Como Olympia insistió tanto en que volvieras a su salón, volviste, varias veces, y siempre la pasaste bien. A la tercera o cuarta vez, en el tocador, Olympia, que te ayudaba a desembarazarte del abrigo y te alisaba los cabellos -«Nunca la he visto tan radiante como hoy, Flora»-, de pronto te tomó por la cintura, te estrechó contra su cuerpo y te besó en los labios. Fue tan inesperado que tú, abrasada de la cabeza a los pies, no supiste qué hacer. (La primera vez en la vida que te ocurría, Florita.) Ruborizada, confusa, te quedaste inmóvil, mirando a Olympia sin decir nada. «Si no se había usted dado cuenta, ahora ya sabe que la amo», rió Olympia. Y, cogiéndote de la mano, te arrastró al encuentro de los otros invitados.
Muchas veces te habías preguntado por qué aquella tarde en vez de reaccionar como lo hubieras hecho si, en vez de Olympia, hubiera sido un hombre el que te besaba de improviso -abofeteándolo, mandándote mudar de esa casa al instante-, continuaste en la reunión, turbada, desconcertada, pero sin enojarte y sin deseos de partir. ¿Simple curiosidad o algo más? ¿Qué significaba esto, Andaluza? ¿Qué iba a ocurrir ahora? Cuando, un par de horas más tarde, anunciaste que te ibas, la dueña de casa te tomó del brazo y te llevó al tocador. Te ayudó a ponerte el abrigo y el sombrerito con velo. «¿No se ha enojado usted conmigo, verdad, Flora?», te susurró al oído, con voz cálida. «No sé si estoy enojada o no. Estoy confusa. Es la primera vez que una mujer me besa en la boca.» «Yo la amo desde que la vi aquella noche en la Ópera», te dijo Olympia, mirándote a los ojos. «¿Podemos vemos a solas, para conocemos mejor? Se lo ruego, Flora.»
Se habían visto, tomado té juntas, paseado en fiacre por Neuilly, y Flora, contándole sus experiencias conyugales con André Chazal, hizo que se mojaran los ardientes ojos de su amiga. Le confesaste que, desde tu matrimonio, habías sentido siempre una repugnancia instintiva por el acto sexual, y que, por ello, nunca habías tenido un amante. Con infinita delicadeza y dulzura, Olympia, besándote las manos, te rogó que la dejaras enseñarte lo dulce y grato que podía ser el placer entre dos amigas que se querían. Desde entonces, cuando se saludaban o despedían, se buscaban los labios.
Hicieron el amor por primera vez no mucho tiempo después, en una casita de campo, cerca de Pontoise, donde los Chodzko veraneaban y pasaban fines de semana. Los álamos vecinos, mecidos por el viento, despedían un susurro cómplice; se oía piar a los pájaros, y, en aquella habitación calentada por el fuego de la chimenea, la atmósfera enervante, mareadora, fue desvaneciendo lentamente las prevenciones de Flora. Mientras su amiga la hacía beber, de su boca, sorbos de champagne, la ayudaba a desnudarse. Con desenvoltura, Olympia se desnudó a su vez, y, tomando a Flora en sus brazos, la tendió sobre el lecho, susurrándole palabras tiernas. Luego de contemplada con minucia y devoción, comenzó a acariciada. Te había hecho gozar, Florita, sí, mucho, pasados aquellos momentos iniciales de turbación y recelo. Te había hecho sentir bella, deseable, joven, mujer. Olympia te enseñó que no había por qué sentir miedo ni asco del sexo, que abandonarse al deseo, hundirse en la sensualidad de las caricias, en la fruición del goce corporal, era una manera intensa y exaltante de vivir, aunque durara sólo unas horas, unos minutos. Qué egoísmo delicioso, Florita. El descubrimiento del placer físico, de un goce sin violencia, entre iguales, te hizo sentir una mujer más completa y más libre. Aunque nunca pudiste evitar, incluso en los días en que fuiste más feliz con Olympia, al entregarte al puro placer del cuerpo, un sentimiento de culpa, la sensación de dilapidar energías, de un desperdicio moral.
