Elegido el barco, separado el camarote, sólo quedaba esperar la partida. Desde que se instaló en Burdeos, don Mariano e Ismaelillo se empeñaron en hacerle practicar su mal español, del que Flora recordaba palabritas, frases oídas de niña en la casa de Vaugirard, en boca de su padre. Ambos se tomaron muy en serio su papel de profesores, y, a los cuantos meses, Flora podía seguir sus diálogos y chapurrear el español.
No se enteró del infamante apodo con que la sociedad de Burdeos llamaba a Ismaelillo por los criados del señor De Goyeneche, sino por la propia víctima. Fue durante uno de los largos paseos que solían dar por las orillas del ancho Garonne o el campo adyacente a la ciudad, durante los cuales a Flora le parecía sentir los esfuerzos, la batalla silenciosa y feroz que tenía lugar en el corazón del joven para confesarle -o para no confesarle- la pasión que ella le inspiraba.
– Sin duda, habrá usted oído cómo me llaman, a mis espaldas, las gentes de Burdeos.
– No, no he oído nada. ¿Un sobrenombre, quiere decir?
– Uno vulgar y sacrílego -dijo el joven, mordiéndose los labios-. El Eunuco Divino.
– Es vulgar, sí -exclamó Flora, confundida-. Algo sacrílego. Pero, sobre todo, estúpido. ¿Por qué me cuenta eso?
– No quiero tener ningún secreto para usted, Flora.
Calló, cabizbajo, y ya no pronunció palabra el resto del paseo, como abatido por la fatalidad. Fue, creías tú, Florita, el momento en que el joven estuvo más cerca de romper sus votos religiosos y hacerte saber que era humano, no divino, y que soñaba con tener en sus brazos a una mujercita bella y despierta, como tú. Mejor que no lo hubiera hecho. Pese a esas asquerosidades que le descubrías a veces, le habías llegado a tomar cariño, mezclado de compasión.
La visita a los obreros cinteros de Saint-Benoit la enfureció y deprimió. Eran una veintena de trabajadores sordos, analfabetos, tontos, desprovistos de la más elemental curiosidad. Le pareció que hablaba ante árboles o piedras. Hubiera sido más fácil convertir en revolucionarios a los oficiales petimetres del Café de París que a estos infelices, embrutecidos por el hambre y la exploración, a los que los burgueses habían exprimido hasta la última partícula de inteligencia. Cuando, a la hora de las preguntas, uno de los canutos le sugirió que, según rumores, se estaba haciendo rica con los ejemplares de La Unión Obrera que vendía, ni siquiera tuvo ánimos para enojarse.
El día que supo la fecha definitiva de la partida de Le Mexicano del puerto de Burdeos rumbo al Perú -el 7 de abril de 1833, a las 8 de la mañana, aprovechando la marea alta- supo también que el capitán del barco que se disponía a tomar era Zacarías Chabrié! Cuando oyó a don Mariano de Goyeneche pronunciar aquel nombre, sintió que la fulminaba un rayo. ¡Zacarías Chabrié! El capitán de aquella pensión de París que le informó sobre la familia Tristán de Arequipa. Aquel capitán había conocido a su hija Aline y, apenas viera aparecer a Flora rodeada de don Mariano e Ismaelillo, la llamaría «señora» y le preguntaría por su «bella hijita». Todas tus mentiras te caerían encima y te aplastarían, Andaluza.
Pasó una noche desvelada, el pecho encogido de angustia. Pero a la mañana siguiente había tomado una decisión. Con pretextos, salió a la calle, alegando una promesa a santa Clara que debía cumplir sola, y se hizo llevar al puerto por un coche de alquiler. Fue fácil,dar con las oficinas de la compañía. A la media hora de estar esperando, apareció el capitán Zacarías Chabrié en la puerta del local. Reconoció su alta figura, sus cabellos ralos, la redonda cara bretona caballerosa y provinciana, sus ojos benévolos. Él la reconoció al instante.
– ¡Madame Tristán! -se inclinó a besarle la mano-. Me preguntaba, al ver la lista de pasajeros, si sería usted. ¿Viaja conmigo en Le Mexicano, verdad?
