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– Tienes que subir con nosotros, Paul -insistió Ky Dong-. Esta cabaña no resistirá. No es un temporal. Es un huracán, un ciclón. Estarás más seguro con nosotros allá arriba, en el cementerio.

– ¿Con mis piernas en este estado zambullirme en ese fango? -se rió él-. Si apenas puedo andar, amigos. Vayan, vayan ustedes. Me quedo aquí, esperando. ¡El fin del mundo es mi elemento, señores!

Los vio partir, encogidos, chapoteando, el agua en las rodillas, en dirección al sendero ahora desaparecido que se convertía en la espina dorsal de Atuona pasando esa empalizada de arbustos. ¿Llegarían sanos y salvos? Sí, tenían experiencia con estos percances del clima. ¿Y tú, Paul? Ky Dong había dicho la verdad; La Casa del Placer era una frágil construcción de bambú, hojas de palmera y vigas de madera que sólo de milagro había resistido hasta ahora el viento y el agua. Si esto duraba, sería descuajada y arrastrada, y tú con ella. ¿Era una manera de morir aceptable, ésta? Algo ridícula, tal vez. Pero, no era menos ridículo morir de pulmonía. O deshaciéndose a pocos por culpa de la enfermedad impronunciable. Como no había un solo rincón en La Casa del Placer que estuviera seco, a salvo de los manotazos del viento y la lluvia, fue, arrastrando los pies -las piernas le dolían mucho ahora-, a servirse otra copa de ajenjo. Cogió su armonio empapado y empezó a tocar, de manera mecánica. Había aprendido a dominar este difícil instrumento de muchacho, en los barcos, cuando servía en la marina mercante. Su música llenaba los vacíos del espíritu, lo sosegaba en las crisis de exasperación o abatimiento, y, cuando estaba enfrascado en un cuadro o una escultura -rara vez, ahora que tenía la vista tan mala-, le daba ánimos, ideas, algo de la antigua voluntad de alcanzar la escurridiza perfección. ¿Inesperado morir así, Paul? En una islita perdida, en medio del Pacífico. Las Marquesas, la región más apartada del mundo. Bueno, hacía tiempo que lo habías decidido: morir entre los salvajes, como un salvaje más. Pero, entonces, recordó a la vieja ciega que lo hizo sentirse un forastero.

Había aparecido algunas semanas atrás, apoyándose en un bastón, venida de ninguna parte, a la hora del crepúsculo, cuando Koke se asomaba al segundo piso a contemplar, esforzando su pobre vista, la islita desolada de Hanakee y la Bahía de los Traidores, a las que a esta hora el sol poniente teñía de rosado. La vieja ciega se metió al jardín, entre los ladridos del perro y los maullidos de los dos gatos, profiriendo unas exclamaciones en maorí que señalaron a Koke su presencia. Parecía un bulto, un ser informe más que una mujer. Iba envuelta en unos trapos probablemente recogidos en las basuras, remendados y parchados con cuerdas. Guiándose con el bastón -daba rápidos golpecitos a izquierda y derecha-, encontró el camino de la casa y, misteriosamente, el de Paul, que iba a su encuentro. Estuvieron frente a frente, en el taller de escultura, justamente donde Koke estaba ahora, muerto de frío, combatiendo el miedo con ajenjo. ¿Era ciega o fingía? Cuando la tuvo muy cerca divisó sus córneas blanqueadas. Sí, era ciega. Antes de que Paul abriera la boca, la mujer, sintiéndolo, levantó la mano y lo tocó en el pechó desnudo. Lo palpó con calma, los brazos, los hombros, el ombligo. Luego, abriendo su pareo, el vientre, y le cogió los testículos y el pene. Los sopesó, como sometiéndolos a un examen. Entonces, la cara se le avinagró y exclamó, asqueada: «Popa 11». Era una expresión que Koke conocía; los maoríes designaban así a los europeos. Sin decir nada más, sin esperar la comida o el regalo que había ido a buscar, la vieja ciega dio media vuelta, y, tanteando, se marchó. Eso eras tú para ellos: un extranjero de falo encapuchado. Habías fracasado en eso también, Koke.