Aquella relación duró menos de dos años. Flora no recordaba una sola disputa, distanciamiento o aspereza que la afeara. Es verdad que no se veían mucho, pues ambas tenían múltiples ocupaciones y Olympia, además, un marido y un hogar que atender, pero, cuando lo hacían, todo marchaba siempre maravillosamente bien. Se divertían y gozaban juntas como dos chiquillas enamoradas. Olympia era más frívola y mundana que Flora, y, salvo la tragedia de la Polonia subyugada, no se interesaba por los asuntos sociales, ni por la suerte de las mujeres ni de los obreros. Y Polonia le interesaba por su marido, a quien, a su manera libérrima, quería mucho. Pero era vital, incansable, y, contigo, infinitamente cariñosa. Flora se entretenía escuchándola referirle las intrigas y chismografías del gran mundo, porque lo hacía con gracia e ironía. Además, Olympia era una mujer instruida, con muchas lecturas y conocimientos de historia, de arte y de política, materias que le apasionaban, de modo que también en el campo intelectual Flora ganó mucho con su amistad. Hicieron el amor varias veces en la casita de Pontoise, pero también en el piso parisino de Olympia, en el de Flora en la fue du Bac, y, alguna vez, disfrazada tú de ninfa y ella de sileno, en un albergue a orillas de la floresta de Marly, en cuyas ventanas venían las ardillas a comer cacahuetes de sus manos. Cuando, en 1839, Flora partió a Londres por cuatro meses, para escribir un libro sobre la situación de los pobres en esa ciudadela del capitalismo, se cartearon dos o tres veces por semana, misivas apasionadas, diciéndose que se extrañaban, recordaban, deseaban y que ambas contaban los días, las horas, los minutos, para volver a verse. «Te como a besos y caricias en todos mis sueños, Olympia. Adoro la oscuridad de tus cabellos, de tu pubis. Desde que te conozco, abomino de las mujeres rubias.» ¿Pensabas esas frases llameantes que escribías a Olympia desde Londres, mientras, disfrazada de hombre, visitabas fábricas, bares, barrios miserables y burdeles para documentar tu odio a ese paraíso de los ricos e infierno de los pobres? Las pensabas con todas sus letras. Pero, entonces, Andaluza, ¿por qué, apenas volviste a París, la misma tarde de tu llegada comunicaste a Olympia que aquella relación se terminaba, que no debían verse nunca más? Olympia, siempre tan segura de sí misma, tan mujer de mundo, abrió mucho los ojos y la boca, y palideció. Pero no dijo nada. Te conocía y sabía que tu decisión era inapelable. Te miraba mordiéndose los labios, devastada.
– No porque no te ame, Olympia. Te amo, eres la única persona en este mundo a la que he amado. Siempre te estaré agradecida por estos dos años de dicha que te debo. Pero, tengo una misión. No podría cumplida con mis sentimientos y mi mente divididos entre mis obligaciones y tú. Lo que voy a hacer exige que nada ni nadie me distraiga. Ni siquiera tú. Debo entregarme en cuerpo y alma a está tarea. No tengo mucho tiempo, amor mío. y no conozco a nadie en Francia que pueda reemplazarme. Esta bala, aquí, puede acabar conmigo en cualquier momento. Por lo menos, debo dejar las cosas bien encaminadas. No me guardes rencor, perdóname.
No se habían vuelto a ver. Entretanto, tú habías escrito tu terrible diatriba contra Inglaterra -Paseos por Londres-, tu librito sobre La Unión Obrera , y aquí estabas ahora, en los confines pirenaicos de Francia, en Carcassonne, tratando de poner en marcha la revolución universal. ¿No te arrepentías de haber abandonado así a la tierna Olympia, Florita? No. Era tu deber actuar como lo hiciste. Redimir a los explotados, unir a los obreros, conseguir la igualdad para las mujeres, hacer justicia a las víctimas de este mundo tan mal hecho, era más importante que el egoísmo maravilloso del amor, que esa indiferencia suprema hacia el prójimo en que a una la sumía el placer. El único sentimiento que ahora tenía cabida en tu vida era el amor a la humanidad. Ni siquiera para tu hija Aline quedaba sitio en tu corazón tan ocupado, Florita. Aline estaba en Amsterdam, trabajando de aprendiz donde una modista, y a veces pasaban semanas sin que te acordaras de escribirle.
La misma noche que Flora llegó a Carcassonne tuvo un desagradable encuentro con los fourieristas locales, quienes, encabezados por su líder, monsieur Escudié, habían organizado su visita. Le reservaron el Hotel Bonnet, al pie de las murallas. Estaba ya acostada, cuando unos golpes en la puerta de su habitación la despertaron. El encargado del hotel se deshacía en excusas: unos señores insistían en veda. Era muy tarde, que volvieran mañana. Pero, como porfiaban tanto, se echó una bata sobre los hombros y salió a su encuentro. La docena de fourieristas locales que venían a darle la bienvenida estaban bebidos. Tuvo un mareo de disgusto. ¿Pretendían estos bohemios hacer la revolución a golpes de champagne y cerveza? A uno de ellos que, con la lengua trabada y la mirada vidriosa, insistía en que se vistiera para mostrarle las iglesias y las murallas medievales a la luz de la luna, le respondió: