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Fue una muerte, según dicen, muy limpia y muy puntual (lo mismo que la muerte dos meses más tarde de Adelita), a una hora cómoda para todo el mundo, justo diez minutos después de haber llegado la enfermera. La muerte misma, pues, fue invisible y fina de modales, pero llegó en meandros, y esa llegada sinuosa y prolongada desconcertó a tío Eduardo profundamente. La muerte de su esposa le cohibía como nos cohíben a veces los sentimientos ajenos. A última hora, cuando no pudo más, salió de viaje dejando a doña María con la enferma. Regresó el día del funeral. Luego murió Adelita. Doña María, que para entonces se había quedado sin oficio, empezó de ama de llaves a organizarlo todo en la casa para siempre. Todo no era mucho en realidad, aunque se volvió muy pronto infinitamente complicado. Había tres de servicio y el chófer (que no dormía en casa). Tío Eduardo se levantaba tarde y se arreglaba despacio. A las doce leía los periódicos en el despacho hasta la una. A la una almorzaba. A las dos volvía al despacho y ahí se estaba, como en Babia, dulcemente, hasta las cuatro. A las cuatro salía de paseo -siempre el mismo paseo con las mismas paradas en los mismos sitios- hasta las cinco y media. A las cinco y media era el té y la tertulia hasta las ocho. A las ocho y media se cenaba. A las diez oía tío Eduardo las noticias de Radio Nacional. Y así, sin casi variación, durante treinta años. Yo recuerdo haberle visto salir de casa, muy bien vestido, o cruzarme con él a la vuelta del colegio. Le saludaba todo el mundo, por supuesto, pero muy poca gente se atrevía a interrumpirle o a hablarle. A los sobrinos solía darnos la mano o un cachetito en la mejilla con dos dedos y se quedaba mirándonos como no sabiendo bien qué decir o sin entender del todo lo que decíamos nosotros. Todas las vidas muy cercadas por hábitos dan la impresión de espejos. Las costumbres, las estaciones, las equivocaciones, la muerte son reinos circulares que reflejan en cada punto del círculo la totalidad del círculo. Miden el tiempo y, a la vez, permanecen fuera del tiempo. El tiempo de tío Eduardo era un tiempo de pérdida y destiempo que no se veía ir o venir -como el tiempo de la niñez- y que producía, por consiguiente, la impresión de que no iba ni venía, como las lagunas. Todo lo que sucede en casa de tío Eduardo -lo poco que sucede- sucedía por triplicado o cuadruplicado y siempre de tal modo que la grave transitoriedad de los sucesos se ablandaba y neutralizaba, ablandando y neutralizando, de paso, la entereza del mundo. Una de las cosas que tío Eduardo neutralizó y ablandó fue la muerte de tía Adela.

La muerte es limpia y firme, definitiva y clara. Pura incluso cuando es brutal y anómala, simple incluso cuando es tortuosa y compleja. A salvo de las acciones que conducen a ella, a salvo de los asesinos y las víctimas, a salvo de doblez porque no tiene vuelta de hoja y porque no hay Dios detrás, o cosa alguna, que nos aguarde o ampare o confunda. A salvo del contagio del hombre. Alta, inimaginable, privada, intransferible y recta. Así es incluso la muerte de los perros y los pájaros. Incluso la muerte de los peces es así, incluso la muerte de las moscas. Y así fue, por derecho propio, la muerte de tía Adela. Aprender a morir es aprender a hacerse a la grandeza abstracta de la muerte. Tío Eduardo, contra todo lo previsible, agobiado quizá por un erróneo afán de reparación, hizo de la difunta esposa un culto. Y la memoria puso ante tío Eduardo uno de sus objetos, un Adela-objeto que tenía con Adela el parecido cultural que tienen entre sí objetos heterogéneos unificados en metáforas. Era Adela-objeto lo que tío Eduardo recordaba y no su esposa, en parte porque acordarse de un objeto real es imposible, y en parte porque si hubiera sido en realidad posible quizá tío Eduardo no hubiera deseado recordarse.

