Junto al ejército regular, constituido por esos reclutas levados a la mala, había un batallón de jóvenes voluntarios, de las clases acomodadas de Arequipa. Se habían bautizado a sí mismos «los inmortales», otra muestra del hechizo que tenían aquí todas las cosas de Francia. Eran jóvenes de alta clase social y habían llevado al campamento sus esclavos y sirvientes, que los ayudaban a vestirse, les preparaban las comidas y los cruzaban en brazos los lodazales y el río. Cuando Flora visitó el campamento, le ofrecieron un banquete, con conjuntos de música y danzas indígenas. ¿Serían capaces de combatir estos muchachos de buena sociedad que, a simple vista, lucían en el campamento como en una de esas mundanas fiestas en que ocupaban su existencia? Althaus decía que la mitad de ellos, sí, combatirían y se harían matar, pero no por ideales sino para parecerse a los héroes de las novelas francesas; y que, la otra mitad, apenas silbaran las balas, correrían como galgos.
Las rabonas eran otra cosa. Concubinas, queridas, esposas o barraganas de los reclutas y soldados, estas indias y zambas con polleras de colores, descalzas, con largas trenzas que asomaban debajo de sus pintorescos sombreros campesinos, hacían funcionar el campamento. Cavaban trincheras, levantaban parapetos, cocinaban para sus hombres, les lavaban las ropas, los espulgaban, hacían de mensajeras y vigías, de enfermeras y curanderas, y servían para el desfogue sexual de los combatientes cuando a éstos se les antojaba. Muchas de ellas, pese a estar embarazadas, seguían trabajando a la par que las otras, seguidas por desarrapadas criaturas. Según Althaus, a la hora de pelear, eran las más aguerridas, y estaban siempre en primera línea, escoltando, apoyando y azuzando a sus hombres, y sustituyéndolos cuando caían. Los jefes militares las enviaban por delante en las marchas, para que ocuparan las aldeas y confiscaran alimentos y pertrechos, a fin de asegurar el rancho de la tropa. Esas mujeres podían ser, también, putas, pero ¿no había una gran diferencia entre putas como estas indias, y las que, apenas caían las sombras, merodeaban por los contornos del Arsenal Naval de Toulon?
Cuando Flora partió, rumbo a Nimes, el 5 de agosto de 1844, se dijo que su estancia en Toulon había sido más que provechosa. El comité de la Unión Obrera contaba con una directiva de ocho miembros y ciento diez afiliados, entre ellos ocho mujeres.
XIV. La lucha con el ángel Papeete, septiembre de 1901
Cuando Paul convocó, en el ayuntamiento de Papeete, para el 23 de septiembre de 1900, un mitin del Partido Católico contra «la invasión de los chinos», muchas personas, entre ellas su amigo y vecino de Punaauia, el ex soldado Pierre Levergos y hasta Pau'ura, su mujer, concluyeron que el pintor excéntrico y escandaloso se había acabado de loquear. El almacenero de Punaauia, el chino Teng, le había quitado el saludo y rehusaba venderle nada hacía tiempo. Por lo demás, el propio Paul, en sus períodos de racionalidad y lucidez, reconocía que la enfermedad y los remedios le habían dañado la mente y que no era capaz ya, muchas veces, de controlar sus actos, que decidía por instinto o pálpito, como los niñitos o los viejos gagás. Cierto, ya no eras el de antes, Koke. Hacía meses, acaso años, desde que pintaste ¿de dónde venimos? ¿quiénes somos? ¿adónde vamos?) no habías terminado un solo cuadro. Cuando no estabas derribado por la enfermedad, el alcohol o las drogas, dedicabas todo tu tiempo a ese periodiquito mensual, humorístico y panfletario, Les Cueles (las avispas), órgano de los colonos del Partido Católico de François Cardella, en el que atacabas con ferocidad al gobernador Gustave Gallet, a los colonos protestantes acaudillados por tu antiguo amigo Auguste Goupil y a los comerciantes chinos, contra los que te encarnizabas acusándolos de ser la avanzadilla de una «invasión bárbara, peor que la de Atila» para reemplazar el dominio francés de la Polinesia por «la peste amarilla».
