En una de estas reuniones se enteró, por Mazel, que madame Victoire, además de alcahueta, era informante de la policía. Y que llevaba días averiguando sobre ella en los mentideros marselleses. De modo que aquí también sura de Santa Catalina, Santa Teresa y Santa Rosa, tomaban chocolate traído del Cusca, y fumaban -las mujeres más que los hombres- sin cesar. El cotilleo, los dimes y diretes, las infidencias, las maledicencias, las indiscreciones sobre la intimidad y las vergüenzas de las familias, hacían la dicha de los comensales. En todas estas reuniones, por supuesto, se hablaba, con nostalgia, con envidia, con desesperación, de París, que era para los arequipeños una sucursal del Paraíso. Te comían a preguntas sobre la vida parisina, y tú, que la desconocías más que ellos, tenías que inventar toda clase de fantasías para no defraudarlos.
Al mes y medio de estar en Arequipa, el tío don Pío seguía en Camaná y no daba señales de regreso. ¿Era esta ausencia prolongada una estrategia para desanimarte en tus pretensiones? ¿ Temía don Pío que hubieras traído contigo nuevas pruebas que forzaran a la justicia a declararte hija legítima, y por lo tanto heredera de primera clase de don Mariano Tristán? Estaba en estas reflexiones, cuando le anunciaron que el capitán Zacarías Chabrié, recién llegado a Arequipa, vendría esa tarde a visitarla. La aparición del marino bretón, en quien no había vuelto a pensar desde que se despidió de él en Valparaíso, le hizo el efecto de otro terremoto. Sin la menor duda, insistiría en casarse con ella.
El primer día, el reencuentro con Chabrié fue amable, afectuoso, gracias a la presencia, en la sala, de media docena de parientes que impidió al marino hablar del apasionado asunto que lo traía. Pero sus ojos decían a Flora lo que su boca callaba. Al día siguiente, se presentó en la mañana y Flora no pudo evitar quedarse a solas con él. De rodillas, besándole la mano, Zacarías Chabrié le imploró que lo aceptara. Dedicaría el resto de su vida a hacerla feliz, sería un padre modelo para Aline; la hijita de Flora sería la suya. Abrumada, sin saber qué hacer, estuviste a punto de decide la verdad: que eras una mujer casada, no con una hija sino con dos hijos (porque el tercero había muerto), legal y moralmente impedida de casarte otra vez. Pero te retuvo el temor de que, en un arranque de despecho, Chabrié te delatara a los Tristán. ¿Qué ocurriría entonces? Esta sociedad que te había abierto los brazos te echaría, por mentirosa y cínica, por ser una esposa prófuga y una madre desalmada.
¿Cómo librarse de él, entonces? En su cama de Marsella, abanicándose para defenderse del candente anochecer de octubre y oyendo el runrún de las chicharras, Flora volvió a sentir la acidez en el estómago y la sensación de culpa, la mala conciencia. Siempre le ocurría cuando recordaba la estratagema de que se valió para decepcionar a Chabrié y librarse de su acoso. Ahora, sentiste también el metal frío de la bala, junto al corazón.
– Bien, Zacarías. Si es verdad que me ama tanto, pruébemelo. Consígame un certificado, una partida de nacimiento, demostrando que soy hija legítima de mis padres. De este modo, podré reclamar mi herencia y, con lo que herede, viviremos tranquilos y seguros, en California. ¿Lo hará? Usted tiene conocidos, influencias, en Francia. ¿Me conseguirá esa partida, aunque sea sobornando a algún funcionario?
Ese hombre rectilíneo, ese católico íntegro, palideció y abrió mucho los ojos, sin dar crédito a lo que acababa de oír.
– Pero, Flora, ¿se da cuenta de lo que me pide? -Para el verdadero amor nada es imposible, Zacarías.
– Flora, Flora. ¿Ésa es la prueba de amor que necesita? ¡Que cometa un delito! ¡Que violente la ley! ¿Eso espera de mí? ¿Que me convierta en un delincuente para que usted cobre una herencia?
– Ya lo veo. Usted no me ama lo bastante para que yo sea su mujer, Zacarías.