– ¿Podemos hablar un momento a solas? -asintió Flora, adoptando una expresión dramática-. Es un asunto de vida o muerte, señor Chabrié.
Desconcertado, el capitán la hizo pasar a un gabinete, y le cedió lo que debía ser su asiento, un amplio sofá con un banquito para los pies.
– Vaya confiar en usted porque lo creo un caballero.
– No la defraudaré, señora. ¿En qué puedo servirla?
Flora dudó unos segundos. Chabrié parecía uno de esos bretones a la antigua, que, aunque hubiera recorrido todos los mares del mundo, seguía fieramente apegado a los valores tradicionales, a principios éticos y a la religión.
– Le ruego que no me haga ninguna pregunta -le suplicó, con los ojos arrasados de lágrimas-. Se lo explicaré en altamar. Necesito que, el día de la partida, cuando yo venga aquí acompañada, me salude como si me viera por primera vez. No me traicione. Se lo ruego por lo que más quiera, capitán. ¿Me promete que lo hará?
Zacarías Chabrié asintió, muy serio.
– No necesito explicación alguna. No la conozco, no la he visto nunca. Tendré el gusto de conocerla el martes, a las ocho, hora de la partida.
VIII. Retrato de Aline Gauguin Punaauia, mayo de 1897
El 3 de julio de 1895 Paul subió en Marsella al barco The Australian, agotado pero contento. Las últimas semanas había vivido angustiado, temiendo una muerte súbita. No quería que sus restos se pudrieran en Europa, sino en Polinesia, su tierra de adopción. Por lo menos en eso coincidías con las locuras internacionalistas de la abuela Flora, Koke. Dónde se nacía era un accidente; la verdadera patria uno la elegía, con su cuerpo y su alma. Tú habías elegido Tahití. Morirías como salvaje, en esa bella tierra de salvajes. Ese pensamiento le quitaba un gran peso de encima. ¿No te importaba no ver más a tus hijos, ni a los amigos, Paul? ¿A Daniel, al buen Schuff, a los discípulos últimos de Pont-Aven, a los Molard? Bah, no te importaba lo más mínimo.
En la escala de Port-Said, antes de iniciar el cruce del Canal de Suez, bajó a curiosear en el mercadillo improvisado junto a la pasarela del barco, y, de pronto, en medio de la muchedumbre de voces y chillidos de los vendedores árabes, griegos y turcos que ofrecían telas, baratijas, dátiles, perfumes, dulces de miel, descubrió un nubio de turbante rojizo que le hacía un guiño obsceno, mostrándole algo semioculto entre sus manazas. Era una soberbia colección de fotos eróticas, en buen estado, donde aparecían todas las posturas y combinaciones imaginables, hasta una mujer sodomizada por un lebrel. Le compró las cuarenta y cinco fotos de inmediato. Irían a enriquecer su baúl de clichés, objetos y curiosidades, que había dejado en un depósito, en Papeete. Se regocijó imaginando las reacciones de las tahitianas cuando les mostrara estas locuras.
Revisar aquellas fotos y fantasear a partir de sus imágenes fue una de las pocas distracciones de aquellos dos meses interminables para llegar a Tahití, con escalas en Sidney y en Auckland, donde estuvo varado tres semanas esperando un barco que hiciera la ruta de las islas. Llegó a Papeete el 8 de septiembre. El barco entró en la laguna con la gran orgía de luces del amanecer. Sintió indescriptible felicidad, como si volviera a casa y una nube de parientes y amigos estuvieran en el puerto para darle la bienvenida. Pero no había nadie esperándolo y le costó un triunfo encontrar un coche bastante grande que lo llevara con todos sus bultos, paquetes, rollos de telas y botes de pinturas a una pequeña pensión que conocía en la rue Bonard, en el centro de la ciudad.
Papeete se había transformado en sus dos años de ausencia: ahora había luz eléctrica y sus noches ya no tenían el aire entre misterioso y tenebroso de antes, sobre todo el puerto y sus siete barcitos, que ahora eran diez. El Club Militar, al que acudían también colonos y funcionarios, lucía, detrás de su empalizada de estacas, una flamante cancha de tenis. Deporte que tú, Paul, obligado a andar con bastón desde la paliza de Concarneau, no practicarías nunca más.