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En el Asilo de Alienados de Bethleen Hospital ocurrió algo que te heló la sangre, Florita. Ni tus amigos cartistas ni tus amigos owenistas compartían tu tesis de que la locura era una enfermedad social, un producto de la injusticia y una manifestación oscura, instintiva, de rebeldía contra los poderes establecidos. Y por eso nadie te acompañó en el recorrido por los asilos psiquiátricos de Londres. El Bethleen Hospital era antiguo, muy aseado, con jardines cuidados, bien atendido. El director te dijo de pronto, durante el recorrido, que ellos tenían allí a un compatriota tuyo, un marino francés llamado Chabrié. ¿Querrías vedo? Se te cortó la respiración. ¿Podía ser que el buen Zacarías Chabrié de Le Mexicano, a quien habías jugado aquella mala pasada en Arequipa para librarte de su amor, hubiera terminado aquí, loco? Viviste unos minutos de infinita angustia, hasta que trajeron al personaje. No era él, sino un joven apuesto que se creía Dios. Te lo explicó, en calmoso francés y con mucha cautela: era el nuevo Mesías, enviado a la Tierra «para que cesaran las servidumbres y salvar a la mujer del hombre y al pobre del rico». «Los dos estamos en la misma lucha, mi buen amigo», le sonrió Flora. Él asintió con un guiño cómplice.

Había sido una experiencia instructiva, además de agotadora, aquel viaje a Inglaterra de 1839. De ella no sólo resultó tu libro, Promenades dans Londres, publicado a principios de mayo de 1840, que asustó a los periodistas y críticos burgueses por su radicalismo y franqueza, pero no al público, que agotó dos ediciones en pocos meses. También, tu idea de la alianza entre las dos grandes víctimas de la sociedad, las mujeres y los obreros, tu librito La Unión Obrera , y esta cruzada. ¡Cinco años ya, Andaluza, dedicada, en un esfuerzo sobrehumano, a hacer realidad aquel proyecto!

¿Lo conseguirías? Si no te fallaba el organismo, sí. Si Dios te daba un puñadito de años más de vida, seguro que sí. Pero no estabas convencida de vivir los años que te hacían falta. Tal vez porque Dios no existía y no podía por lo tanto escucharte, o porque existía y andaba demasiado tomado por cosas trascendentales para ocuparse de las minucias materiales que te importaban a ti, como tus cólicos y tu lastimada matriz. Cada día, cada noche, te sentías más débil. Por primera vez, te acosaba la premonición de una derrota.

En la última reunión en Carcassonne, uno de los chevaliers al que Flora no había tenido mucho en cuenta, el abogado Théophile Marconi, se ofreció, de manera espontánea, a organizar un comité de la Unión Obrera en la ciudad. Aunque reticente al principio, había quedado finalmente convencido de que la estrategia de Flora era más sólida que los intentos conspiratorios y de guerra civil de sus amigos. La mancomunidad de mujeres y obreros para cambiar la sociedad le parecía algo inteligente y factible. Luego de la reunión con Marconi, un joven obrero, con cara de pícaro, apellidado Lafitte, la escoltó hasta el hotel y la hizo reír con un plan que había tramado para, según le confesó, estafar a los burgueses falansterianos. Se haría pasar por fourierista y ofrecería a los chevaliers una inversión para doblar su capital adquiriendo, a precio ridículo, unos telares robados. Cuando tuviera reunido el dinero, se burlaría de ellos: «La codicia los perdió, señores. Este dinero irá a las arcas de la Unión Obrera, para la revolución». Bromeaba, pero en sus ojos había unos azogues que inquietaron a Flora. ¿Y si la revolución se convertía en un negocio para algunos vivillos? El simpático Lafitte al despedirse le pidió permiso para besarle la mano. Ella se la alcanzó, riéndose y llamándolo «aprendiz de señorito».

La última noche en la ciudad amurallada, soñó con la cuchara de hierro y su tintineo de ultratumba. Era un recuerdo persistente, en el que, en cierto modo, había quedado simbolizado su viaje a Inglaterra: el tintineo de esa cuchara _de metal, sujeta con una cadena a las fuentes de bombeo, en muchas esquinas de Londres, donde los miserables venían a aplacar su sed. Las aguas que esos pobres bebían eran contaminadas, antes de llegar a las fuentes habían pasado por los desagües de la ciudad. La música de la pobreza, Florita. La llevabas en los oídos desde hacía cinco años. A veces te decías que ese tintineo te acompañaría hasta el otro mundo.