Era esta criatura vicaria más dócil si cabe aún que la primera (pero con la docilidad de lo pensado, no la de lo real), quien hacía las veces de la difunta esposa, quien se mencionaba todos los días a la hora del té y quien fue haciéndose, con los años, a los gustos de tío Eduardo, a su horror a los ruidos, a los perros, a la compota de manzana y a la falta de puntualidad. La transformación se llevó a cabo en muchos años mediante sucesivas atribuciones positivas y negativas de la palabra «Adela». Y de la misma manera que una novela o una biografía es, en ocasiones, solamente un complejo y ramificado epíteto, así también la elaboración y cultivo de Adela-objeto fue equivalente a la elaboración de un complicado, y hasta laberíntico, sistema de adjetivos calificativos.

Doña María era la única cosa real que tío Eduardo tenía en casa. La única cosa, al menos, que no encaja del todo en la circularidad de su vida y que (como no se lo hubieran permitido nunca los familiares, los criados o los amigos) se permitía a veces cuestionar la vida de tío Eduardo.

«¡Eso son manías, don Eduardo!», decía doña María cada vez que a tío Eduardo le entraban las aprensiones de cáncer de la médula espinal. «¡Que nos enterrará usted a todos!» A tío Eduardo se le contagiaban las dolencias de palabra. Una epidemia contada de la gripe le metía en cama quince días e incluso enfermedades improbables a su edad se le volvían achaques. Un relato de parálisis infantiles le tuvo cojeando de la pierna izquierda un mes. Y todos los matices del reúma de doña Carolina Herrera se reflejaban, como un eco, en malestares sordos y punzadas continuas de la osamenta de tío Eduardo. «Y que siempre es lo mismo -pensaba doña María-, le enferman las palabras, los cuentos que le cuentan, como a un niño.» Habían tardado muchos años en hacerse el uno al otro. Al principio doña María se había limitado a desempeñar de un modo impersonal y eficiente sus funciones de ama de llaves. Cuando estaba tío Eduardo solo, hacía sus comidas con él, y se retiraba discretamente a su habitación cuando había invitados. Pero poco a poco doña María fue volviéndose tan parte de la casa y tan indispensable para la tranquilidad de espíritu de tío Eduardo, que fue convirtiéndose insensiblemente en parte de la figura de tío Eduardo. Todos la conocimos ya ahí sentada, a la cabecera de la mesa, de negro y con el broche de la mariposa dorada que era su única alhaja, sirviendo el té y sacudiendo la cabeza gris cuando le disgustaba lo que se decía, cuando tío Eduardo comentaba que el Caudillo «es una persona, el pobre, muy poco distinguida», o cuando, bajo cuerda, tomaba tío Eduardo dos aspirinas clandestinas para un dolor súbito y transeúnte de cabeza.

La verdad es que doña María, viuda muy joven de un comandante de Regulares fallecido en acto de servicio en el Barranco del Lobo, tuvo siempre el buen sentido, y el señorío, de no intervenir en cuentos de familia que le llegaban a tío Eduardo aún calientes aunque tamizados y diluidos en un millar de circunloquios melifluos, y acabó convirtiéndose (nunca se supo bien si a su pesar o de buen grado) en confidente universal de la familia. Doña María conservaba nominalmente todas las cosas «como cuando la Señora» o, como insistía siempre tío Eduardo, construyendo invariablemente la frase en presente del indicativo, «como le gusta a la Señora», en el entendimiento tácito de que así era como le gustaban a tío Eduardo. A veces se preguntaba para sus adentros doña María si se daría cuenta don Eduardo del sentido y alcance de semejantes anacronismos. De doña Adela recordaba ella el cuerpecillo ruinoso y la tos seca, los vahídos y las horas muertas tendida en la chaise longue del dormitorio hojeando, sin fijarse, un ejemplar ilustrado de Robinson Crusoe. Una mujer moribunda desprovista de todo encanto romántico: las enfermedades y la muerte son puntillosamente reales, tanto que acaban derrotando siempre el realismo de los escritores realistas. Doña María pensaba con frecuencia en su marido, escandalizándose cada vez en la falta de tonalidad emotiva de sus pensamientos. Pensaba en él sin amor, con el pensar puro y neutral con que se piensa «mesa», o «manzana», o la fecha del descubrimiento de América. Y como era piadosa -aunque no rezona-, intercalaba cuidadosamente el nombre de pila de su esposo todos los días en la Misa al llegar el momento de difuntos, empujando, por decirlo así, hacia su posición correcta en el conjunto de las cosas aquel objeto eidético, aquel Fernando genérico e inmutable que se había vuelto el comandante.

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