Lo viste palidecer aún más; luego, enrojecer como si fuera a sufrir una apoplejía. Se mecía en el sitio, a punto de desplomarse. Por fin, se alejó de ti, de espaldas, arrastrando los pies como un anciano. En la puerta, se volvió, para decirte, con una mano en alto, como exorcizándote:
– Sepa que ahora la odio tanto como la amé, Flora.
¿Qué habría sido del buen Chabrié todos estos años? Nunca habías vuelto a saber de él. Tal vez había leído las Peregrinaciones de una paria y de esta manera conocido la verdadera razón por la que te serviste de esa fea treta para rechazar su amor. ¿Te habría perdonado? ¿ Te odiaría todavía? ¿Cómo habría sido tu vida, Florita, si te casabas con Chabrié y te ibas a enterrar con él a California, sin volver a poner los pies en Francia? Una vida tranquila y segura, sin duda. Pero, entonces, nunca habrías abierto los ojos, ni escrito libros, ni te habrías convertido en abanderada de la revolución que liberaría a las mujeres de la esclavitud y a los pobres del mundo de la explotación. Después de todo, hiciste bien dándole aquel tremendo mal rato, en Arequipa, a ese santo varón.
Cuando, algo repuesta de sus males, Flora hacía sus maletas para continuar su gira rumbo a Toulon, Benjamin Mazelle trajo una noticia divertida. El poeta-albañil Charles Poncy, que la dejó plantada con el pretexto de un viaje de descanso a Argel, nunca cruzó el Mediterráneo. Subió al barco, sí, pero, antes de que zarpara, preso de pavor ante el riesgo de un naufragio, tuvo un ataque de nervios, con llanto y gritos, y exigió que tendieran la escalerilla y lo desembarcaran. Los oficiales de la nave optaron por el remedio de la marina inglesa para quitar a los reclutas el miedo al mar: echarlo al agua por la borda. Muerto de vergüenza, Charles Poncy se escondió en su casita de Marsella, haciendo tiempo, para que creyeran que estaba en Argel, buscando a las musas. Un vecino lo delató y era ahora el hazmerreír de la ciudad.
– Cosas de poetas -comentó Flora.
XII. ¿Quiénes somos? Punaauia, mayo de 1898
Llegó a Papeete muy temprano, antes de que arreciara el calor. El barco-orreo de San Francisco, anunciado la víspera, ya había entrado en la laguna y atracado. Esperó, tomando una cerveza en un bar del puerto, que aparecieran los empleados del Correo. Los vio pasar por el Quai du Commerce, en un coche tirado por un caballo cansino, y el más viejo de los carteros, Foncheval o Fonteval -siempre te equivocabas-, lo saludó con una inclinación de cabeza. Tranquilo, sin hablar con nadie, paladeando la cerveza en la que había invertido sus últimos centavos, esperó que los dos empleados se perdieran de vista bajo los flamboyanes y las acacias de la rue de Rivoli. Hizo tiempo calculando lo que les tomaría disponer en anaqueles y buzones los paquetes y cartas esparcidos por el suelo del pequeño local. No le dolía el tobillo. No sentía el escozor en las pantorrillas que lo tuvo desvelado, sudando frío, toda la noche. Esta vez tendrías más suerte que con el último barco, el mes pasado, Koke.
Se dirigió a la oficina de Correos despacio, sin apurar al pony que tiraba el cochecito. Sentía en la cabeza el lamido de un sol que en los minutos y horas siguientes se iría enardeciendo hasta alcanzar, entre dos y tres de la tarde, el extremo intolerable. La rue de Rivoli estaba semidesierta, aunque había algunas personas en los jardines y balcones de sus grandes casas de madera. Entre la verdura de los altos mangos divisó la torre de la catedral, a lo lejos. El Correo estaba abierto. Eras el primer usuario de la mañana, Koke. Los dos carteros se afanaban por ordenar cartas y paquetes, ya filiados por orden alfabético, en e! mostrador de recibo.
– No hay nada para usted -lo saludó, con gesto contrito, Foncheval o Fonteval-. Lo siento.
– ¿Nada? -sintió e! ardor vivísimo en las pantorrillas, la punzada de! tobillo-. ¿Está usted seguro?
– Lo siento -repitió e! viejo cartero, encogiendo los hombros.