XX. El hechicero de Hiva Oa Atuona, Hiva Da, marzo de 1903

– Lo que me sorprende más, en toda la historia de tu vida -dijo Ben Varney, mirando a Paul como si quisiera descifrado-, es que tu mujer te aguantara esa locura.

Paullo oía sólo a medias. Estaba tratando de medir los estragos que causó en Atuona el huracán. Antes, desde los altos del almacén de Ben Varney donde platicaban, sólo se veía la torrecilla de madera de la misión protestante. Pero los vientos devastadores habían descuajado algunos árboles, y desvestido y mutilado a muchos otros, de modo que ahora era posible divisar desde esta baranda toda la fachada de la iglesia y la pulcra casita del pastor Paul Vernier. También, los dos hermosos tamarindos que la flanqueaban, apenas dañados por el temporal. Mientras entreveía todo aquello, Paul imaginaba el sendero hacia la playa: habría quedado intransitable con todo el fango, las piedras y las ramas, hojas y troncos con que lo obstruyó el huracán. Pasaría buen tiempo antes de que lo limpiaran y pudieras reanudar tus paseos a la hora del crepúsculo hasta la Bahía de los Traidores, Koke. ¿Les habrían preparado aquella emboscada los pacíficos marquesanos a los tripulantes de aquel barco ballenero? ¿Los habrían matado y manducado?

– Que siguiera contigo pese al descalabro económico que significó para tu familia tu capricho de ser pintor, quiero decir -insistió el almacenero. Desde que había escuchado la historia, acosaba a Paul sin descanso para saber más detalles-. ¿Cómo pudo aguantarte?

– No me aguantó mucho, sólo un par de años -te resignaste a contestarle-. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? La Vikinga no tenía escapatoria. Apenas la tuvo, me dejó. Mejor dicho, se las arregló para que yo la dejara.

Conversaban en la terraza de Ben, en los altos del almacén. Adentro, se oía hablar en marquesano a la mujer de Varney con unos niños. En el cielo de Hiva Oa comenzaba el gran fuego de artificio -azul, rojo, rosado de todos los crepúsculos. El ciclón de diciembre pasado había hecho pocas víctimas en Atuona, pero sí muchos estragos: derribado cabañas, destechado locales, arrancado árboles y convertido la única calle del poblado en un lodazal agujereado y supurante de tierra agusanada. Pero la vivienda de madera del norteamericano, igual que La Casa del Placer, había resistido, con escasos daños ya restañados. El más perjudicado de los amigos fue Tioka, el vecino de Koke, al que la creciente del río Make Make le arrebató su cabaña entera. Pero su familia quedó indemne. Ahora, el recio anciano de barbas blancas y los suyos trabajaban sin descanso, construyéndose otra morada en el pedazo de terreno, que, dentro del suyo, le regaló Koke.

– Puede que yo no sepa mucho de arte -admitió el almacenero-. Bueno, la verdad, no sé nada de eso. Pero, reconoce que es algo difícil de entender, para una inteligencia normal. Gozar de una vida segura y próspera, y dejarlo todo, a los treinta y pico de años, para empezar una carrera de artista. ¡Teniendo mujer y cinco hijos! ¿No se debe llamar eso una locura?

– ¿Sabes una cosa, Ben? Si yo seguía en la Bolsa, hubiera terminado asesinando a Mette y a mis hijos, aunque, como al bandido Prado, me cortaran luego el pescuezo en la guillotina.

Ben Varney se rió. Pero no bromeabas, Koke. Cuando, en agosto de 1883, te quedaste sin empleo, habías llegado al límite. Dedicar buena parte del día a hacer algo que odiabas pues te impedía coger los pinceles -lo que ya te importaba más que nada en la vida-, te tenía al borde de un estallido que hubiera podido terminar -estabas seguro- en el suicidio o el crimen. Por eso te sentiste tan feliz cuando perdiste el empleo, a sabiendas de que empezar otra vida les exigiría a ti y sobre todo a Mette muchos sacrificios. Así fue. Las pruebas, Koke. Pruebas de un diosecillo desconfiado y cruel para verificar si tenías vocación de artista, y, más difícil aún, para saber si merecías tener talento. Veinte años después, aunque las hubieras aprobado todas, esa abusiva divinidad te seguía mandando pruebas. Ahora, la más infame: el deterioro de tus ojos. ¿Cómo podías pasar el examen de la semiceguera siendo un pintor? ¿Por qué ese ensañamiento contigo?

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