¿Qué locura era ésta? Ni Pierre Levergos ni sus otros amigos lo entendían. ¿Cómo había terminado Paul sirviendo de esa manera estridente, para no decir abyecta, los intereses del farmacéutico y propietario de la plantación cañera Atimaono, monsieur Cardella, y los otros colonos del Partido Católico cuya única razón para odiar al gobernador Galletera que éste quería limitar su prepotencia y sus abusos y obligados a actuar según las leyes y no como señores feudales? Resultaba absurdo e incomprensible porque, hasta hada unos meses y durante todos sus años en Tahití, Paul había sido un apestado para esos colonos a los que ahora servía, que entonces lo despreciaban por bohemio, por sus opiniones anárquicas ¡Y por intimar con esos nativos que poblaban sus cuadros! ¿Cómo entender que, en Les Guépes, esos maoríes, cuyas costumbres y antiguas creencias tanto alababa antes, lamentando que estuvieran siendo sustituidas por las occidentales, fueran ahora acusados por su antiguo valedor de ladrones y mil otras taras? Les Guépes en cada número reprochaba a los jueces su tolerancia hacia los aborígenes que perpetraban latrocinios contra las familias de colonos, y hacerse la vista gorda o dar sentencias tan leves que eran una burla a la justicia. Pau'ura recibía quejas a diario de los vecinos de Punaauia: «¿Es verdad que ahora Koke nos odia?». «¿Qué le hemos hecho?» Ella no sabía qué contestarles.
Este cambio se debía al dinero. Los colonos católicos te habían comprado, Koke. Antes andabas en friegas y apuros, haciendo esos angustiados viajes al Correo de Papeete a ver si tus amigos de París te habían enviado alguna remesa, y prestándote dinero de medio mundo para que tú, Pau'ura y Émile no murieran de hambre. Ahora, gracias a lo que te pagaba el Partido Católico por llenar esas cuatro hojitas de Les Guépes de caricaturas e invectivas, ya no tenías preocupaciones materiales. Habías vuelto a llenar tu casita de Punaauia de viandas y licores, y a organizar, cuando tu mala salud lo permitía, esas cenas dominicales terminadas en orgías que hasta a Pierre Levergos, ex soldado que creía haberlo visto todo, sonrojaban. Sí, la necesidad material y la gradual desintegración de tus sesos por culpa de tu maldita enfermedad yesos malditos remedios explicaban tu increíble cambio de un año a esta parte. ¿Era así, Koke? ¿O era otra manera de suicidarte, más lenta pero más efectiva que la tentativa anterior?
El mitin del 23 de septiembre de 1900 fue todavía peor de lo que Pierre Levergos temía. Asistió sin ganas, para no decepcionar a Paul, a quien tenía simpatía, tal vez compasión, sabiendo que pasaría un mal rato. Pierre, que se jactaba de ser más francés que cualquiera (lo había mostrado portando el uniforme y las armas por Francia), no apoyaba la guerra declarada por el corso Cardella y otros colonos ricachones a los comerciantes chinos de Tahití, en nombre del patriotismo y de la pureza de la raza. ¿Quién se iba a tragar ese embuste? Pierre Levergos sabía, como todo el mundo en Tahiti-nui, que el odio a los chinos era porque éstos habían roto el monopolio de la importación de productos de consumo local. Sus tiendas vendían más barato que los almacenes de Cardella y demás colonos. Paul era el único que parecía creerse al pie de la letra que los chinos arraigados en Tahití hacía dos generaciones constituían una amenaza para Francia, que el imperialismo amarillo quería arrebatarle sus posiciones en el Pacífico, ¡Y que el sueño de todo amarillo era estuprar a una mujer blanca!
Esas y peores barbaridades le oyó decir Pierre Levergos a Paul en el mitin del ayuntamiento de Papeete, al que asistieron medio centenar de colonos católicos. Varios de éstos, firmemente alineados detrás de François Cardella en su lucha contra el gobernador Gallet, mostraron cierta incomodidad en algunos pasajes del discurso racista y chovinista de Paul, como cuando, en tonos dramáticos y gesticulando, afirmó, hablando de los chinos de las islas: «Esta mancha amarilla en la bandera francesa me enrojece de vergüenza».