía Adela y tío Eduardo se han vuelto el símbolo nostálgico de una generación y de una época. Tío Eduardo murió al año siguiente. La muerte es sosa y franca, sosa y fértil como el tictac inmóvil del reloj de la sala vecina que aún se cuela, como un prodigio imaginario y sin sustancia alguna, en el comedor a la hora del té, aprovechando los hiatos, los lugares comunes y las pausas de las conversaciones.

Luzmila

Luzmila era flaca, alta y común. Había sido una buena moza de carga allá en sus tiempos de recadera de las monjas. Desde siempre, desde mucho antes de esa zona lamida y difusa donde empiezan sus recuerdos, han acudido a ella toda suerte de errátiles enjambres. Sus padres, cada cual tirando por su lado, la abuela imposibilitada desde el camastro, extendiendo las dos manos, con esa certera y ciega voracidad de la criaturas atrapadas, sus hermanos, las monjitas, que sin proponérselo pero con el infalible egoísmo de los ángeles, entretuvieron a Luzmila nueve o diez años haciéndole creer que entraría un día de novicia -para lega, que es lo que Luzmila quería ser-, llevando y trayendo los recaditos de pitiminí de las madres, y decir luego, a última hora, que no tenía «verdadera vocación» y que, en frase de la madre superiora, «estará mucho más hallada en una buena casa».

«¡Oh, Buen Jesús, yo creo firmemente -bisbiseaba Luzmila todas las noches, arrullándose al dormirse-. Que por mi bien estás en el altar /, Que das tu Cuerpo y Sangre juntamente / Al alma fiel en el celestial manjar.» Y repetía Luzmila, ahilando la voz en el arrullo como la ahilaban las monjitas del Convento de la Purísima Concepción en el coro: «Al alma fiel en celestial manjar.»

A las monjas del Convento de la Purísima Concepción las llamaba la gente «las Purísimas», por abreviar en parte y porque como la Santa Madre Fundadora, Beata María Antonia de Izarra y Vilaorante, se dedicaban a la restauración de chicas de la vida airada; y en parte por lo fino que les salía un cierto encaje de bolillos y el bordado de sábanas y manteles. Las chicas de «las Purísimas» dormían en un dormitorio azul y blanco en doce camas iguales, separadas entre sí por seis armarios, uno para cada dos, los seis tembleques, que eran motivo continuo de hurtos y engarradas. Las madres les enseñaban a madrugar, a repasar -con aquel repaso invisible, como una enmienda de todo corazón, que era el orgullo del convento-, a decir: «Sí, señora», «No, señora» y «Como prefiera la señora», y a las más listas y dispuestas, a guisar los guisos blanquecinos que inventaban las monjas (por aquello que dicen de que la virginidad se nota en todo) y la receta de las «yemas de la Beata», receta ésta buscadísima por las damas de cierto predominio de la localidad. Y así equipadas las colocaban luego de cocineras y doncellas en casas selectas de familias de la Adoración Nocturna. A Luzmila, las chicas la querían porque iba a cambiarles las novelas, aunque la tenían entre ellas por meapilas y medio cabra.

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