Se despertó a la mañana siguiente, abrazado a su armonio. Se había quedado dormido sobre la mesa de los vasos y botellas, ahora regados por el suelo. Las aguas empezaban a retirarse del estudio, pero, alrededor de Koke, todo era desolación y estrago. Sin embargo, aunque en partes destechada y averiada, La Casa del Placer había resistido el huracán. Y, allí arriba, en un cielo azul pálido, un sol renaciente comenzaba a calentar la tierra.

XIX. La ciudad-monstruo

Béziers y Carcassonne, agosto/septiembre de 1844

A ratos, Flora comparaba su viaje por el sur de Francia con el de Virgilio y Dante en el infierno, porque siempre había en su itinerario una ciudad más sucia, fea y cobarde que las anteriores. En la hedionda Béziers, por ejemplo, donde pernoctó en el inaguantable Hotel des Postes en el que ni uno solo de los mozos, ni siquiera el maître, hablaba francés, sólo el occitano, no consiguió permiso para hacer una reunión en fábrica o taller alguno. Patrones y trabajadores le cerraron todas las puertas por miedo a las autoridades. Y los únicos ocho obreros que aceptaron conversar con ella lo hicieron tomando tantas precauciones -llegaron al hotel de noche, entraron por la puerta falsa- y tan atemorizados de perder su trabajo que Flora no intentó siquiera sugerirles que formaran un comité de la Unión Obrera.

Estuvo en Béziers apenas dos días, los últimos de agosto de 1844. Cuando tomó el barco-correo hacia Carcassonne se sintió como si saliera de la cárcel. Para no marearse, permaneció en cubierta, mezclada con los pasajeros sin derecho a camarote. Allí propició una reyerta, que casi termina a golpes, entre un spahi, soldado colonial recién venido de Argelia, y un joven de la marina mercante, a quienes incitó a cotejar cuál de sus oficios era más útil a la sociedad. El marinero dijo que los barcos llevaban pasajeros y productos y facilitaban el comercio; en cambio, ¿de qué servían los soldados, salvo para matar? El spahi, indignado, exhibiendo sus cicatrices, repuso que el ejército acababa de ganarle a Francia en el norte de África una colonia tres veces más grande que la metrópoli. Cuando se exacerbó y empezó a proferir groserías, Flora lo calló:

– Es usted una prueba viviente de que el ejército de Francia sigue embruteciendo a los conscriptos como en tiempos de Napoleón.

Faltaban seis horas para Carcassonne. Se sentó en una banca de la popa, se acurrucó contra unos cabos, y, al instante, se durmió. Soñó con Olympia. La primera vez que soñabas con ella, Florita, desde que, siete meses atrás, dejaste París.

Un sueño grato, tierno, ligeramente excitante, nostálgico. Sólo tenías buenos recuerdos de esa amiga, a la que tanto debías. Pero no lamentabas haber cortado con Olympia de la manera brusca como lo hiciste a tu regreso de Inglaterra, en el otoño de 1839, porque hubiera sido arrepentirte de tu cruzada para transformar el mundo con la inteligencia y el amor. Aunque la habías conocido en aquel baile de la Ópera al que asististe disfrazada de gitana, en el que aquella mujer esbelta, de ojos incisivos, te besó la mano, tu amistad con Olympia Maleszewska sólo comenzó meses después. Era nieta de un célebre orientalista, profesor de la Sorbona, y trabajaba por la emancipación de Polonia del yugo imperial ruso. Colaboraba con el Comité Nacional Polaco, que reunía al exilio en Francia, y se había casado con uno de sus líderes, Léonard Chodzko, funcionario de la Biblioteca de Sainte-Genevieve, historiador y patriota. Pero Olympia era sobre todo una gran dama de sociedad. Tenía un salón muy conocido, al que asistían literatos, artistas y políticos, y cuando Flora recibió una invitación para las veladas de los jueves, acudió. La casa era elegante, la atención refinada y abundaban las personas célebres. Allí la actriz de moda, Marie Dorval, se codeaba con la novelista George Sand, y Eugene Sue con el Padre de los sansimonianos, Prosper Enfantin. Olympia atendía con exquisito tacto y simpatía. Se mostró muy afectuosa contigo, presentándote a sus amistades con grandes elogios. Había leído Peregrinaciones de una paria y su admiración por tu libro parecía sincera.

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